CAPÍTULO XXV

Nugent desconcierta a madame Pratolungo

Yo distaba mucho de compartir la opinión que de Nugent Dubourg se había formado Lucilla.

A mis ojos, la enorme confianza que tenía en sí mismo era demasiado graciosa para resultar en modo alguno ofensiva. Me agradaban el espíritu y la alegría del joven. Se acercaba muchísimo más que su hermano al ideal de la valentía y la resolución que deberían distinguir a un hombre que estuviera en el lado bueno de los treinta años. En la medida en que mi experiencia me permitía intuirlo, Nugent era, de acuerdo con la frase popular inglesa, buena compañía, y Oscar no lo era en modo alguno. Mi nacionalidad me lleva a atribuir una gran importancia a las cualidades sociales del individuo. Las más elevadas virtudes del hombre solo se manifiestan ocasionalmente por pura compulsión, mientras sus cualidades sociales establecen relación con nosotros, con toda familiaridad, cada día de la vida. Me gusta la animación; estoy a favor de las cualidades sociales.

En aquellos primeros días existió un pequeño obstáculo que se interpuso entre mi natural simpatía y Nugent.

Me sentí manifiestamente incapaz de comprender la impresión que Lucilla había producido en él.

Esa misma inhibición que le había constreñido de manera tan acusada en su primer encuentro con ella siguió maniatándole durante el tiempo en que fueron conociéndose mejor el uno al otro. Cuando estaba en presencia de Lucilla nunca se le veía realmente animado. Siempre y cuando estuviera delante su hija, el señor Finch era capaz de vencerle en una discusión sin la menor dificultad. Incluso cuando alardeaba de sus hazañas e intenciones, y cuando nos hablaba de las maravillas que pretendía lograr con su pintura, bastaba la aparición de Lucilla para hacerle callar. El primer día en que me enseñó sus bocetos tomados en Norteamérica (y si el lector me preguntase en privado por mi opinión, los definiría como un montón de falsas pretensiones artísticas, fruto de un atrevido aficionado), estaba literalmente lanzado: iba de un lado a otro de la habitación, se daba palmadas en la frente, anunciaba con gran seriedad que pronto llegaría a ser «el gran pintor del porvenir» en el arte del paisajismo.

—Mi misión, madame Pratolungo, consiste en reconciliar a la humanidad con la naturaleza. Me propongo mostrar a una escala en verdad inmensa cómo puede adaptarse la naturaleza, en sus aspectos más grandiosos, a las necesidades espirituales de la humanidad. Para su alegría o para sus penas, la naturaleza tiene sutiles motivos de simpatía con usted, y tan solo es necesario saber dónde buscarlos. Mis cuadros, ¡no!, mis poemas de color, mejor dicho, se lo demostrarán a las claras. Multiplíquense mis obras, tal como sin duda han de multiplicarse por medio del grabado, ¿y en qué se convertirá el arte en mis manos? ¡En un sacerdocio! ¿Con qué apariencia he de presentarme ante el público? ¿Cómo un simple pintor de paisajes? ¡No! ¡Como el gran consolador!

