CAPÍTULO XIV

Descubrimientos en Browndown

No será preciso decir a qué conclusión llegué tan pronto recobré la sensatez necesaria para pararme a pensar.

Gracias a la vida aventurera que he llevado en el pasado, tengo la costumbre de tomar sobre la marcha la decisión que corresponda a una situación urgente, sea esta de la índole que sea. En esa situación de urgencia, tal como yo me la figuré, había que hacer dos cosas y había que hacerlas cuanto antes. La primera, acudir de inmediato a Browndown con la ayuda requerida; la segunda, impedir que Lucilla tuviera conocimiento de lo ocurrido hasta que yo pudiera regresar y prepararla debidamente para el descubrimiento.

Miré a la señora Finch. Se había dejado caer en una silla, al parecer desvalida.

—¡Levántese! —dije, y la zarandeé.

No era el momento más oportuno para contemplar con simpatía un desmayo o un ataque de histeria. La niña seguía estando en mis brazos; la pobrecita se había rendido rápidamente al agotamiento que sin duda le habían producido tanta fatiga y tanto terror. No podría hacer nada mientras no me aliviase de su carga. La señora Finch alzó la mirada sollozando, temblorosa. Dejé a la niña en su regazo. Jicks opuso una débil resistencia, pues no quería verse separada de mí, pero pronto cedió y apoyó su cabeza cansina en el pecho de su madre.

—¿Puede quitarle el vestido? —le pedí con otro zarandeo, esta vez más enérgico que el anterior.

La perspectiva de tener entre manos una ocupación doméstica, del tipo que fuera, pareció espabilar a la señora Finch. Contempló al bebé, que estaba en su cuna en un rincón de la habitación, y contempló la novela, que reposaba sobre un sillón en otra esquina. Diríase que la presencia de esos dos objetos tan familiares le dieron ánimos renovados. Se estremeció, se trago un sollozo, recobró el aliento y comenzó a desatar el lazo del vestido de la niña.

—Guárdelo con todo cuidado —dije— y no diga nada a nadie. Ni una palabra sobre lo que ha ocurrido, al menos mientras yo no vuelva. Compruebe con sus propios ojos que la niña no se ha lastimado. Tranquilícela y espéreme aquí mismo. ¿Está el señor Finch en su despacho?

La señora Finch se tragó otro sollozo y contestó que sí. La niña hizo un último esfuerzo.

—Jicks irá con usted —dijo débilmente la pequeña árabe indomable. Salí corriendo de la habitación y dejé juntas a las tres criaturas, la grande, la pequeña y la mínima.

Tras llamar a la puerta del despacho sin obtener respuesta, abrí y entré. El reverendo Finch, cómodamente arrellanado en una amplia butaca (con las grandes hojas blancas que tenía dispuestas al lado para redactar su sermón del día siguiente), se sobresaltó y me contempló con el gesto de un clérigo que inequívocamente acaba de despertar de repente de un profundo sueño.

El rector de Dimchurch recobró al punto su dignidad.

—Le ruego que me disculpe, madame Pratolungo, estaba sumido en profundos pensamientos. Por favor, dígame en breve de qué se trata. —Dicho esto, señaló con un gesto ampuloso las hojas blancas y añadió con su profunda voz de bajo—: Es día de sermón.

Le dije con palabras bien sencillas lo que había visto en el vestido de su hija, y lo que me temía que hubiera ocurrido en Browndown. Su rostro adquirió una mortal palidez. Si alguna vez he puesto los ojos en un hombre totalmente asustado, ese era el reverendo Finch.

—¿Supone usted que corremos peligro? —preguntó—. ¿Es de la opinión de que hay criminales en la casa, o al menos cerca de ella?

—Soy de la opinión, señor mío, de que no tenemos un instante que perder —respondí—. Hemos de ir a Browndown, y por el camino hemos de recabar la ayuda que sea posible.

