CAPÍTULO XXXVIII
¿Es que no tiene disculpa?
El criado despedido por Oscar (que iba a quedarse durante un mes de cortesía, como es costumbre, al cargo de la casa) fue quien me abrió la puerta. Aunque ya era una hora bastante tardía, y más en un lugar tan primitivo como Dimchurch, el hombre no dio muestras de sorpresa al verme.
—¿Está en casa el señor Nugent Dubourg?
—Sí, señora. —Bajó el tono de voz antes de seguir hablando—. Creo que el señor Nugent la estaba esperando esta noche.
Tanto si era su intención como si no, el criado me había prestado un buen servicio: me había puesto en guardia. Nugent Dubourg comprendía mi carácter mejor que yo el suyo. Había sido capaz de prever lo que iba a suceder cuando yo me enterase de la visita de Lucilla a Browndown nada más regresar a la casa rectoral, y no cabía la menor duda de que se había preparado en consecuencia. Fui consciente de tener un leve temblor nervioso, lo reconozco, mientras seguía al criado camino de la sala de estar. Sin embargo, en el momento en que me abrió la puerta desapareció esta innoble sensación de forma tan brusca como había aparecido. Me sentí de nuevo la viuda de Pratolungo cuando entré en la estancia.
La única luz que había sobre la mesa era una lámpara de lectura con la pantalla bajada. Al lado de la lámpara, Nugent Dubourg reposaba cómodamente en un sillón, con un cigarro en la boca y un libro en la mano. Dejó el libro sobre la mesa para ponerse en pie y recibirme. A esas alturas ya sabía yo con qué clase de hombre tenía que habérmelas, así que decidí que ni siquiera las menores trivialidades se me escaparan. Tal vez cada cosa tuviera alguna utilidad para ayudarme a comprenderlo, y por eso quise saber en qué había ocupado su pensamiento mientras esperaba mi llegada. Miré el libro. Eran las Confesiones de Rousseau.
Avanzó hacia mí con su sonrisa más risueña y me tendió la mano como si no hubiese ocurrido nada que pudiera perturbar nuestras relaciones habituales. Di un paso atrás y lo miré a los ojos.
—¿Es que no va a darme la mano? —preguntó.
—A eso le contestaré de inmediato —dije—. ¿Dónde está su hermano?
—No lo sé.
—Pues cuando lo sepa, señor Nugent Dubourg, y cuando haya traído a su hermano a esta casa, yo le daré la mano. Antes, ni lo sueñe.
Hizo una resignada inclinación de cabeza, aunque no sin encoger satíricamente los hombros, y me preguntó si me podía ofrecer una silla.
Tomé la silla yo por mi cuenta y la coloqué con la intención de que me encontrase frente a él cuando volviera a sentarse.
Se abstuvo de sentarse de inmediato y miró hacia la ventana abierta.
—¿Quiere que tire mi cigarro? —dijo.
—Por mí no. No tengo ningún reparo contra los que fuman.
—Gracias.
Ocupó su sillón, donde su rostro quedaba parcialmente oscurecido gracias a la pantalla de la lámpara. Tras fumar durante unos instantes volvió a tomar la palabra, pero sin volverse para mirarme.
—¿Me permite preguntarle a qué se debe que me honre usted con su visita?
—Tengo dos propósitos. El primero es cerciorarme de que se marche usted de Dimchurch mañana por la mañana. El segundo es obligarle a que restituya a su hermano a su prometida.
Se volvió hacia mí en el acto. Por la experiencia que tenía de mi temperamento irritable, no estaba preparado para la perfecta compostura ni para la voz equilibrada con que respondí a su pregunta. Miró la brasa de su cigarro y volvió a mirarme, y luego tiró la ceniza, se paró a considerar y se tomó su tiempo antes de dirigirme de nuevo la palabra.
—Abordaremos la cuestión de mi marcha de Dimchurch en seguida —dijo—. ¿Ha recibido usted carta de Oscar?
—Sí.
—¿La ha leído?
—La he leído.
—Entonces ya sabe que nos entendemos el uno al otro.
—Lo único que sé es que su hermano se ha sacrificado, y que usted se aprovecha con vileza de su sacrificio.
Se sobresaltó y volvió a mirarme. Vi que algo había en mis palabras, o en mi tono de voz, que le había aguijoneado.
—Tiene usted sus privilegios por ser una señora —dijo—, pero es preferible que no vaya demasiado lejos. Lo que Oscar ha hecho, lo ha hecho por su propia voluntad.
—Lo que Oscar ha hecho —respondí— es una estupidez lamentable y un cruel error. Sin embargo, por pervertido que sea su acto, hay algo muy generoso y muy noble en los motivos que le han llevado a hacerlo. En cuanto a su conducta en este asunto, no veo más que mezquindad, no veo más que cobardía en los motivos que a usted lo han guiado.
Se puso en pie y arrojó el cigarro a la chimenea apagada.
—Madame Pratolungo —dijo—, no tengo el honor de saber nada de su familia. No puedo pedir explicaciones a una mujer que me ha insultado. ¿Tiene usted algún hombre emparentado con usted, sea en Inglaterra o en el extranjero?