En medio de su letanía, y hay que reseñar que al hablar se parecía de manera espléndida a Oscar cuando este se dejaba llevar por sus estallidos de excitación, es decir, en medio del torrente desbordante de sus predicciones en torno a su venidera grandeza artística, Lucilla entraba silenciosamente en la habitación. Bien: el «gran consolador» cerraba su cartapacio, dejaba de hablar de pintura en el acto, pedía que sonara la música y tomaba asiento en una esquina como si fuese el modelo mismo del decoro más convencional. Yo le preguntaba después por qué se había callado de ese modo cuando ella había entrado en la sala. «¡Ah!, ¿es que me he callado? —decía—. Pues no sé por qué». Aquello era realmente inexplicable. Nugent la admiraba con toda sinceridad; para comprobarlo, bastaba con fijarse en él cuando la estaba mirando. No tenía ni la más remota sospecha del desagrado que le inspiraba, pues ella lo ocultaba con gran cuidado por no lastimar los sentimientos de Oscar. Él sentía una genuina simpatía por Lucilla, se compadecía de su invalidez, y su enloquecida idea de que tal vez fuera posible devolverle la facultad de la vista no era sino un resultado natural de lo que realmente sentía por ella. No era contrario al matrimonio de su hermano; antes bien, irritó incluso la dignidad del rector (casi a cada paso ofendía al señor Finch) cuando le sugirió que tal vez conviniese adelantar la fecha de la boda. Yo misma le oí decírselo con estas palabras: «La iglesia está ahí cerquita. ¿Por qué no se pone usted la sobrepelliz y, mañana mismo, después del desayuno, hace a Oscar el hombre más feliz del mundo?». Más aún, manifestó un vivísimo interés, un interés más propio quizás de una mujer que de un hombre, en conocer cómo había comenzado el amor entre Oscar y Lucilla. En lo tocante a Oscar, le remití a su propio hermano, pues sin duda sería su fuente de información más fiable. No renunció a consultarle sobre este particular. No me reconoció que tuviera la menor dificultad en hacerlo. Simplemente prescindió de Oscar por el momento y me preguntó por Lucilla. ¿Cómo había empezado el amor por su parte? Yo le recordé la romántica situación de su hermano en Dimchurch y le sugerí que juzgase por sus propios medios el efecto que tal situación produciría en la imaginación de una jovencita excitable. Rehusó juzgar por sus propios medios; persistió en recurrir a mí. Cuando le conté la breve historia de amor entre los dos jóvenes, hubo un hecho que pareció dejar una gran impresión en él. El efecto que produjo en Lucilla la voz de su hermano, la primera vez que la oyó, se alojó de manera un tanto extraña en su mente. No conseguía comprenderlo; lo ridiculizaba; rehusaba creer que fuera cierto. Me vi obligada a recordarle que Lucilla era ciega, y que el amor que en tantos otros casos suele encontrar su camino hacia el corazón a través de los ojos, en su caso solamente podría abrirse paso a través de los oídos. La explicación que de este modo le ofrecí pareció surtir efecto; al menos, le dio qué pensar. «¡Su voz! —dijo para sus adentros, pues seguía dando vueltas al asunto—. Todo el mundo señala que mi voz es exactamente igual a la de Oscar —añadió, y de pronto se dirigió a mí—. ¿A usted también se lo parece?». Le respondí que no cabía la menor duda. Se levantó de su silla con un rápido estremecimiento, como un hombre que tiembla de frío, y cambió de conversación. A la siguiente ocasión en que Lucilla y él estuvieron juntos, lejos de sentirse más en familia con ella, estuvo más inhibido que nunca. Tal como habían empezado las cosas entre los dos, parecía muy probable que siguieran así hasta el final. Cuando estaba conmigo, se le veía siempre a sus anchas. Con Lucilla, nunca.

¿Cuál sería la conclusión evidente que una persona de mi experiencia debería haber extraído de todo esto?

Ahora sé muy bien cuál era. En aquel momento, por deberme a mi juramento de mujer honesta, no logré darme cuenta. Si el lector me permite que se lo recuerde, no siempre somos coherentes con nosotros mismos. Hasta las personas más inteligentes tienen ocasionales resbalones y se precipitan en la más absoluta estupidez, tal como en las personas de pocas luces a veces resplandece la luz de la inteligencia. Uno puede haberse conducido con la sensatez de costumbre en los asuntos tratados el lunes, el martes y el miércoles de la misma semana, pero en modo alguno se sigue de ello que el jueves esté libre de cometer una rematada idiotez. Da lo mismo cómo se quiera explicar, pues lo cierto es que durante muchísimo más tiempo de lo que convendría reconocer a mi autoestima, no sospeché nada y nada descubrí. Su comportamiento en presencia de Lucilla me pareció un comportamiento extraño y difícil de explicar, pero nada más.