Abrí la puerta y aguardé a que saliera conmigo. El señor Finch (al parecer todavía preocupado por la cuestión de los criminales) parecía más bien deseoso de estar lejísimos de su propia casa rectoral en ese preciso instante. Sin embargo, era el dueño de la casa; era el hombre principal del lugar, y no le quedaba otra alternativa, tal y como estaban las cosas, que tomar su sombrero y ponerse en marcha.

Llegamos juntos al pueblo. Mi reverendo acompañante aguardó en silencio por vez primera en la limitada experiencia que yo tenía de él. Preguntamos por el único policía que patrullaba por el lugar, y resultó que estaba haciendo su ronda. Preguntamos si alguien había visto al médico. No: no era el día en que el médico acudía de visita a Dimchurch. Había oído que el dueño de Las Manos Cruzadas era un hombre capaz y respetable; propuse que pasáramos por la taberna para pedirle que viniera con nosotros. El señor Finch se iluminó nada más oír mi propuesta. El concepto en que tenía su propia importancia subió de nuevo como el mercurio de un termómetro nada más introducirlo en una bañera de agua caliente.

—Eso es exactamente lo mismo que estaba yo a punto de sugerir —dijo—. Gootheridge, el de Las Manos Cruzadas, es una persona muy valiosa… debido a la posición que ocupa en la vida. Llevémonos a Gootheridge, desde luego que sí. No se alarme, madame Pratolungo. Todos estamos en manos de la Providencia. Ha tenido usted la inmensa fortuna de que yo estuviera en la casa. ¿Qué habría hecho usted sin mí? Ahora, le ruego que no se alarme; no se alarme, por favor. En caso de que haya criminales rondando la casa… Llevo mi bastón, como usted misma puede ver. No soy muy alto, pero poseo una inmensa fuerza física. Soy, por así decir, todo músculo. ¡Toque, toque!

Extendió uno de sus pequeños y enclenques brazos. Era más o menos la mitad que uno de los míos. De no haber estado yo tan preocupada para ponerme a pensar en sandeces, no me cabe la menor duda de que le habría dicho que con semejante torre de fortaleza a mi lado no teníamos la menor necesidad de molestar al tabernero. No me atrevería a afirmar que el señor Finch llegase de hecho a percibir el giro que tomaron mis pensamientos; me limito a declarar únicamente que llamó a Gootheridge a voz en cuello y con grandes prisas en cuanto tuvimos la posada a la vista.

Salió el tabernero y, al enterarse de cuál era nuestro propósito, en el acto accedió a acompañarnos.

—Lleve su pistola —le dijo el señor Finch.

Gootheridge tomó su pistola y nos dirigimos deprisa a la casa.

—¿Han estado la señora Gootheridge o su hija hoy en Browndown? —pregunté.

—Sí, señora. Las dos han estado en Browndown. Terminaron su trabajo como de costumbre y se marcharon de la casa hace ya algo más de una hora.

—¿Sucedió algo desacostumbrado mientras estaban allí?

—No, nada que yo haya sabido, señora.

Me paré a pensar unos momentos, y me aventuré a seguir interrogando al señor Gootheridge.

—Esta tarde… ¿ha visto alguien a algún desconocido por aquí? —le pregunté.

—Sí, señora. Hará una hora que dos desconocidos pasaron por aquí. Iban en una tartana.

—¿Y qué dirección llevaban?

—Pues venían por el camino de Brighton e iban hacia Browndown.

—¿Se fijó usted en ellos?

—La verdad es que no, señora. Estaba ocupado en ese momento.

Me fue ganando la repugnante sospecha de que los dos desconocidos que viajaban en la tartana bien pudieran ser los dos hombres malencarados a los que yo vi al acecho en la pared. No dije nada más hasta que llegamos a la casa.

Todo estaba en calma. La única señal de que hubiera ocurrido algo insólito estaba en las simples roderas marcadas sobre la espesa hierba, delante de Browndown. El tabernero fue el primero que las vio.

