CAPÍTULO XLVII

Camino del final. Primera etapa

Tal vez espere el lector que le cuente cómo encajó Oscar conocer cómo se había portado su hermano.

No me resulta nada fácil intentarlo. Oscar me desconcertó. Las primeras palabras de cierta trascendencia que me dirigió me las dijo de camino a la estación. Salió de sus propias cavilaciones para afirmar lo siguiente con toda seriedad:

—Deseo saber a qué conclusión ha llegado usted después de leer la carta de la señora Finch.

Como es natural, en semejantes circunstancias traté de no contestar. Él no se dejó contrariar de ese modo.

—Me hará usted un gran favor —prosiguió— si me responde cuanto antes. Esa carta ha alimentado en mí una sospecha tan aciaga sobre mi querido y buen hermano, que nunca en su vida me ha engañado, que prefiero creer que no estoy en mis cabales antes que fiarme de mi propia interpretación. ¿Infiere usted, a tenor de lo que escribe la señora Finch, que Nugent se ha presentado a Lucilla haciéndose pasar por mí? ¿Cree que la ha convencido para que abandone a sus allegados y le ha hecho creer que de ese modo cedía a mis solicitudes y se confiaba a mi cuidado?

Respondí con tanta concisión como pude.

—Eso es lo que ha hecho su hermano.

Noté en él un súbito cambio. Mi respuesta pareció haber dado inmediato reposo a sus dudas.

—Eso es lo que ha hecho mi hermano —repitió—. Después de todo lo que sacrifiqué por él, después de todo lo que confié a su honor cuando abandoné Inglaterra… —Hizo una pausa y se paró a considerar un momento—. ¿Qué merece un hombre así? —Lo dijo más para sí mismo que para mí, en un tono bajo y amenazador que me inquietó.

—Merece —repuse— lo que tendrá cuando lleguemos a Inglaterra. Basta con que usted se presente allí para que se arrepienta de su perversidad hasta el último día de su vida. ¿No le parece que la denuncia de su impostura y la derrota de sus ambiciones es castigo suficiente para un hombre como Nugent?

Callé y aguardé a su respuesta.

Apartó la cara y no dijo nada más hasta que llegamos a la estación. Allí hizo conmigo un aparte para que no nos oyeran los desconocidos que nos rodeaban.

—¿Por qué la obligo a alejarse de su padre? —me preguntó de pronto—. Me estoy conduciendo de manera sumamente egoísta, y solo ahora empiezo a comprenderlo.

—Tranquilícese —le dije—. Si no nos hubiéramos encontrado hoy, yo habría emprendido viaje a Inglaterra mañana mismo. Por Lucilla.

—Pero ahora que se ha encontrado conmigo —insistió—, ¿por qué no le ahorro el viaje? Podría escribirle y contárselo todo sin tener que someterla a usted a la fatiga y a los gastos que…

—Si dice usted una palabra más —repuse—, terminaré por pensar que tiene alguna razón oculta para ir solo a Inglaterra.

Me lanzó una rápida y suspicaz mirada y me condujo a la ventanilla para comprar los billetes sin decir ni una palabra más. No me quedé en modo alguno convencida. Su comportamiento me pareció muy raro.

En silencio sacamos los billetes; en silencio subimos a nuestro vagón. Traté de darle ánimos cuando el tren emprendió la marcha.

—No me preste la menor atención —fue todo lo que dijo—. Me hará usted un gran favor si me deja soportar todo esto a solas.

Teniendo en cuenta la experiencia que tenía de él, me extrañó. Siempre había optado por hablar para resolver todos sus problemas, y había exigido clamorosamente que le diera muestras de simpatía. Frente a este grandísimo problema se comportaba como si fuera otro. ¡Casi no lo reconocía! ¿Acaso las reservas ocultas de su naturaleza (agitadas por un nuevo y serio llamamiento) empezaban a mostrarse de nuevo en la superficie, como ya sucedió aquel primer día fatal en que Lucilla probó su vista? Así me expliqué el cambio superficial que se había producido en él por entonces. Lo que en realidad estuviera ocurriendo bajo la superficie desafiaba todo mi ingenio. Tal vez pueda describir mejor la especie de vaga aprensión que despertó en mí si digo que ni por todo el oro del mundo le habría dejado irse solo a Inglaterra.