Durante la primera quincena que pasó Nugent en Browndown, vino el médico de Londres a visitar a Oscar.

Se marchó completamente satisfecho por los resultados alcanzados mediante su tratamiento. La temible enfermedad de la epilepsia ya no iba a ser una tortura para el paciente ni un motivo de continuos sobresaltos para sus amistades: podía celebrarse el matrimonio en la fecha convenida. Oscar estaba curado.

La visita del médico, que reavivó nuestro interés por observar los efectos del medicamento, también reavivó el asunto de la falsa postura en que se hallaba Oscar con respecto a Lucilla. Nugent y yo mantuvimos un debate sobre este particular. Abrí yo el intercambio de pareceres sugiriendo que deberíamos aunar nuestras fuerzas para persuadir a su hermano de que adoptara una actitud franca y viril. Nugent no dijo ni que sí ni que no a esa propuesta, al menos de entrada. A pesar de que era un hombre capaz de decidirse sin previo aviso en lo tocante a cualquier asunto, esta vez se tomó su tiempo para llegar a una resolución.

—Antes hay algo que deseo saber —dijo—. Deseo comprender en qué consiste esa curiosa antipatía de Lucilla, que mi hermano contempla con tanta alarma. ¿Puede usted explicármela?

—¿No ha intentado Oscar explicársela? —pregunté yo por mi parte.

—La mencionó en una de sus cartas e intentó explicármela cuando le pregunté, a mi llegada a Browndown, si Lucilla había descubierto el cambio que se había obrado en la coloración de su piel. Sin embargo, no fue capaz de satisfacer del todo mis dificultades para comprender el asunto.

—¿Y qué dificultades son esas?

—Es bien simple. Por lo que yo alcanzo a ver, Lucilla no es capaz, de descubrir intuitivamente la presencia de una persona de tez oscura en una habitación, y tampoco percibe los colores oscuros que pueda haber en los ornamentos de una habitación. Solamente se declara su prejuicio cuando se le dice de forma expresa que tales personas o tales objetos están en su presencia. ¿En qué estado anímico surge ese extraño sentimiento? Parece más bien imposible que ella tenga una asociación consciente con los colores, ya sea placentera o dolorosa, si es cierto que se quedó ciega cuando solo tenía un año de edad. ¿Cómo se explica? ¿Es posible que de veras exista una antipatía puramente instintiva, que permanece pasiva hasta que las influencias exteriores la despiertan, y que tampoco tiene su fundamento en ninguna clase de experiencia práctica?

—Yo creo que sí, que puede existir algo así —repuse—. Si no, cuando yo era una niña que apenas había aprendido a caminar, ¿por qué me amedrentaba ante el primer perro que me ladrase? A esa edad, ni por experiencia propia ni porque me lo hubiera enseñado nadie podía yo saber que el ladrido de un perro es en ocasiones el preludio a la mordedura de un perro. No me cabe duda de que, en tal situación, mi terror era puramente instintivo.

—Muy ingenioso —respondió—, pero sigo sin estar del todo satisfecho.

—También debe usted recordar —continué— que ella sí tiene en su fuero interno una asociación manifiestamente dolorosa con los colores oscuros, al menos en ciertas ocasiones. A veces le producen una desagradable impresión nerviosa mediante el sentido del tacto. De esa manera descubrió que yo llevaba un vestido oscuro el día en que nos conocimos.

—Y a pesar de ello, cuando palpa la cara de mi hermano no consigue percibir que se haya producido ninguna alteración en ella.

A esa objeción también encontré yo una explicación satisfactoria, que a él en cambio no le convenció.

—No estoy ni mucho menos segura —dije— de que no hubiera hecho ese descubrimiento si le hubiese tocado la cara por primera vez después de que le hubiese cambiado el color. En cambio, cuando lo examina ahora ya tiene una impresión formada en su cabeza, una impresión que procede de la experiencia anterior que tuvo al palparle la piel. Téngase en cuenta la influencia modificadora de esa impresión en su sentido del tacto, y recuérdese al mismo tiempo que es el color, no la textura de la piel, lo que ha cambiado. Así las cosas, a mi juicio es perfectamente inteligible que ese hecho escape a su percepción.

