CAPÍTULO VIII
El perjurio del reloj
Nos miramos en silencio el uno al otro. Por fuerza, los dos tuvimos que aguardar un poco hasta calmarnos y recuperarnos. Tal vez haga al caso aprovechar ese intermedio para dar respuesta a dos preguntas que, llegados a este punto, se han de formular en el ánimo del lector. En primer lugar, ¿cómo fue que se juzgó a Dubourg y que a punto estuvo de ser condenado a muerte? En segundo lugar, ¿qué relación existía entre un asunto tan grave y el falso testimonio de un reloj?
La respuesta a estos dos interrogantes se halla en el relato que llamo «el perjurio del reloj».
Al referir sucintamente esta narración colateral (que desvelo a partir de una declaración de las circunstancias en que tuvo lugar, declaración que ha sido puesta a mi entera disposición), hablaré de nuestro recién conocido, el inquilino de Browndown, tal como seguiré hablando de él a lo largo de estas páginas, esto es, mediante el nombre que él mismo asumió. De entrada, ese era el apellido que llevaba su madre de soltera, y tenía todo el derecho a utilizarlo si ese era su deseo. Además, la fecha en que tuvo lugar en Dimchurch nuestro drama doméstico se remonta a los años de 1858 y 1879, y los verdaderos nombres, ahora que todo ha terminado, para nadie tienen la menor relevancia. Con «Dubourg» hemos empezado, así que con «Dubourg» seguiremos hasta el final.
Una noche de verano, hace ya algunos años, se encontró a un hombre muerto en un campo cercano a cierta población del oeste de Inglaterra. El campo se llamaba «Campa del Perdón».
El muerto era un carpintero que trabajaba por libre en el pueblo, un hombre de carácter más bien anodino. La tarde en cuestión, un pariente suyo que había sido contratado como capataz de sus fincas por un caballero residente en los alrededores atravesó casualmente un cercado por un punto en que una escalera de mano permitía salvarlo sin mayores complicaciones. El cercado daba a un camino, y el capataz vio que un caballero salía del campo por dicho punto de la cerca al parecer con muchas prisas. En la persona de dicho caballero reconoció al señor Dubourg.
Los dos se cruzaron por el camino, pues iban en sentido contrario. Al cabo de cierto tiempo —de media hora en concreto, según las estimaciones—, el capataz tuvo ocasión de regresar por el mismo camino. Al llegar a la escalera de la cerca oyó que alguien había dado la voz de alarma y entró en el campo para ver qué sucedía. Encontró a varias personas que llegaban corriendo desde la linde más alejada de la Campa del Perdón, en dirección hacia un muchacho que se encontraba a espaldas del cobertizo donde se guarecía el ganado, en la parte más distante del recinto, chillando aterrorizado. A los pies del muchacho, boca abajo, yacía el cadáver de un hombre cuya cabeza había sido brutalmente apaleada. Tenía el reloj bajo el cuerpo, fuera del bolsillo, pero todavía sujeto por la leontina. El reloj se había parado obviamente a resultas de que su propietario cayera encima con todo su peso, y marcaba las ocho y media. El cuerpo aún estaba caliente. Al igual que el reloj, el resto de sus objetos de valor estaban intactos. El capataz reconoció que el muerto era el carpintero anteriormente mencionado.
En la investigación preliminar del caso, el hecho de que el reloj se parase a las ocho y media fue tomado como inequívoca prueba circunstancial de que el golpe que acabó con la vida del hombre le fue asestado a esa hora.
La siguiente diligencia del caso, lógicamente, consistió en averiguar si se había visto a alguien cerca del cadáver en torno a las ocho y media. El capataz declaró que se había cruzado con el señor Dubourg, que abandonó el campo por la escalera de la cerca, exactamente a esa hora. Al preguntársele si había consultado entonces su reloj contestó que no lo hizo. Debido a ciertas circunstancias previas que, según afirmó, se le habían quedado grabadas en la memoria, estaba en condiciones de suscribir la verdad de su aserto sin haber consultado siquiera su reloj. Se le insistió e incluso se le presionó sobre este importantísimo detalle de su declaración, que no obstante ratificó. A las ocho y media había visto al señor Dubourg abandonar con prisa el campo. A las ocho y media se había detenido el reloj del hombre asesinado.