Abandonada como de hecho estaba a mis propios recursos, dediqué las primeras horas del viaje a considerar qué actitud sería la más aconsejable que tomásemos al llegar a Inglaterra. Decidí en primer lugar que debíamos ir directamente a Dimchurch. Si se hubieran recibido noticias de Lucilla, lo más probable era que hubiesen llegado a la rectoría. Después de París, nuestra ruta pasaba por Dieppe para cruzar el Carnal de la Mancha y tocar tierra en Newhaven, cerca de Brighton, desde donde seguiríamos viaje a Dimchurch.

En segundo lugar, y dando por sentado que no dejaba de ser posible que viésemos a Lucilla en la rectoría, el riesgo de presentarle bruscamente al verdadero Oscar tal vez fuese, a pesar de que pensáramos lo contrario, sumamente grave. Nos aliviaría de una grave responsabilidad, según pensé, advertir a Grosse de nuestra llegada, a fin de que pudiera estar presente en el encuentro si es que lo estimaba necesario, para velar por la salud de Lucilla. Esbocé a Oscar esta idea, así como mi plan para viajar por Dieppe. Lacónico, se mostró de acuerdo. Sin ningún tacto, lo dejo todo en mis manos.

Por tanto, a nuestra llegada a Lyón, como teníamos tiempo para tomar un tentempié antes de seguir el viaje, telegrafié al señor Finch a la rectoría y a Grosse a Londres, informándoles (en la medida en que pude hacer cálculos con una cierta exactitud) de que, si teníamos suerte con los trenes y los barcos, Oscar y yo estaríamos en Dimchurch a la noche siguiente, es decir, la noche del 18. En todo caso, los previne de que esperasen nuestra llegada inmediata.

Resueltas estas dificultades, y con algunas viandas para pasar la noche debidamente acomodadas en mi cesta, volvimos al tren para realizar nuestro largo viaje a París.

Entre los pasajeros que subieron al tren en Lyón vi a un caballero de rostro inequívocamente inglés, que iba vestido de clérigo. Por primera vez en toda mi vida saludé la aparición de un sacerdote con una sensación de alivio. Y la razón fue bien simple. Desde que leí la carta de la señora Finch y hasta ese momento, había sentido el peso de una duda horrenda que el sacerdote tal vez pudiera despejar. También pensaba que esa misma duda lastraba los pensamientos de Oscar. ¿Habría pasado el tiempo suficiente desde que Lucilla se fue de Ramsgate para permitir que Nugent la desposara bajo el nombre de su hermano?

Cuando el tren salía de la estación, yo misma, la enemiga de los curas, comencé a trabar amistad con ese cura en concreto. Era joven y tímido, pero lo conquisté. Mientras los demás pasajeros se disponían a dormir (con la excepción de Oscar), expuse mi caso al clérigo.

—Caballero, A y B, una dama y un caballero, los dos mayores de edad, se marchan de un lugar de Inglaterra para vivir en otro. Emprenden viaje el día 5 de este mes. ¿Podría usted decirme, si tiene la bondad, con qué celeridad podrían contraer matrimonio legalmente?

—Supongo que me habla usted de un matrimonio eclesiástico —dijo el joven clérigo.

—Eclesiástico, por supuesto.

Hasta ese punto pensé que podía responder por Lucilla sin miedo a equivocarme.

—Pueden contraer matrimonio mediante una licencia especial —dijo el clérigo— siempre y cuando uno de los dos siga residiendo en ese otro lugar al que se marcharon el día 5… El 21, o tal vez el mismo día 20 de este mes.

—¿Y antes…?

—No, antes es imposible.

Estábamos a día 17 por la noche. Estreché la mano de mi compañero de viaje. Esta explicación nos daba una chispa de ánimo para sobrellevar mejor el largo trayecto. Antes de que pudiera celebrarse la boda habríamos llegado a Inglaterra.

—Tenemos tiempo de sobra —le dije a Oscar en un susurro—. Podremos salvar a Lucilla.

—¿Y seremos capaces de encontrarla? —me susurró él.

Yo había olvidado ese grave obstáculo. Era de todo punto imposible contestar a la pregunta de Oscar hasta que no llegásemos a la rectoría. Entre una cosa y la otra, no nos quedaba más remedio que confiarnos a la paciencia y no perder la esperanza.

Me abstendré de recargar esta parte de mi narración con una relación detallada de los pequeños accidentes, unos afortunados y otros desafortunados, que alternativamente apresuraron o retrasaron nuestro viaje de regreso. Permítaseme decir solamente que antes de la medianoche del día 18 Oscar y yo llegamos a la cancela de la rectoría.