—Tengo algo que servirá igual de bien en esta ocasión —repliqué—. Tengo un hondo desprecio por las amenazas de toda clase, y tengo la firme resolución de decirle todo lo que pienso.
Se dirigió a la puerta y la abrió.
—Me niego a darle la oportunidad de decir nada más —repuso él—. La dejo dueña de la estancia y le deseo buenas noches.
Abrió la puerta. Había llegado yo a su casa armada de una última y desesperada resolución que solo debía serle comunicada a él, o a quien fuese, en caso de emergencia y en el ultimísimo momento. Había llegado el momento de decir lo que yo había tenido la esperanza, en el fondo de mi corazón, de no decir jamás.
Me puse en pie y lo detuve cuando ya se marchaba de la habitación.
—Regrese a su sillón y a su lectura —dije—. Nuestra entrevista ha terminado. Al marcharme de la casa, tengo una última palabra que decirle. Está perdiendo el tiempo si se queda en Dimchurch.
—De eso seré yo el mejor juez —respondió a la vez que me dejaba sitio para salir.
—Perdóneme, pero no está usted en posición de juzgar nada en absoluto. No sabe usted qué me propongo hacer tan pronto regrese a la casa rectoral.
Cambió en el acto de postura, y se colocó ante la puerta, de modo que me impidió salir de la habitación.
—¿Qué es lo que se propone usted hacer? —preguntó sin quitarme los ojos de encima.
—Me propongo obligarle a que se marche de Dimchurch.
Se echó a reír con insolencia. Yo conservé la calma de antes.
—Esta mañana se ha hecho usted pasar por su hermano ante Lucilla —le dije—. Es la última vez, señor Nugent Dubourg, que hace tal cosa.
—¿Ah, sí? ¿Y quién me impedirá que lo vuelva a hacer?
—Yo.
Esta vez se lo tomó en serio.
—¿Usted? —dijo—. ¿Y cómo va a controlarme usted, si tiene la bondad de decírmelo?
—Puedo controlarle por medio de Lucilla. En cuanto vuelva a la casa rectoral, puedo decirle a Lucilla la verdad, y desde luego que se la diré.
Se sobresaltó y se calmó al instante.
—Se olvida usted de algo, madame Pratolungo. Se olvida de lo que nos ha indicado el cirujano que la atiende.
—No solo no me olvido, sino que lo recuerdo perfectamente. Si hacemos o decimos algo que agite a su paciente en su actual estado, el cirujano se niega a responder de las consecuencias.
—¿Y bien?
—Y bien… Entre la alternativa de dejarle a usted entera libertad para romperles a los dos el corazón o desafiar la advertencia del cirujano, por terrible que sea mi elección, y lo es, debo anunciarle que ya está hecha. Y se lo digo a la cara: prefiero ver a Lucilla ciega antes que convertida en su esposa.
La estimación que había hecho él de la fuerza con que contaba se había basado necesariamente en una sola convicción, a saber, la convicción de que la autoridad profesional de Grosse bastaría para hacerme callar. Yo acababa de hacer pedazos sus cálculos. Se puso tan terriblemente pálido que, aunque era difusa y escasa la luz, vi que le había cambiado la cara.
—¡No la creo! —dijo.
—Preséntese mañana mismo en la rectoría —respondí—, y lo verá usted con sus propios ojos. No tengo nada más que decirle. Permítame salir.
Tal vez suponga el lector que yo solamente había tratado de asustarlo. No, no hice nada de eso. Se me podrá culpar o se podrá aprobar mi conducta, eso es cosa de cada cual, pero cuando le hablé así tan solo quise expresar la resolución que había tomado en mi fuero interno. Que mi valor no hubiera menguado e incluso que no hubiera desaparecido por el camino de Browndown a la casa rectoral, que hubiera yo retrocedido hasta desdecirme cuando de hecho me viera en presencia de Lucilla, eso es algo que no puedo aventurarme a precisar. Lo único que digo es que, presa de la desesperación, me proponía en serio hacer lo que había dicho en el momento en que amenacé con hacerlo. Y Nugent Dubourg oyó en mi voz algo que sin duda le hizo ver que iba muy en serio.
—¡Es usted un monstruo! —estalló dando un paso hacia mí con la furia en los ojos.
Todo el apasionado fervor del amor que ese mísero desdichado sentía por Lucilla lo sacudió de la cabeza a los pies, y el horror que yo le inspiraba solo encontró esa manera de expresarse en sus labios.
—Ahórrese la opinión que le pueda merecer mi carácter —dije—. No cuento con que comprenda usted los motivos de una mujer honrada. Por última vez, ¡permítame salir!
En vez de franquearme el paso, cerró la puerta con llave y guardó esta en el bolsillo. Hecho esto, señaló la silla que había ocupado yo.
—Siéntese —dijo. De pronto, le falló la voz, y así noté que su estado anímico había variado—. Permítame un minuto para tranquilizarme.