Nugent meneó la cabeza, reconociendo que no podía poner en duda mi visión de las cosas, pero no por ello se dio por satisfecho.

—¿Ha hecho usted alguna indagación —preguntó— acerca del periodo de su niñez anterior a la ceguera? Tal vez todavía sienta indirecta e inconscientemente el efecto de cierta conmoción en su sistema nervioso, procedente de la época en que sí podía ver.

—Nunca se me ha ocurrido hacer esa clase de indagaciones.

—¿Hay a nuestro alcance alguien que tuviera una relación familiar con ella durante su primer año de vida? Me temo que será improbable, con el tiempo que ha transcurrido.

—Sí, en la casa hay, una persona que tuvo una estrechísima relación con ella —respondí—. Su vieja nodriza, Zillah, todavía vive.

—Hágala llamar inmediatamente.

Se presentó Zillah donde estábamos. Tras explicarle qué deseaba de ella, Nugent abordó sin más tardanza la indagación que tenía en mente.

—Cuando no era más que un bebé, ¿tenía miedo su joven señora de las personas de tez oscura o de las cosas oscuras que presentasen ante ella sin previo aviso?

—¡No, nunca, señor! Tuve buen cuidado de que no le rondase nada que pudiera asustarla… Al menos mientras la pobrecilla todavía disfrutaba de la vista.

—¿Está usted bien segura de su memoria?

—Plenamente segura, señor, siempre que se trate de algo ocurrido hace mucho tiempo.

Permitió que Zillah volviera a sus quehaceres. Nugent, que hasta ese momento se había mostrado grave e insólitamente ansioso, se volvió hacia mí con aire de encontrarse muy aliviado.

—Cuando me propuso usted que aunáramos nuestras fuerzas para convencer a Oscar de que dijera la verdad —comentó—, no estaba yo muy seguro de las consecuencias que podría tener eso. Después de lo que acabo de saber, ya no tengo ningún temor.

—¿Qué temor? —pregunté.

—El temor de que la confesión de Oscar produzca un distanciamiento entre ellos dos, y de que eso tal vez pueda retrasar aún más el matrimonio. Estoy en contra de cualquier retraso que pueda producirse. Me importa especialmente que el matrimonio de Oscar no se demore más. Cuando comenzamos nuestra conversación, reconocí ante usted que yo era de la misma opinión que él, en el sentido de que sería preferible que el matrimonio le asegurase la posición que ocupa en el afecto de Lucilla antes de correr el riesgo de revelarle la verdad. Ahora, después de lo que nos ha dicho la anciana nodriza, creo que no existe ningún riesgo digno de consideración.

—En resumidas cuentas —dije—, ¿está usted de acuerdo conmigo?

—Estoy de acuerdo con usted… Aunque sigo siendo el hombre más fiel a sus convicciones que ha pisado la tierra. Diríase que ahora todo está a favor de Oscar: la antipatía de Lucilla no es lo que yo me temía que fuese, una antipatía con firme raigambre en una enfermedad que afectase a su propia constitución. No tiene mayor gravedad —dijo Nugent como si estuviera decidiendo el asunto de una vez por todas, con el aire de un profesional que fuera un profundo conocedor de la fisiología humana—, no tiene mayor gravedad que una caprichosa querencia, un mórbido accidente producido por su ceguera. Tal vez viva lo suficiente para superar esa deficiencia, yo desde luego creo que habrá de superarla si es que puede recobrar la facultad de la vista. En dos palabras, después de lo que he descubierto esta mañana debo suscribir lo que usted dice. Oscar está haciendo una montaña de un simple grano de arena. Hace ya mucho tiempo que debería haberse sincerado con Lucilla. Yo tengo una ilimitada influencia sobre él, y le aseguro que pienso respaldar la influencia que usted tiene. Oscar pondrá las cosas en claro antes del próximo fin de semana.