El señor Finch en persona salió a recibirnos con un candil en la mano. Alzó los ojos (y el candil) devotamente al cielo cuando vio a Oscar. Lo primero que dijo fue:

—¡Inescrutables son los caminos de la Providencia!

—¿Ha encontrado a Lucilla? —le pregunté.

El señor Finch, con toda su atención concentrada en Oscar, me estrechó la mano mecánicamente y me dijo que era una «buena mujer». Me trató como hubiera acariciado al compañero de Oscar y como hubiera hablado con él, caso de que dicho compañero hubiera sido un perro. Casi deseé por un instante haber sido ese animal, ya que de ese modo habría tenido el privilegio de dar un buen mordisco al señor Finch. Oscar repitió mi pregunta con impaciencia; el rector en ese momento le ayudaba a bajar del coche de punto, dejándome que yo me las compusiera a mi manera.

—¿No ha oído usted a madame Pratolungo? —preguntó Oscar—. ¿Ha aparecido Lucilla?

—Querido Oscar, tenemos la esperanza de encontrarla ahora que ha llegado usted.

Esta respuesta me desveló el secreto de la extraordinaria cortesía del señor Finch para con su joven amigo. La última posibilidad de impedir que Lucilla se casara con un hombre que había despilfarrado su fortuna hasta el último penique, tal como estaban las cosas, dependía de la llegada de Oscar a Inglaterra antes de que la ceremonia tuviera lugar. La medida de la importancia que tenía Oscar para el señor Finch fue de manera más literal que nunca la medida de su propia fortuna.

Al entrar, pregunté por Grosse. El rector halló en su prodigioso registro vocal algunas notas relativamente agudas para expresar su sorpresa ante mi audacia, por hablarle de otra persona que no fuera Oscar.

—¡Ay, ay! ¡Ay de mí! —exclamó el señor Finch, concediéndome con gran impaciencia un precioso instante de su atención—. ¡No se preocupe por Grosse! Grosse está enfermo en Londres. Ha llegado una nota para usted del doctor Grosse. Cuidado con el peldaño de la puerta, querido Oscar —siguió diciendo con sus más graves y profundas notas de barítono—. La señora Finch está sumamente deseosa de verlo. Los dos hemos deseado su llegada con ansiedad y esperanza. Con afecto e impaciencia, por así decir. ¡Ah, cuánto debe haber sufrido usted! Comparta mi confianza en la sabia Providencia, afronte esta dura prueba con la misma y valiente sumisión con que la afronto yo. No todo está perdido todavía. ¡Téngase firme! ¡Téngase firme! —abrió de par en par la puerta de la sala—. ¡Señora Finch! Compóngase. He aquí a nuestro querido hijo adoptivo. ¡Nuestro afligido Oscar!

¿Será necesario insistir en cómo se condujo el señor Finch y en el aspecto que tenía la señora Finch?

Allí estaban las tres instituciones inmutables: la novela, el bebé y el pañuelo perdido. Allí estaba la llamativa chaqueta sobre la bata de cola, y la húmeda señora dentro de sus ropas, más húmeda que nunca. Luego de recibir a Oscar con la boca fruncida en las comisuras, con un meneo de cabeza que le mostró su tristeza y su simpatía, experimentó una extraordinaria transformación cuando se volvió entonces hacia mí. Vi con gran asombro que sus ojos de hecho centelleaban; una amplia sonrisa de contento irreprimible se mostró en sus labios, en vez de la expresión desolada con que había dado la bienvenida a Oscar. Con el bebé en los brazos, triunfal, la señora de la rectoría me susurró estas palabras al oído:

—¿Qué le parece qué ha hecho durante su ausencia?

—La verdad es que no lo sé —respondí.

—¡Le han salido dos dientes! Tenga, tenga, tóquelos con el dedo.

Otros tal vez habrían lamentado el infortunio familiar. En cambio, el triunfo de la familia colmaba el espíritu de la señora Finch en sus rincones más secretos hasta excluir cualquier otra consideración terrenal. Puse el dedo de acuerdo con sus instrucciones y me llevé un instantáneo mordisco por parle de la feroz criatura. De no haber sido por el nuevo estallido del rector, que se produjo en ese momento, la señora Finch (si es que puedo juzgar yo la fisonomía de los demás) sin duda debió de haber soltado un chillido de alivio. Lo cierto es que abrió la boca, y (como había perdido el pañuelo, tal como dije) se retiró a un rincón y se la cubrió con el bebé.

Entretanto, el señor Finch había sacado de un cajón próximo a la chimenea dos cartas. La primera la arrojó con impaciencia sobre la mesa.