Volví a mi sitio. Él ocupó otra silla al otro lado de la mesa, Y se cubrió la cara con las manos. Esperamos un rato en silencio. Lo miré una o dos veces a medida que pasaban los minutos. La pantalla de la lámpara arrancaba un tenue brillo a algo que tenía entre los dedos. Me levanté sin hacer ruido y me estiré sobre la mesa para mirarlo más de cerca. ¡Lágrimas! Doy mi palabra de honor de que eran lágrimas lo que trataba de abrirse paso entre sus dedos, con los que se había cubierto la cara. Había estado yo a punto de hablar, pero volví a sentarme en silencio.
—Diga qué es lo que pretende de mí. Dígame qué es lo que quiere que haga.
Estas fueron sus primeras palabras. Las dijo sin mover las manos; las dijo sin moverse, con tanta tristeza, con tanto pesar y tanta desesperación, con tal resignación en su voz, y sin asomo de quejas, que yo misma, que había entrado en aquella sala odiándolo, me volví a poner en pie y di la vuelta para acercarme a su silla. Yo, que tan solo un minuto antes, si hubiera tenido la fuerza, lo habría golpeado para que cayera a mis pies, le puse la mano en el hombro y me compadecí de él en el fondo de mi corazón. ¡Así somos las mujeres! ¡He aquí un ejemplo de nuestra sensatez y de nuestra firmeza, y de cómo dominamos nuestros propios impulsos!
—No sea injusto, Nugent —dije—. Compórtese con honor. Sea tal como yo pensé que era usted. Eso es lo único que quiero de usted.
Dejó caer ambos brazos sobre la mesa, y su cabeza cayó sobre ellos. Se echó a llorar convulsivamente. Era en ese momento tan parecido a su hermano que también podría haber imaginado que incluso yo los había confundido a uno con el otro. «¡He aquí a Oscar de nuevo —me dije para mis adentros—, igual que el primer día que hablé con él en esta misma sala!».
—Vamos —le dije cuando vi que se sosegaba—. Terminaremos por entendernos y respetarnos el uno al otro.
Con irritación, me quitó la mano que había puesto sobre su hombro y apartó la cara de la luz.
—No hable usted de comprenderme —dijo—. Toda su simpatía es para Oscar. Él es la víctima, él es el mártir, él cuenta con toda su consideración y con toda su piedad. Yo soy un cobarde, un villano. No tengo honor, no tengo corazón. Pisotéeme como si fuera un reptil. ¡Lo único que merezco es mi desdicha! ¿Cómo va a malgastar su compasión con un sinvergüenza como yo?
Me sentí absolutamente desconcertada, sin saber qué contestarle. Todo lo que él había dicho en su contra lo había pensado yo con anterioridad. ¿Por qué no? Se había comportado de manera infame; tenía bien merecida mi justa indignación. Y sin embargo, pese a todo, a veces es sumamente difícil para una mujer, por mal que se haya conducido un hombre, insistir en no perdonarlo, sobre todo si sabe que hay una mujer en el fondo de la cuestión.
—Al margen de lo que yo pueda pensar de usted —dije—, todavía está en su mano, Nugent, reconquistar el antiguo respeto que yo le tenía.
—¿Lo está? —respondió con desdén—. No, ya sé yo que no. No está usted hablando con Oscar; está usted hablando con un hombre que tiene cierta experiencia de las mujeres. Sé muy bien que todas ustedes persisten en sus opiniones por el mero hecho de que son sus opiniones, sin preguntarse siquiera si están en lo cierto o si se equivocan. Hay hombres que podrían comprenderme y compadecerse de mí. Eso no podría hacerlo ninguna mujer. Las mejores, las más listas, no saben qué es el amor… tal como lo siente un hombre. Ese frenesí de ustedes no es el nuestro. En una mujer el amor reconoce limitaciones; en un hombre todo lo revienta. Le roba la inteligencia, el honor, el respeto de sí mismo; le pone a la altura de las bestias; lo rebaja a la más completa imbecilidad; lo empuja a la locura incluso. Le digo que no soy responsable de mis actos. Si de veras quisiera usted ser amable conmigo, debería encerrarme en un manicomio. Lo mejor que podría hacer por mí mismo es cortarme el cuello. ¡Oh, sí! Sé que es una forma de hablar un tanto chocante, ¿verdad? Debería rebelarme y plantar resistencia, tal como dice usted. Debería saber dominarme. ¡Ja, ja, ja! He aquí una mujer inteligente, una mujer experimentada. Y a pesar de los pesares, a pesar de que me ha visto cientos de veces en compañía de Lucilla, ¡ni una sola vez ha detectado los signos de la lucha que sostengo! Desde el primer momento en que vi a esa criatura celestial, mi vida no ha sido más que una prolongada pugna contra mí mismo, un tormento infernal de vergüenza y remordimiento, y esta inteligente amiga mía ha observado tan poco y sabe tan poca cosa que solamente es capaz de interpretar mi conducta bajo una única luz: ¡como la de un cobarde y un villano!