¿Había visto alguien a alguna otra persona en el campo o en sus inmediaciones a esa misma hora?
No se presentó ningún testigo que hubiera visto a nadie más por aquel paraje. ¿Había aparecido el arma con que fue golpeado el cadáver? No, no se había encontrado el arma. ¿Se tenía noticia de que alguien, toda vez que saltaba a la vista que el robo no había sido el móvil del crimen, tuviera algún motivo de queja contra el hombre asesinado? No era ningún secreto que mantenía relaciones con ciertos personajes de dudosa catadura, tanto hombres como mujeres, si bien tales sospechas no bastaron para señalar a nadie en concreto.
En semejante coyuntura no quedó más alternativa que solicitar al señor Dubourg, bien conocido tanto en el pueblo como en otros lugares, pues era un caballero independiente y con fortuna propia, amén de tener un excelente carácter, que prestara declaración de las actividades a que se dedicó en el día de autos.
Reconoció de inmediato que había pasado por el campo; en franca contradicción con el capataz, declaró que sí había consultado el reloj en el momento exacto en que atravesó el cercado por la escalera, y que lo había hecho a las ocho y cuarto. Cinco minutos después —es decir, diez minutos antes de la comisión del asesinato, según la prueba que constituía el reloj del muerto— había hecho una visita a una dama que vivía cerca de la Campa del Perdón, con la cual permaneció hasta que según su reloj, que volvió a consultar al marcharse de la casa de la dama, eran las nueve menos cuarto.
He aquí lo que la defensa considera «una coartada». Su declaración satisfizo por completo a las amistades del señor Dubourg. Para satisfacer también a la justicia seria preciso que la dama diera su testimonio. Entretanto, al señor Dubourg se le formuló otra pregunta puramente formal. ¿Conocía de algo al hombre que fue asesinado?
Dando ciertas muestras de confusión, el señor Dubourg admitió que un amigo suyo lo había inducido a contratar al hombre, que había de realizar un determinado trabajo de carpintería. Los interrogatorios posteriores sirvieron para que declarase los siguientes hechos:
Que dicho trabajo fue realizado de pésima manera; que le había cargado un precio exorbitante por él; que el hombre, al ser amonestado por su conducta, se comportó de forma sumamente grosera e impertinente; que entre ellos tuvo lugar un altercado; que el señor Dubourg había sujetado al hombre por las solapas del gabán y que lo había sacado a rastras de su casa; que lo había llamado sabandija infernal (pues había perdido los estribos por culpa de la indignación) y que lo había amenazado con «vapulearlo y molerlo a palos hasta dejarlo sin un hilo de vida» (o bien con otras palabras del mismo tenor) si alguna vez osaba rondar de nuevo por su casa; que lamentaba profundamente semejante estallido de violencia, del que se había arrepentido nada más recobrar el dominio de sí mismo; por último, que juraba con toda solemnidad (ya que el altercado tuvo lugar seis semanas antes) que nunca más había vuelto a ver a dicho individuo y que tampoco había vuelto a hablar con él.
Tal como estaba la vista del caso, se dio en considerar que estas circunstancias eran adversas para los intereses del señor Dubourg, pero nada más. Todavía podía apelar a su coartada y a su carácter, y nadie puso en duda los resultados de dicha apelación.
La dama se presentó a testificar.