—La tartana debe de haberse detenido en la casa, señor —dijo dirigiéndose al rector.

El reverendo Finch era víctima de una nueva privación de la facultad del habla. Lo único que pudo balbucear mientras nos acercábamos a la puerta del edificio solitario y silencioso fue: «¡Les ruego que tengamos mucho cuidado!», y eso lo dijo con extrema dificultad.

El tabernero fue el primero que alcanzó la puerta. Yo estaba tras él. El rector —a cierta distancia— seguía en retaguardia, y tenía todas las colinas de la cordillera del sur de Inglaterra a sus espaldas, por si acaso hubiera de batirse en retirada. Gootheridge llamó con energía a la puerta. «¡Señor Dubourg!», gritó. No hubo respuesta. Tan solo se hizo un temible silencio. La incertidumbre en que estábamos era más de lo que yo podía soportar. Aparté al tabernero y giré el picaporte, que estaba sin cerrar.

—Permítame entrar a mí primero, señora —dijo Gootheridge.

Me apartó a un lado. Lo seguí muy de cerca. Entramos a la casa, volvimos a llamarlo. Tampoco hubo respuesta. Miramos en el cuarto de estar que había a un lado del pasillo, y en el comedor que estaba al otro. Las dos estancias se encontraban desiertas. Seguimos caminando hasta el fondo de la casa, donde se encontraba la habitación que Oscar llamaba su taller. Cuando probamos a abrir la puerta del taller, comprobamos que estaba cerrada con llave.

Llamamos a la puerta, lo llamamos de nuevo. No siguió nada más que un silencio espantoso, exactamente igual que antes. Metí el dedo en la cerradura y comprobé que la llave no estaba puesta por el otro lado. Me arrodillé a mirar por la cerradura. Al momento me puse en pie, despavorida y mareada por el espanto.

—¡Echen la puerta abajo! —grité—. ¡Acabo de ver su mano tendida en el suelo!

El tabernero, como el rector, era un hombre de corta estatura. La puerta, como todo lo demás en Browndown, era tan tosca como recia. Sin ayuda de ninguna herramienta, los tres habríamos carecido de la fuerza necesaria para hacer saltar la puerta. En tales circunstancias, el reverendo Finch demostró —por primera vez, que también fue la última— ser un hombre de recursos.

—¡Un momento! —dijo—. Amigos míos, si está abierta la puerta de atrás del jardín, podemos entrar por la ventana.

Ni el tabernero ni yo habíamos pensado en la ventana. Fuimos corriendo a la parte trasera de la casa, y vimos que las huellas de la tartana seguían esa misma dirección. La puerta del jardín estaba abierta. Atravesamos el jardincillo. La ventana del taller —que se abría en la primera planta, casi a ras de suelo— nos permitió entrar tal como había supuesto el rector.

Allí estaba tendido el pobre, inofensivo, desafortunado Oscar. Estaba sin sentido, en medio de un charco formado por su propia sangre. Al parecer, había sufrido un fuerte impacto en el lado izquierdo de la cabeza, a resultas del cual cayó al suelo en el acto. La herida incluso le había producido un corte en el cuero cabelludo. No tenía yo conocimientos suficientes de cirugía para precisar si también tenía partido el cráneo. Tenía yo cierta experiencia, eso sí, en cómo tratar a los heridos, pues había estado al servicio de la sagrada causa de la libertad con mi glorioso Pratolungo. Era necesario disponer de agua fría, vinagre y vendas limpias, todo lo cual lo encontraríamos en la casa, así que lo pedí en seguida. Gootheridge encontró la llave de la puerta en una esquina de la habitación, arrojada al parecer de cualquier manera. Trajo el agua y el vinagre mientras yo corría a la primera planta, al dormitorio de Oscar, para proveerme de algunos de sus pañuelos. En cuestión de muy pocos minutos había vendado la herida, mojando previamente los pañuelos con agua fría, y ya le enjugaba la cara con agua mezclada con vinagre. Seguía estando inconsciente, pero aún vivía. El reverendo Finch —que no iba a ser de ninguna ayuda para nadie— corrió con el deber de tomar el pulso de Oscar. Lo hizo como si en semejantes circunstancias esa fuera la única acción de mérito que pudiera llevarse a cabo. Lo hizo como si nadie, salvo él, pudiera tornarle el pulso.