Se levantó y dio una vuelta por la sala. Como es natural, o al menos eso creo, me sentí irritada por su manera de expresarse. ¡Que un hombre se jacte de saber del amor más que una mujer…! ¿Habráse visto alguna vez una perversión de la verdad tan monstruosa? ¡Apelo a las mujeres!
—Debería ser usted la última persona que me culpase de algo —dije—. Tenía de usted una opinión demasiado alta para sospechar lo que estaba ocurriendo, pero nunca más volveré a cometer ese error. ¡Se lo prometo!
Volvió y se detuvo delante de mí, para mirarme intensamente cara a cara.
—¿De veras quiere decir que no vio nada que le diera qué pensar, ya desde el mismo día en que la conocí? —preguntó—. Usted estaba en la misma estancia. ¿No se dio cuenta de que me había dejado pasmado? ¿No se fijó en nada que le pareciera sospechoso una vez pasado el tiempo? Mientras yo padecía toda clase de martirios tan solo con mirarla, ¿no se me notaba nada que dijera por sí solo lo que estaba sucediendo?
—Me fijé en que con ella nunca estaba usted a sus anchas —repuse—, pero a usted le tenía yo un gran aprecio y en usted tenía confianza. Por eso no logré entender lo que sucedía. Y eso es todo.
—¿Tampoco pudo entender todo lo que sucedió después? ¿Acaso no hablé incluso con su propio padre? ¿No traté yo de lograr que el matrimonio de Oscar se celebrase cuanto antes?
Era cierto. Lo había intentado.
—La primera vez que dijimos que mi hermano le hablase a Lucilla de su decoloración, ¿no me mostré de acuerdo con usted en que él debía poner las cosas en claro y sincerarse con ella cuanto antes para defender sus propios intereses?
También era cierto. Habría sido imposible negar que se puso de mi parte en ese aspecto.
—Cuando Lucilla estuvo a punto de descubrirlo por sus propios medios, ¿qué otros medios se emplearon para obligarle a él a que lo reconociera? ¡Los míos! ¿Qué hice yo cuando él trató de confesar, aunque fracasara en su intento de que ella lo entendiese? ¿Qué hice cuando ella cometió el error de creer que era yo el hombre desfigurado?
La audacia de esa íntima pregunta me dejó sin respiración.
—Usted contribuyó con su crueldad a engañarla —respondí indignada—. Usted cometió la vileza de dar alas a su hermano en su fatal política de guardar silencio.
Me miró con tal enojo y tal perplejidad que sobrepasó el enojo y la perplejidad que yo sentía.
—¡Hay que ver la delicadeza de percepción que tienen las mujeres! —exclamó—. ¡Hay que ver el prodigioso sentido del tacto que tan privativo es de su sexo! ¿Es que tan solo puede ver un motivo perverso en el hecho de que yo me sacrificara por Oscar?
Tenuemente empecé a discernir que tal vez existiera algún motivo no necesariamente perverso que justificara su conducta, pero… ¡en fin! Me atrevo a afirmar que me había equivocado. Me fastidió el tono en que me hablaba; habría preferido reconocer ante cualquier otra persona que había cometido un error; no quise reconocerlo delante de él. ¡Así es!
—Recuerde cómo fueron las cosas aunque solo sea un momento —siguió diciendo en un tono más tranquilo y más cortés—. Vea con qué dureza me ha juzgado. Yo aproveché la oportunidad, y le juro que es verdad: aproveché la oportunidad de convertirme para ella en un objeto que tan solo le inspiraba horror, y lo hice nada más tener noticia de la equivocación que había cometido. Sentí dentro de mí que cada vez era menos capaz de rehuirla, y aproveché la oportunidad de que fuese ella quien me rehuyera. ¡Hice eso e hice muchas cosas más! Pedí encarecidamente a Oscar que me permitiese marchar de Dimchurch. Él me rogó, en nombre de nuestro amor fraterno, que me quedara. No pude resistirme. En todo esto, ¿dónde ve usted las huellas del comportamiento de un sinvergüenza? ¿Se habría delatado un sinvergüenza ante usted, tal como hice yo al menos una docena de veces en el transcurso de aquella conversación que tuvimos en el invernadero? Recuerdo haberle dicho exactamente con estas palabras que ojalá no hubiera venido nunca a Dimchurch. ¿Qué razones, salvo una sola, podían justificar que le dijera tal cosa? ¿Cómo es que nunca llegó a preguntarme qué quería decir?
—Se olvida usted —le interrumpí— de que no tuve ocasión de preguntárselo. Lucilla vino a interrumpirnos, y desvió mi atención hacia otras cuestiones. ¿Qué es lo que pretende usted obligándome a ponerme a la defensiva? —seguí diciendo, pues cada vez me irritaba más el tono que empleaba conmigo—. ¿Qué derecho tiene usted a juzgar mi conducta?
Me miró con una especie de sorpresa incierta.
—¿Es que he juzgado yo su conducta?
—Así es.