—¡Ay, ay, ay! —dijo—. ¡Qué molestas son las cartas de los demás!

La segunda la manipuló con un cuidado extraordinario, ofreciéndosela a Oscar con un suspiro, con una mirada de mártir que en ese momento dirigió al techo.

—Anímese y léala —dijo el señor Finch con su más patética voz de púlpito—. Si pudiera, querido Oscar, le ahorraría el mal trago. Todas nuestras esperanzas, mi querido muchacho, dependen de lo que pueda usted decir cuando haya leído esas líneas.

Oscar cogió el sobre, extrajo la carta, leyó las primeras líneas, echó un vistazo a la firma y, con un gesto en el que se mezclaron la rabia y el horror, arrojó la carta al suelo.

—¡No me pida que la lea! —exclamó con un primer arranque de pasión—. ¡Si la leo, lo mataré en cuanto lo vea! —Se dejó caer sobre una silla y se ocultó la cara con las dos manos—. ¡Oh, Nugent! ¡Nugent! ¡Nugent! —gimió para sí, con un dolor que casi daba pavor oír.

No era el momento de andarse con ceremonias. Tomé la carta y la miré sin pedir permiso. Resultó ser la carta (ya incluida al término del diario de Lucilla) en que Nugent informaba a la señorita Batchford de la huida de su sobrina lejos de Ramsgate, y firmaba con el nombre de Oscar. Las únicas palabras que vale la pena repetir aquí son las siguientes: «Me acompaña a mí, por petición mía, al domicilio de una señora casada que es familiar mía, y a cuyos cuidados estará hasta que llegue el día en que celebremos nuestra boda».

Esas líneas aliviaron mi corazón del peso que lo había oprimido a lo largo del viaje. La señora casada que era familiar de Nugent también era familiar de Oscar. Bastaba con que este nos dijera dónde vivía la señora, y así habríamos encontrado a Lucilla.

Detuve al señor Finch, que estaba en trance de volver loco a Oscar en su intento por administrarle el debido consuelo pastoral.

—Déjemelo a mí —le dije enseñándole la carta—. Yo sé lo que usted quiere.

El rector me miró con indignación. Me volví a la señora Finch.

—Hemos tenido un viaje agotador —seguí diciendo—. Y Oscar no está tan acostumbrado a viajar como lo puedo estar yo. ¿Cuál es su habitación?

La señora Finch se levantó para indicarnos el camino. Su marido abrió la boca para intervenir.

—Déjelo en mis manos —repetí—. Yo le entiendo bien, al contrario que usted.

Por primera vez en su vida, el Papa de Dimchurch se vio reducido al silencio. Su asombro ante mi audacia fue tal que desafió incluso su capacidad de expresión. Cogí a Oscar del brazo.

—Está usted fatigado —le dije—. Váyase a su habitación. Le prepararé algo caliente y se lo llevaré yo misma dentro de unos instantes.

No me miró, no me contestó. Cedió en silencio y siguió a la señora Finch. De la mesa en que esperaba una cena fría tomé lo que deseaba y puse la tetera a hervir; preparé un té en condiciones y me encaminé a la puerta con la bandeja, seguida desde el primer momento hasta el último por la escandalizada mirada del señor Finch. En el instante en que abrí la puerta se recuperó el rector de su estupor.

—Permítame preguntarle, madame Pratolungo —dijo con todo su énfasis—, en calidad de qué se encuentra usted aquí.

—En calidad de amiga de Oscar —repuse—. Mañana mismo se verá usted libre de los dos.

Di un portazo y subí la escalera. De haber sido yo la esposa del señor Finch, creo que habría acabado haciendo de él un hombre bastante agradable.

La señora Finch me estaba esperando en el pasillo de la primera planta, y me indicó cuál era la habitación de Oscar. Me lo encontré caminando inquieto de un lado a otro. Sus primeras palabras fueron una alusión a la carta de su hermano. Había decidido yo que no se le molestara con esa dolorosa cuestión hasta la mañana siguiente, pero no sirvió de nada. Había en su mente una ansiedad que no se podía disipar a voluntad. Insistió en que tranquilizara de inmediato esa ansiedad.

—No quiero ver esa carta —dijo—. Solo quiero saber lo que dice de Lucilla.

—Todo lo que dice es fácil de resumir. Lucilla está a salvo.

Me cogió del brazo y me miró escrutadoramente a la cara.

—¿En dónde? —preguntó—. ¿Con él?