—Mucha suerte —dijo a la vez que contaba los lentos, débiles latidos, sosteniendo por la muñeca al pobre Oscar—. Mucha suerte ha tenido de que estuviera yo en casa. ¿Qué hubieran hecho ustedes sin mí?

La siguiente necesidad, cómo no, fue llamar al médico y conseguir ayuda, entretanto, para transportar a Oscar a su cama, al piso de arriba.

Gootheridge se prestó voluntario para pedir prestado un caballo e ir al galope en busca del médico. Decidimos que nos enviase a su esposa y al hermano de su esposa para ayudarme. Hecho esto, quedaba un último motivo de azoramiento que despejar cuanto antes, el azoramiento que representaba el señor Finch. Una vez libres de todo temor a encontrarnos con algún personaje de mala catadura en la casa, el atronador vozarrón del hombrecillo se oía sin tregua, como si fuese una máquina en continuo funcionamiento allí al lado. Tuve otro de mis arranques de inspiración cuando estaba sentada en el suelo, con la cabeza de Oscar en el regazo.

—¡Registre la habitación! —le indiqué—. Vea si el cajón de embalaje, con las láminas de oro y plata, sigue estando ahí.

Al señor Finch no le agradó que se le tratara como a un mortal de a pie, y mucho menos que se le dijera lo que debía hacer.

—Mantenga la compostura, madame Pratolungo —dijo—. Déjese de conatos de histeria, por favor. Pierda cuidado, que todo este asunto está en mis manos. No hace ninguna falta, señora mía, que me indique que busque el cajón de embalaje.

—No hace ninguna falta, desde luego —repliqué—. Sé de antemano que no lo encontrará.

Esa respuesta le hizo ponerse a buscar como loco por toda la habitación. No había ni rastro del cajón.

Todas las dudas que pudiera yo tener se habían disipado. Los dos rufianes que vinieron a haraganear apostados en la pared de la casa habían justificado de forma horrorosa mis peores sospechas.

Con la llegada de la señora Gootheridge y de su hermano pudimos subir a Oscar a su habitación. Lo tendimos en la cama, le quitamos la corbata para dejar que respirase a sus anchas y que le diera el aire. No dio muestras de recuperar el conocimiento, pero el pulso le seguía latiendo con debilidad. No pareció que fuese a empeorar.

No tenía ningún sentido esperar a que llegara el médico al menos hasta que transcurriese una hora. Sentí la necesidad de volver de inmediato a la rectoría para poder comunicar a Lucilla, con toda la preparación que fuese precisa, la triste verdad. De lo contrario, las noticias del suceso se propagarían por el pueblo y tal vez llegaran a sus oídos de la peor de las maneras, por medio de uno de los criados. Con infinito alivio por mi parte, cuando el señor Finch se puso en pie para marcharse, se disculpó por no poder acompañarme. Había comprendido que su deber, en calidad de rector de la parroquia, era informar cuanto antes a las autoridades legales sobre la tropelía que se acababa de cometer en Browndown. Emprendió el camino para hablar con el magistrado más cercano. Y yo me fui por mi camino, no sin dejar a Oscar al cuidado de la señora Gootheridge y de su hermano, de vuelta a la casa. Las últimas palabras del señor Finch, al despedirnos, me recordaron una vez más que al menos teníamos que estar agradecidos por una cosa, habida cuenta de las tristes circunstancias en que nos hallábamos.

—Mucha suerte hemos tenido, madame Pratolungo. Mucha suerte de que yo estuviera en casa. ¿Qué habrían hecho ustedes sin mí?