—Pues tal vez estuviera pensando que si hubiera detectado usted mi chifladura a tiempo, a tiempo podría haberle puesto coto. ¡No! —exclamó sin darme tiempo a contestarle—. ¡Nada podría haberle puesto coto! Y nada habrá de curarla, nada, salvo mi muerte. Tratemos de llegar a un acuerdo. Yo le pido perdón si la he ofendido. Querría considerar con justicia su conducta. ¿Tratará usted de ver con justicia la mía?
Me esforcé a fondo en adoptar ese punto de vista. Aunque lamentaba su manera de hablarme, en secreto y no obstante seguía teniendo un gran afecto por él, tal como he confesado antes. Sin embargo, no podía apartar de mi pensamiento que hubiese tratado de llamar la atención de Lucilla cuando esta abrió por fin los ojos el mismo día en que puso a prueba su vista; no podía olvidar que esa misma mañana había cometido la impostura de hacerse pasar por Oscar ante ella, ni tampoco que había soportado que su hermano se marchase con el corazón partido a un exilio voluntario, lejos de todo y de todas las personas que más amaba. ¡No! Podía tenerle un gran afecto, pero no podía contemplar con justicia su conducta. Me senté y no dije nada.
Regresó a la cuestión que más nos importaba, aunque cuando tomó de nuevo la palabra me trató con la debida cortesía. A pesar de todo ello, con lo que dijo entonces me alarmó más incluso de lo que me había alarmado con anterioridad.
—Le repito lo que ya le he dicho —anunció—. Ya no soy responsable de mis actos. Si algo sé acerca de mí, es que en el futuro no servirá de nada confiar en mí. Ahora que todavía soy capaz de decir la verdad, permítame decírsela. Al margen de lo que pueda ocurrir más adelante, recuerde esto: he intentado con toda sinceridad confesárselo esta noche.
—¡Basta! —grité—. No comprendo su temeraria manera de hablar. ¡Un hombre es responsable de sus actos!
Me hizo callar con un gesto de impaciencia.
—Opine usted como quiera; no seré yo quien le dispute su opinión. Ya lo verá usted, ya lo verá. Madame Pratolungo, el día en que tuvimos aquella conversación en el invernadero de la rectoría marca una fecha memorable en mi calendario personal. Mi última pugna sincera por ser fiel a mi pobre Oscar terminó aquel día. Los esfuerzos que he hecho desde entonces apenas han sido poco más que simples brotes de desesperación. En modo alguno me han ayudado a defenderme de la pasión que ha acabado siendo el único sentimiento y la única desdicha que hay en mi vida. No hablemos de resistencia. Toda resistencia termina cuando se llega a cierto punto. Desde el momento al que me refiero, mi resistencia alcanzo su límite. Ya me ha oído usted, ya sabe cómo luché contra la tentación durante todo el tiempo que pude resistirme. Tan solo me queda por decirle cómo he terminado por ceder a ella.
La temeridad y la desvergüenza con que dijo esto me llevó de nuevo a ponerme contra él. Sus perpetuos cambios y las contradicciones me desconcertaban y me irritaban. El mismísimo mercurio parecía menos resbaladizo, menos difícil de atrapar que ese hombre.
—¿Recuerda usted el día —me preguntó— en que Lucilla perdió los estribos y la recibió de forma tan descortés cuando vino usted de visita a Browndown?
Le hice un gesto afirmativo.
—Hace poco decía que he sido un impostor porque, ante ella, me he hecho pasar por Oscar. En aquella ocasión a la que acabo de referirme lo hice por primera vez. Usted estaba presente, y usted me oyó. ¿Se tomó la molestia de preguntarse por qué razones decidí hacerme pasar por mi hermano?
—Por lo que alcanzo a recordar —contesté—, me conformé con lo primero que se me ocurrió. Supuse que se había permitido usted una simple diversión, una travesura a costa de Lucilla.
—No. ¡Me permití ceder a una pasión que me estaba consumiendo! Anhelaba conocer el lujo inmenso de sentirme tocado por ella, de que me tratase con familiaridad, aunque fuese bajo la impresión de que yo era Oscar. Peor aún quise tratar de comprobar hasta qué punto era capaz de imponerme sobre ella, de ver con qué facilidad podría casarme con ella tan solo con engañarlos a todos ustedes, y llevármela a solas, a otro lugar. El diablo se había apoderado de mí. No sé cómo podría haber terminado aquello si Oscar no hubiera entrado en ese momento, si Lucilla no hubiera tenido el arranque de cólera que tuvo. Me afligió, me asustó, me devolvió a lo mejor de mí mismo. Sin detenerme siquiera a prepararla para ello, empecé rápidamente a hablar de que tal vez pudiera recuperar la vista, pues me pareció la única manera de distraerla de la vileza con que me había aprovechado de su ceguera. Esa noche, madame Pratolungo, sufrí punzadas de reproche y de remordimiento que incluso a usted la hubieran satisfecho. A la próxima ocasión que se me presentó me disculpé sinceramente arrepentido ante Oscar. Le presté todo mi apoyo en defensa de sus intereses, e incluso puse en sus labios las palabras que debía decir a Lucilla…
—¿Cuándo? —le interrumpí—. ¿Dónde? ¿Cómo?