Nos dimos la mano para sellar nuestro pacto. Mientras lo contemplaba, tan brillante y tan valiente y tan resuelto, exactamente igual que Oscar, tal como yo habría deseado que fuese el propio Oscar, he de reconocer no sin vergüenza que, en privado, lamenté que no nos hubiésemos encontrado con Nugent a la luz del crepúsculo aquella tarde en que se abrieron para Lucilla las puertas de una nueva vida.

Habiéndonos dicho el uno al otro todo lo que nos teníamos que decir, ya que nuestros dos amantes estaban juntos, lejos de nosotros, pues habían ido a dar un paseo por las colinas, nos despedimos para el resto del día, o al menos eso supuse yo entonces. Nugent fue a la taberna para ver con el dueño un establo que pretendía convertir en su estudio, pues no había en Browndown una sola habitación que fuera ni la mitad de grande de lo que él necesitaba, según dijo, para plasmar el primer cuadro con el que «el gran consolador» del arte se proponía asombrar al mundo entero. En cuanto a mí, como no tenía nada que hacer, salí a ver si me encontraba con Oscar y con Lucilla a la vuelta de su paseo.

Al no conseguir localizarlos, volví pasando por Browndown. Nugent estaba sentado a solas sobre el murete del frente de la casa, fumando un cigarro. Se puso en pie y salió a recibirme con el dedo misteriosamente puesto sobre los labios.

—No debe usted entrar —dijo—, no debe hablar en voz alta, no sea que la oigan. —Señaló a la vuelta de la esquina, hacia la pequeña habitación del lateral de la casa que yo ya conocía y que ya he comentado en estas páginas—. Oscar y Lucilla están encerrados ahí dentro, y Oscar le está haciendo su confesión en este preciso instante.

Alcé las manos y levanté la mirada de puro asombro. Nugent prosiguió su parrafada.

—Veo que desea usted saber cómo ha salido todo. Y lo sabrá a su debido tiempo. Mientras estaba yo mirando el establo (que no es ni la mitad de grande de lo que necesito para mi estudio, por desgracia), el criado de Oscar me trajo una nota manuscrita, en la que me encarecía, en nombre de Oscar, a reunirme con él directamente en Browndown. Aquí me estaba esperando, y estaba terriblemente agitado. Me advirtió, tal como yo acabo de advertirle a usted, que no hablase en voz alta. Y me lo advirtió por la misma razón. Lucilla estaba en la casa…

—Pensé que habían salido los dos a dar un paseo —le interrumpí.

—Y fueron a dar un paseo, en efecto, pero Lucilla se quejó de que estaba cansada, y Oscar la trajo a Browndown a descansar. Bien. Le pregunté qué sucedía, y en su respuesta me informó de que el secreto de la coloración de la piel de Oscar había llegado por segunda vez a oídos de Lucilla.

—¡Otra vez fue Jicks! —exclamé.

—No, no fue Jicks esta vez, sino el propio criado de Oscar.

—¿Cómo ocurrió?

—Ocurrió por medio de uno de los muchachos del pueblo. Oscar y Lucilla se encontraron al diablillo, que estaba gritando a voz en cuello delante de la casa. Le preguntaron qué sucedía; el diablillo les dijo que el criado de Browndown le había apaleado. Lucilla se indignó. Insistió en que investigaran el suceso. Oscar la dejó en la sala de estar (por desgracia, según se vio después, sin cerrar la puerta), llamó al hombre por el pasillo y le preguntó qué se había propuesto al maltratar al muchacho. El hombre le contestó que «le he tirado de las orejas, señor, para dar ejemplo a todos los demás». «¿Por qué? ¿Qué había hecho?», preguntó Oscar. «Llamó a la puerta con un palo, señor, y no es el primero que hace tal cosa cuando usted no está en la casa, y preguntó si estaba Carazul». Lucilla oyó todas y cada una de estas palabras a través de la puerta entreabierta. ¿Quiere que le cuente lo que sucedió a continuación?