En el careo con el señor Dubourg para verificar la cuestión de la hora, cuando se la conminó a que respondiera lo contradijo abiertamente y se remitió al testimonio de su reloj, que estaba sobre la repisa de la chimenea en el salón de su casa. Había mirado el reloj cuando el señor Dubourg entró en la sala, pues le había parecido que era más bien tarde para que alguien fuese a su casa de visita. Su reloj, que su propio fabricante había puesto en hora el día anterior, señalaba las nueve menos veinticinco. Mediante un experimento práctico se demostró que, a paso veloz, para llegar desde la escalera del cercado hasta el domicilio de la dama bastaba con cinco minutos. Así pues, la declaración del capataz (que era de por sí un testigo respetable) fue corroborada por parte de otro testigo de excelente posición social y magnífico carácter. El reloj, examinado a continuación, funcionaba perfectamente. La declaración del relojero puso de manifiesto que la llave del mecanismo obraba en su poder, y ni siquiera fue preciso volver a darle cuerda para ajustarlo, pues él mismo había realizado esas operaciones el día anterior a la visita del señor Dubourg. Demostrada de forma inapelable la precisión del reloj, las conclusiones eran por sí solas evidentes. El señor Dubourg fue acusado de haber estado en el campo en el momento en que se cometió el asesinato y de haber tenido una acalorada disputa con el hombre que fue asesinado, según él mismo reconoció, poco tiempo antes de que tuviera lugar el asesinato; según la acusación, dicha trifulca concluyó con un conato de agresión y con amenazas por su parte; fue acusado, por último, de haber urdido una falsa coartada al desvirtuar adrede la cuestión de la hora. No quedo otra alternativa que remitir el caso para que se procediera al juicio pertinente ante el Tribunal Superior de Justicia que se reuniría en Exeter con carácter ordinario, ante el cual sería oficialmente acusado de haber cometido el asesinato del carpintero en la Campa del Perdón.
El juicio duró dos días.
En el ínterin no se descubrieron más hechos de relevancia. La acusación siguió el mismo curso que había tomado en los exámenes preliminares del caso, aunque con una sola diferencia: que las pruebas fueron sopesadas con más atención. El señor Dubourg contó con una doble ventaja, pues se había procurado los servicios del abogado defensor más destacado del circuito y había arrancado la irreprimible simpatía del jurado, en realidad perplejo ante la delicada situación en que se encontraba, y por añadidura deseoso de que demostrase su inocencia. Al término del primer día, las pruebas que aportó el fiscal en su contra resultaron tan concluyentes que hasta su propio consejero en asuntos legales empezó a desesperar del resultado. Cuando el prisionero ocupó su sitio en el banquillo de los acusados, al día siguiente, en el ánimo de todos los presentes en la sala no había sino una única convicción: «El reloj dará con él en la horca».
Eran casi las dos de la tarde y el tribunal estaba a punto de suspender la sesión y anunciar media hora de receso cuando el abogado de la acusación entregó un papel al abogado de la defensa.
Este se puso en pie dando evidentes muestras de agitación, lo cual despertó la curiosidad de la concurrencia. Exigió que de inmediato prestara declaración un nuevo testigo cuyo testimonio en favor del acusado era de tal trascendencia que no podía postergarlo ni un solo instante. Al cabo de un breve intercambio de opiniones entre el juez y los abogados de ambas partes, el tribunal decidió que prosiguiera la audiencia.
El testigo resultó ser una mujer joven y de salud delicada. La noche en que el acusado visitó a la dama, esta joven estaba a su servicio en calidad de criada. Al día siguiente se le permitió, previo acuerdo con su señora, tomarse una semana de vacaciones para ir a visitar a sus padres al oeste de Cornualles. Estando allí cayó enferma, y desde entonces no se había restablecido lo suficiente para volver a su trabajo. Una vez expuesta esta noticia preliminar, la criada pasó a relatar los siguientes, extraordinarios detalles relativos al reloj de su señora.
La mañana del día en que fue el señor Dubourg a visitarla, la criada se había dedicado a limpiar la repisa de la chimenea. Había pasado el trapo del polvo en la zona que ocupaba el reloj; por accidente había rozado el péndulo, a resultas de lo cual se paró el mecanismo. Esto mismo le había ocurrido en otra ocasión anterior, con motivo de la cual recibió una severa reprimenda. Temerosa de que la repetición de esa misma falta, al día siguiente de que el fabricante hubiese puesto el reloj en hora, tal vez diera por resultado que su señora cancelase el permiso otorgado para ausentarse durante una semana, decidió deshacer el entuerto por su cuenta y riesgo, caso de que tal cosa fuese posible.
Tras tantear a oscuras bajo el reloj sin haber conseguido de ese modo que volviera a ponerse en marcha, decidió alzarlo con ambas manos y darle un meneo. El reloj estaba encastrado en una base de mármol y tenía encima, a modo de remate, una figura de bronce. Era tan pesado que se vio en la necesidad de buscar un objeto para hacer palanca. No le resulto fácil encontrar un instrumento apropiado; cuando por fin lo halló, se las ingenió para levantar el reloj y separarlo unos centímetros de la repisa, tras lo cual lo dejó caer de golpe, a fin de que se pusiera en marcha.