—Cuando se marcharon los dos cirujanos. En la sala de estar de Lucilla. A raíz de la acalorada discusión sobre si debía someterse de inmediato a la operación o casarse primero con Oscar, para que Grosse aplazara el experimento. ¡De nada sirvió! Usted puso todo el peso de su influencia en el otro platillo de la balanza. Fracasé. De nada sirvió mi esfuerzo. Había hecho lo que en efecto hice por pura desesperación, impulsivamente. No podía durar. Cuando volvió a rondarme la tentación, me conduje como un sinvergüenza… tal como diría usted.
—Yo no he dicho nada —repuse de modo cortante.
—Muy bien. En tal caso, tal como pensaría usted. ¿Sospechó de mí cuando ayer nos encontramos en el pueblo? En esa ocasión, sus ojos sin duda tuvieron que verme con claridad.
Respondí en silencio, mediante una inclinación de la cabeza. No tenía el menor deseo de dejarme arrastrar a otra pelea. Por mucho que me doliera su manera de poner a prueba mi resistencia, traté, en defensa de Lucilla, de seguir con él en términos amistosos.
—Disimuló usted magníficamente —siguió diciendo— cuando intenté averiguar si me había descubierto usted o no. A ustedes las personas virtuosas tampoco se les da nada mal el engaño, si es que el engaño se ajusta a sus propios intereses. No será preciso decirle cuál fue la tentación que tuve ayer. La primera mirada de sus ojos cuando los abrió al mundo; la primera luz del amor y el alborozo que se derramó sobre su rostro celestial… ¡Qué locura, esperar que yo dejara que esa mirada recayese en otro hombre, que esa luz se mostrase a otros ojos! Ningún ser vivo, adorándola como la adoraba yo, habría actuado de otra manera. Podría haberme hincado de rodillas y venerado a Grosse cuando me propuso con toda su inocencia que ocupase dentro de la habitación precisamente el lugar que estaba decidido a ocupar. ¡Y usted se dio cuenta de lo que yo tenía en mente! Usted hizo todo lo que pudo, y debo decir que me parece admirable por su parte, para derrotarme. ¡Ah, ustedes, las personas de gran rectitud, pueden ser tan sibilinas en sus recursos, a la vista de un golpe de astucia, como los peores de nosotros! Ya vio usted cómo terminó todo. La fortuna siguió estando de mi parte en el último momento; la fortuna puede iluminar por igual, como el sol, a los justos y a los pecadores. ¡Fui yo quien gozó de la primera mirada de sus ojos! ¡Fui yo quien recibió la primera luz del amor y el alborozo que se derramó sobre mí! ¡He tenido sus brazos a mi alrededor, he tenido su pecho contra el mío…!
Ya no pude resistir más.
—¡Abra la puerta! —dije—. ¡Me avergüenzo de estar en la misma sala que usted!
—No me extraña en absoluto —respondió—. Bien puede usted avergonzarse de mí, porque yo mismo me doy vergüenza.
No había ni rastro de cinismo en su tono de voz, no había la menor insolencia en su talante. El mismo hombre que acababa de vanagloriarse de forma tan abominable en su victoria sobre la inocencia y el infortunio, de pronto habló con todas las trazas de ser un hombre sinceramente avergonzado de sí mismo. Si pudiera haberme convencido de que se burlaba de mí, o de que había caído en la tentación de la hipocresía, al menos habría sabido qué hacer. Sin embargo, vuelvo a decirlo: por imposible que pueda parecer, estaba genuinamente arrepentido de lo que había dicho y en el mismo instante en que lo había dicho. Con toda mi experiencia del ser humano en general, con toda mi práctica en el trato con extraños personajes, me quedé a mitad de camino entre Nugent y la puerta cerrada, completamente perpleja.
—¿Es que no me cree? —preguntó.
—No le entiendo —contesté.
Sacó del bolsillo la llave de la puerta y la depositó sobre la mesa, junto a la silla de la que yo acababa de levantarme.
—¡Es que pierdo la cabeza cuando hablo de ella o cuando pienso en ella! —siguió diciendo—. Daría todo cuanto poseo por no haber dicho lo que acabo de decir. No hay expresión que pueda usted emplear y que sea demasiado fuerte para condenarlo. Esas palabras brotan de mí a borbotones: si Lucilla misma hubiera estado presente, tampoco habría sido capaz de dominarme y de acallarlas. Váyase, váyase si quiere. No tengo el menor derecho a obligarla a seguir aquí tras haberme comportado de esta manera. Ahí tiene la llave, a su entera disposición. Tan solo piense, antes de marcharse, que venía a proponerme algo cuando llegó. Tal vez todavía pueda influir en mí; tal vez consiga sonrojarme y avergonzarme, tal vez logre que me comporte como un hombre de honor. Haga lo que le plazca. De usted depende.
¿Y quién era yo, me dije? ¿Una buena cristiana o una idiota despreciable? Volví una vez más a mi silla, decidida a concederle la última oportunidad.