No hizo ninguna falta que me relatase esa parte de la historia. Demasiado bien recordaba yo lo que había ocurrido en la anterior ocasión, en el jardín. Comprendí con toda claridad que Lucilla debía de haber relacionado mentalmente un suceso con el otro, y seguramente sus sospechas la llevaron a pasar a la acción, como era de esperar.

—Entiendo —dije—. Lógicamente, ella insistió en que Oscar le diera una explicación. Lógicamente, Oscar se puso en una situación comprometida mediante alguna torpe excusa, y quiso que usted acudiese en su ayuda. ¿Qué hizo usted?

—Lo que le dije que debería hacer esta misma mañana. Él contaba con la confianza de que yo me pondría de su parte. Fue una pena verlo, ¡pobrecillo! Aun así, y sobre todo pensando en su propio bien, me negué a ceder. Dejé en sus manos la decisión de que fuera él mismo quien le diera la explicación de la verdad o de que fuera yo el encargado de decírselo. No había ni un momento que perder; ella no estaba de humor, no era el momento para andarse por las ramas, se lo aseguro. Oscar se condujo francamente bien y afrontó la situación; siempre se conduce así de bien cuando lo arrincono. Dicho en dos palabras, fue tan hombre como para reconocer que él era el más indicado, si no el único para poner las cosas en limpio, y que no me correspondía a mí. Le di al pobre un abrazo para que se animara, le di un empujón para que entrase en la habitación, cerré la puerta a sus espaldas y me vine aquí. Ya tendría que haber terminado a estas horas. ¡Mire, ya lo ha hecho! ¡Por ahí viene!

Oscar salió corriendo, sin sombrero, por la puerta de la casa. Al acercarse a nosotros se notaba que estaba agitado, y supe entonces que algo había salido mal antes incluso de que despegase los labios.

Nugent fue el primero en hablar.

—¿Qué se ha torcido ahora? —preguntó—. ¿Le has dicho la verdad?

—He intentado decirle la verdad.

—¿Qué lo has intentado? ¿Qué quieres decir?

Oscar rodeó a su hermano con el brazo por los hombros y apoyó la cabeza en él sin responder, palabra.

También yo le hice una pregunta.

—¿Es que Lucilla se ha negado a prestarle atención? —dije.

—No.

—¿Ha dicho o ha hecho algo que…?

Alzó la cabeza que había reposado en el hombro de su hermano y me hizo callar antes de terminar la frase.

—No tiene de qué preocuparse, al menos por Lucilla. Su curiosidad ha sido satisfecha.

Nugent y yo nos miramos uno al otro completamente perplejos. Lucilla lo había oído todo; la curiosidad de Lucilla había sido satisfecha. Oscar tenía que comunicarnos ese resultado increíblemente feliz, y nos lo anunció con una mirada de humillación, con un tono de indudable desesperación. A Nugent se le agotó la paciencia.

—A ver si ponemos punto final a esta condenada confusión —dijo a la vez que apartaba a Oscar de su lado con un gesto de aspereza—. Quiero una respuesta bien clara a una pregunta no menos clara. Lucilla sabe que el muchacho llamó a la puerta y que preguntó si Carazul estaba en la casa. ¿Sabe a qué se refería el muchacho con semejante impudicia, sí o no?

—Sí.

—¿Y sabe que eres tú ese Carazul?

—No.

—¡¡¡No!!! Entonces, ¿quién cree que es?

Cuando hacía esta pregunta, Lucilla asomó por la puerta de la casa. Volvió su cara ciega a un lado, inquisitivamente, y luego al otro.

—¡Oscar! —llamó—. ¿Por qué me has dejado sola? ¿Dónde estás?

Oscar se volvió, tembloroso, hacia su hermano.

—¡Por Dios Santo, Nugent! ¡Perdóname! —dijo—. ¡Cree que eres tú!