Acto seguido, como es natural, tuvo que mover las manecillas. De nuevo se encontró con un obstáculo, pues era difícil abrir la tapadera de cristal que protegía la esfera. Tras buscar infructuosamente un utensilio que le sirviera en su propósito, obtuvo del lacayo un pequeño cincel, aunque sin comunicarle para qué lo necesitaba. Con el cincel abrió la tapadera de cristal —no sin dejar por accidente un rasguño en la montura de latón— y colocó las manecillas del reloj a la hora que instintivamente le pareció que era. Le apremiaba la prisa, pues temía que su señora la descubriese en el acto. Más avanzado el día descubrió que no había calculado bien el lapso transcurrido mientras intentaba poner el reloj en marcha después de que se hubiera parado. De hecho, lo había adelantado exactamente un cuarto de hora.
No se le volvió a presentar una ocasión para colocar las manecillas a la hora debida, sin correr el riesgo de que su señora la descubriese, hasta esa misma noche. A la hora en que el señor Dubourg fue a visitar a su señora, la criada, juró y perjuró que no le cabía la menor duda de que el reloj iba un cuarto de hora adelantado. Tal como había declarado su señora, marcaba las nueve menos veinticinco. En ese momento, tal como había afirmado el señor Dubourg, la hora exacta eran las ocho y veinte.
Cuando se le preguntó cómo se había abstenido de aportar tan crucial declaración durante la investigación preliminar que se llevó a cabo en presencia del magistrado, afirmó que en el remoto poblado de Cornualles al que se marchó al día siguiente, que era donde había tenido que permanecer hasta entonces por culpa de la enfermedad que allí contrajo, nadie había tenido la menor noticia de la investigación ni del juicio posterior. Tampoco habría estado presente para aclarar unas circunstancias de vital importancia, como se ve, tal como acababa de testificar bajo juramento, de no haber sido porque el hermano gemelo del acusado la había encontrado el día anterior y tras preguntarle si sabía algo a propósito del reloj, nada más tener conocimiento de lo que la muchacha tenía que decir, la llevó a la mañana siguiente a presencia del tribunal.
Esta prueba decidió virtualmente el resultado del juicio. Hubo un gran revuelo en la sala, llena hasta reventar, cuando la muchacha terminó de prestar declaración.
A decir verdad, fue objeto de un minucioso examen y del careo correspondiente. Se hicieron las indagaciones pertinentes sobre su carácter, se recabaron las pruebas que pudieran corroborar su testimonio (el préstamo del cincel por parte del lacayo, el rasguño en la montura de latón) y, en efecto, se encontraron. El desenlace del caso fue que, a hora ya muy avanzada del segundo día, el jurado emitió el veredicto de que el acusado era inocente sin haber tenido que retirarse a deliberar. No sería demasiado aventurar que su hermano le había salvado la vida. De principio a fin, su hermano había perseverado con gran obstinación, empeñado en no fiarse del testimonio del reloj y sin tener mayor prueba de la inocencia de su hermano gemelo que su elemental desconfianza ante el hecho de que un reloj fuese la prueba al parecer concluyente de la culpabilidad del acusado. Había asediado a todo el mundo con sus incesantes interrogatorios, había descubierto la ausencia de la criada después de que comenzase el juicio Y había partido a toda velocidad decidido a interrogarla, solo que sin saber ni sospechar nada, resuelto a perseverar en la única eterna pregunta con la que insistió ante todas las personas relacionadas con el domicilio de la dama: «Ese reloj va a llevar a mi hermano a la horca ¿no puede usted decirme algo acerca de ese reloj?».
Cuatro meses después se aclaró el misterio del asesinato. Uno de los conocidos del asesinado, un hombre de dudosa catadura, confesó en su lecho de muerte que era el asesino. En las circunstancias no hubo nada destacable ni digno de mención. El mismo azar que puso en peligro al inocente había otorgado la impunidad al culpable. Una mujer de mala fama, una trifulca por celos, la ausencia en el momento preciso de un testigo… Tales fueron los materiales, vulgares y corrientes, que sirvieron para componer la tragedia de la Campa del Perdón.