—Es muy, amable —dijo—. Usted me da ánimos; sabe hacerme comprender que vale la pena intentarlo una vez más, aunque sea en mi caso. Ayer mismo tuve en esta sala un impulso de generosidad. Podría haber sido algo más que un simple impulso si no se hubiera interpuesto en mi camino una nueva tentación.
—¿Qué tentación? —pregunté.
—Se lo ha dicho Oscar en su carta. Oscar mismo fue quien puso la tentación en mi camino. Debe haberla visto usted.
—Yo no he visto nada semejante.
—¿No le dice acaso que me brindé a marcharme de Dimchurch para siempre? Lo dije en serio. Vi la desdicha en la cara de mi pobre hermano cuando Grosse y yo acompañábamos a Lucilla al salir de la estancia. Lo dije en serio, se lo digo de todo corazón. Si él me hubiera estrechado la mano y me hubiera dicho adiós, yo me habría marchado para siempre. Pero no quiso darme la mano. Insistió en pensarlo a solas. Volvió resuelto a sacrificarse…
—Y aceptó usted su sacrificio.
—Porque él me tentó.
—¿Que él lo tentó?
—¡Sí! ¿Cómo va a llamarlo, si no? ¡Si se ofreció a dejarme entera libertad para defender mi causa con Lucilla! ¿Cómo quiere llamarlo, si me mostró una vida futura al lado de Lucilla? Pobre, querido, generoso hermano: me tentó a quedarme cuando más debiera haberme apremiado a que me fuese. ¿Cómo iba a plantarle resistencia? Culpe, si quiere, a la pasión que me tiene dominado en cuerpo y alma, pero no me culpe a mí.
Contemplé el libro que había sobre la mesa, el libro que estaba leyendo cuando llegué a la sala. Sus confidencias y sofismas no eran más que las enseñanzas de Rousseau transmitidas de segunda mano. ¡Muy bien! Si él hablaba como un falso Rousseau, no me quedaría más remedio que hablar como una genuina Pratolungo. Me solté. Estaba de un humor perfecto para soltarme sin trabas ni cortapisas de ninguna clase.
—¿Cómo es posible que un hombre tan inteligente como usted se imponga semejantes falacias? —dije—. ¿Su futuro al lado de Lucilla? Usted no tiene con Lucilla más futuro que uno en el que causa rubor pensar. Suponga usted que se casara con ella, cosa que jamás hará, jamás, al menos mientras yo siga con vida. ¡Santo cielo, qué desdicha de vida llevarían ustedes dos! Usted ama a su hermano. ¿De veras ha pensado que podría gozar de un solo instante de paz con esa reflexión perpetuamente presente en su ánimo? «He engañado a Oscar para arrebatarle a la mujer a la que amaba; he echado su vida a perder; le he destrozado el corazón». Ni siquiera sería usted capaz de mirarla, y mucho menos de dirigirle la palabra; tampoco podría rozarla sin sentir la amargura de ese horrible reproche. ¿Y ella? ¿Qué clase de esposa sería ella cuando supiera cómo la había conquistado usted? No sé a cuál de los dos detestaría más Lucilla, si a usted o a sí misma. No podría ver pasar por la calle a un solo hombre sin albergar el mismo pensamiento: «Me pregunto si alguna vez habrá cometido una vileza como la que ha cometido mi marido». Todas las mujeres casadas a las que conociera la pondrían enferma de pura envidia y de pesar. «Al margen de los defectos que pueda tener, su marido no la ha conquistado a ella tal como el mío me conquistó a mí». ¿Feliz, usted? ¿Soportable, su vida conyugal? ¡Vamos, por favor! He ahorrado unas cuantas libras desde que estoy con Lucilla, y le apuesto todo lo que poseo a que ustedes dos se separarían de mutuo acuerdo antes de pasar ni siquiera seis meses como marido y mujer. Dígame: ¿qué va a hacer? ¿Se va a marchar al continente o se va a quedar aquí? ¿Va a hacer que vuelva Oscar, como un hombre de honor, o va a permitir que no vuelva y va a caer usted en desgracia para siempre?
Le centellearon los ojos, cambió de color. Se puso en pie de un brinco y abrió la puerta. ¿Qué pretendía hacer? ¿Marcharse al continente o expulsarme de la casa?
Llamó al criado.
—¡James!
—¿Señor?
—Recoja la casa cuando madame Pratolungo y yo nos hayamos marchado. Yo no regresaré.
—¡Señor!
—Haga mi equipaje y envíemelo mañana sin falta al hotel Nagle de Londres.
Cerró de nuevo la puerta y se encaminó hacia mí.
—Se negó usted a darme la mano al llegar —dijo—. ¿Tendrá ahora la bondad de estrechármela? Me voy de Browndown en cuanto se vaya usted, y no pienso volver hasta que pueda traer a Oscar conmigo.
—¡Le doy las dos manos! —exclamé, y se las tendí. No pude decir nada más. Tan solo pude preguntarme si estaba despierta o dormida, si estaba en condiciones de ingresar en un sanatorio o en condiciones de marchar.