—Con una señora casada que es familiar de él.

Me soltó el brazo y se paró a pensar un momento.

—¡Mi prima de Sydenham! —exclamó.

—¿Sabe usted dónde está la casa?

—Por supuesto.

—Pues mañana mismo iremos allí. Quédese satisfecho con esto al menos por esta noche. Y descanse.

Le di la mano. Me la estrechó mecánicamente, absorto en sus propios pensamientos.

—¿No habré dicho ninguna inconveniencia en el salón, verdad? —preguntó de repente, mirándome con una rara suspicacia.

—Estaba usted muy fatigado —respondí a modo de consolación—. Nadie lo ha tenido en cuenta.

—¿Está usted segura?

—Totalmente segura. Buenas noches.

Salí de su habitación sintiéndome como me había sentido en la estación de Marsella. No estaba satisfecha con él. Su conducta me parecía muy rara.

De regreso a la sala no me encontré con nadie, salvo con la señora Finch. El rector, ofendida su dignidad, se había retirado sin otra alternativa a su propia habitación. Cené en paz; la señora Finch, meneando la cuna con un pie, charló por los codos, con gran contento de su corazón, acerca de todo lo acontecido en mi ausencia.

Aquí y allá, entre todas las cosas que mencionó, me fijé en algunos particulares que valdrá la pena señalar aquí.

El nuevo desacuerdo surgido entre el señor Finch y la señorita Batchford, que había hecho partir a la anciana señorita de la rectoría casi en el mismo instante en que llegó, se había originado en la exasperante compostura del primero cuando tuvo conocimiento de que su hija se había fugado. Dio por supuesto, cómo no, que Lucilla se había marchado de Ramsgate con Oscar, cuyos acuerdos firmados sobre su futura esposa estaban a buen recaudo, en posesión del señor Finch. Solo cuando la señorita Batchford se puso en contacto con Grosse, y cuando se siguió el descubrimiento de que Nugent, un hombre que no tenía ni un penique, era el que se había dado a la fuga con Lucilla, las preocupaciones paternas del señor Finch (al ver que no iba a recibir ningún dinero de todo el asunto) lo llevaron a pasar a la acción. Él, con la señorita Batchford y Grosse, habían hecho cada uno a su manera todo lo posible por localizar a los dos fugitivos, y todos ellos se habían quedado igualmente desconcertados al comprobar la imposibilidad de descubrir por sus propios medios la residencia de la señora mencionada en la carta de Nugent. El telegrama en el que anuncié mi regreso a Inglaterra, junto con Oscar, les había inspirado la primera esperanza de que alguien podría interceder para poner freno al matrimonio proyectado antes de que fuera demasiado tarde.

La esporádica aparición del nombre de Grosse en la deshilachada narración de la señora Finch me recordó lo que el rector me había dicho en la cancela de la rectoría. Aún no había recibido la carta que el alemán me había enviado y que debía esperarme a mi llegada a Dimchurch. Al cabo de una breve búsqueda, la encontramos allí donde el señor Finch la había arrojado con todo su desprecio, es decir, encima de la mesa.

La carta constaba de muy pocas palabras. Grosse me informaba de que estaba tan preocupado por Lucilla que había tenido incuso un ataque y lo había «visitado la gotas». Le resultaba imposible mover «un solo pies» sin sufrir de inmediato una tortura propia de las regiones del infierno. «Si es usted, mi buena, querida mujer, la que vaya a encontrarla —concluía—, venga primero a Londres. Tengo algo sumamente serio, muy sombrío, que decirle a propósito de los pobres ojos de la señorita Finch».

No hay palabras para expresar el modo en que me apenó esa última frase. La señora Finch incremento mi sensación de alarma y mi ansiedad al repetir lo que había oído decir a la señorita Batchford durante su breve visita a la rectoría a propósito de la vista de Lucilla. Grosse estaba seriamente descontento con el estado en que se encontraban los ojos de su paciente cuando los vio ya el día 4, y a la mañana del día siguiente la criada le había referido que Lucilla a duras penas era capaz de distinguir los objetos que estaban a la vista por la ventana de su habitación. Más avanzado ese mismo día, se marchó en secreto de Ramsgate, y la carta de Grosse demostraba que desde entonces no había contado con las debidas atenciones médicas.

Pese a estar sumamente cansada después del viaje, esta desgraciada noticia me impidió dormir durante buena parte de la noche. A la mañana siguiente me levanté con los criados, impaciente por ir cuanto antes a Londres.