—¡Vamos! —dijo—. La acompañaré hasta la cancela de la rectoría.
—Esta noche no podrá irse —le respondí—. Hace varias horas que partió el último tren.
—¡Sí que puedo! Puedo ir caminando a Brighton y tomar allí una habitación para viajar a Londres mañana por la mañana. No hay nada que pueda animarme a quedarme una sola noche más en Browndown. ¡Alto! Una pregunta antes de que apague la luz.
—¿De qué se trata?
—¿Intentó encontrar el paradero de Oscar cuando estuvo hoy en Londres?
—Fui a ver a un abogado e hice todo lo posible, pero…
—Tenga mi agenda. Escríbame su nombre y dirección.
Se los anoté. Apagó la lámpara y me acompañó al pasillo. Allí estaba el criado, perplejo.
—Buenas noches, James. Me voy a buscar a tu señor para devolverlo a Browndown.
Con esta sencilla explicación, tomó el bastón y el sombrero y me dio el brazo. Acto seguido salimos al valle oscuro, camino del pueblo.
Por el camino de vuelta a la casa rectoral habló con febril volubilidad, muy excitado. Evitando la más mínima referencia al asunto del que habíamos hablado durante nuestra extraña y tempestuosa entrevista, volvió con una confianza en sí mismo multiplicada por diez y con su jactancia de antaño a las grandes hazañas que iba a realizar en calidad de pintor. Habló de la misión que lo llamaba a reconciliar a la humanidad con el arte, habló de la soberbia escala a la que se proponía interpretar el paisaje para paliar los sufrimientos de la humanidad, de la necesidad primordial de considerarle no ya un simple pintor, sino un gran consolador por medio del arte. Volví a oírselo decir todo una vez más, aunque lo dijo para tratar de satisfacerme sobre sus perspectivas y sus ocupaciones en el futuro. Solo cuando nos detuvimos ante la cancela de la rectoría hizo mención de lo que habíamos hablado, e incluso entonces tocó el asunto de la manera más breve posible.
—¿Y bien? —dijo—. ¿He recuperado el respeto que me tenía antes? ¿Cree usted que hay alguna faceta positiva en el carácter de Nugent Dubourg? El hombre es un animal complejo. Y usted es una mujer como no hay otra entre diez mil. Deme un beso.
Me beso a la usanza extranjera, en ambas mejillas.
—Ahora, ¡en busca de Oscar! —gritó con buen ánimo. Agitó su sombrero y desapareció en la oscuridad. Me quedé delante de la cancela hasta que el último ruido de sus pasos dejó de oírse, tragado por el silencio de la noche.
Una indescriptible sensación de depresión se adueñó de mi ánimo. De nuevo comencé a dudar de él, nada más estar a solas.
«¿Es que habrá de llegar un día —me pregunté— en que haya que volver a hacer todo lo que he hecho esta noche?».
Abrí la puerta de la cancela, y el señor Finch me interceptó antes de que pudiera dar la vuelta hasta la entrada de nuestra ala. Alzaba ante mí, con un solemne gesto de triunfo, un manuscrito de muchas páginas.
—Esta es mi carta —dijo—. Una carta de cristiana reconvención para Nugent Dubourg.
—Nugent Dubourg se ha ausentado de Dimchurch.
Con esta respuesta, comuniqué al rector cómo había concluido mi visita a Browndown en tan pocas palabras como me fue posible.
El señor Finch se quedó mirando su carta. ¿Todas aquellas páginas de consumada elocuencia escritas en balde? ¡No! A la luz de las cosas, eso era imposible.
—Ha hecho usted muy bien, madame Pratolungo —comentó con enorme condescendencia—. Muy bien, desde luego, teniendo en cuenta todo el asunto. Sin embargo, no creo que fuese muy sabio por mi parte destruir esto. —Con gran cuidado guardó su manuscrito y me contempló con una misteriosa sonrisa en los labios—. Me atrevo a pensar —dijo el señor Finch con burlona humildad— que mi carta vendrá muy a cuento. No permita que yo la desanime en lo que se refiere a Nugent Dubourg. Permítame decir tan solo que… ¿es digno de confianza?
Aquello lo dijo un idiota: jamás lo habría llegado a decir nadie si él no hubiera escrito su maravillosa carta. Sin embargo, su pronunciamiento fue un eco, y dolorosamente fiel, por cierto, de las premoniciones que en secreto pesaban en esos momentos sobre mi ánimo; más aún, eran mi eco de las premoniciones que Nugent tenía en su espíritu, de las dudas que tenía de sí mismo tal como él mismo me confesó. Di las buenas noches al rector y subí la escalera.
Lucilla estaba acostada y dormida cuando abrí la puerta de su habitación sin hacer ruido.
Tras contemplar un rato su adorable y apacible rostro, me vi obligada a marcharme. Ya era hora de que la dejara a solas, pues solo verle la cara me deprimía aún más. Cuando la miré por última vez antes de cerrar la puerta, la ominosa pregunta del señor Finch volvió a resonar en mis oídos.
Muy a mi pesar, me dije: «¿Es de veras digno de confianza?».