CAPÍTULO XIII

Segunda aparición de Jicks

Pasaron cinco días más.

Durante ese lapso vimos constantemente a nuestro vecino. O venía Oscar a la casa rectoral, o íbamos nosotras a Browndown. El reverendo Finch, tras su magistral fachada de no estar sospechando nada en absoluto, aguardaba con paciencia a que las relaciones entre los dos jóvenes estuvieran suficientemente maduras para adquirir por sí solas el desarrollo propio de una relación basada en el reconocimiento del amor. Por influjo de Lucilla ya avanzaban rápidamente hacia ese punto. No hay que culpar a mi pobre muchacha ciega, y seré yo quien se lo ruegue al lector, por haber incitado con demasiada franqueza al hombre que amaba. En calidad de pretendiente, era el hombre más retrasado que he conocido en mi vida. Cuanto más se encariñaba con ella, más tímido y falto de confianza en sí mismo se mostraba. Reconozco que no me agrada la modestia en los hombres; no puedo decir con una mínima honradez que el señor Oscar Dubourg, tras conocerlo más a fondo, progresara mucho en mi estima. Sin embargo, Lucilla lo comprendía bien, y eso era suficiente. Estaba resuelta a formarse una imagen mental de él todo lo completa que le fuera posible. En la casa examinó a todos los que le hubieran visto, incluidos los niños, y los interrogó a conciencia sobre su apariencia personal, tal como ya me había examinado e interrogado a mí. Sus rasgos y el color de su tez, su estatura y su anchura, sus ornamentos y sus ropas: sobre todos estos apartados fue recogiendo pruebas diversas, en todas las direcciones que pudo, con el máximo detalle. Le supuso un especial alivio, por no decir un gran deleite, enterarse de que tenía clara la piel y rubio el cabello. Era imposible entrar con ella en razonamientos sobre su horror ciego a los matices más oscuros de cada color, tanto si se refería a la piel de los hombres y las mujeres como al color mismo de las cosas. Ella misma era incapaz de dar cuenta de esa aversión, y tan solo se limitaba a afirmarla.

—En algunas cosas tengo extraños instintos propios —me dijo un día—. Por ejemplo, yo sabía que Oscar era rubio y de piel muy blanca, quiero decir que ya lo había percibido, desde la primera vez que oí su voz. Fue algo que me llegó directamente del oído al corazón, y esa impresión lo describió a mi entender exactamente igual que como me lo han descrito a partir de entonces. Me ha dicho la señora Finch que tiene la tez más clara incluso que yo. ¿A usted también se lo parece? ¡Cuánto me alegra saber que es más rubio que yo…! ¿Ha conocido usted a otra persona como yo? Creo que, en mi ceguera, tengo a veces ideas muy extrañas. Relaciono la vida y la belleza con los colores claros, y la muerte y el crimen con los colores oscuros. Si me casara con un hombre de tez oscura y si después recuperase la vista, sin duda escaparía corriendo de él.

Este singular prejuicio suyo, que la predisponía en contra de las personas morenas, me resultó ligeramente molesto por razones estrictamente personales, pues era en cierto modo el reflejo contrario a mis propios gustos. Entre nosotros diré que el difunto doctor Pratolungo era un hombre de una espléndida tez caoba.

En cuanto a los asuntos de Dimchurch en general, mi crónica de aquellos cinco días contiene bien poca cosa que valga la pena relatar:

No nos sorprendió una segunda aparición de los dos rufianes en Browndown, y tampoco se llevo a cabo el menor cambio en la situación doméstica de Oscar. Disfrutó con el regalo de unas cuantas visitas que le hizo nuestra pequeña y vagabunda Jicks. En cada una de estas ocasiones, la niña le recordó con gravedad su precipitada promesa de llamar a la policía para que se ocupase de aplicar el castigo corporal merecido por los dos feos desconocidos que se burlaron de ella. ¿Cuándo iban a ser apaleados aquellos dos individuos? ¿Cuándo iba a llegar el día en que Jicks lo viera? Tales eran la serias preguntas con que la pequeña damisela abría de costumbre la conversación, cada una de las veces en que obsequió a Oscar con una de sus visitas matinales.

Al sexto día llegaron a Browndown las láminas de oro y plata refundidas en la fábrica de Londres.

A la mañana siguiente llegó una nota de Oscar que decía así:

QUERIDA MADAME PRATOLUNGO: Lamento informarle de que la pasada noche no me ha ocurrido nada que se saliera de lo habitual. Mis cerraduras y candados están en orden, como siempre; mis láminas de oro y plata están a salvo en el taller; ahora mismo me dispongo a desayunar sin que nada ni nadie me haya rajado el cuello.

Sinceramente suyo,

OSCAR

Poco o nada más hubo que decir después de esto. Jicks tal vez persistiera en recordar que merodeaban por los alrededores dos desconocidos de mala catadura. Otras personas de mayor edad y sabiduría los descartaron de toda posterior consideración.

Llego el sábado, que fue el décimo día desde la memorable mañana en que obligué a Oscar a desvelarme sus secretos en la salita de Browndown.

Antes del mediodía recibimos su visita en la rectoría. Por la tarde fuimos a Browndown para verle empezar la labor de repujado de una de sus láminas de oro —en concreto, un cofrecillo para guardar guantes—, que una vez terminado tendría por destino el tocador de Lucilla. Lo dejamos trabajando industriosamente, resuelto a proseguir su labor mientras dispusiera de luz diurna.

A primera hora de la noche, Lucilla tomó asiento ante el pianoforte y yo visité la otra ala de la casa rectoral de acuerdo con una cita previamente concertada.

La desdichada señora Finch había decidido llevar a cabo una completa reforma de su guardarropa. Me encareció que la obsequiara con la ventaja de «mi educado gusto francés» y que actuase como crítica y consejera confidencial. «No puedo permitirme el lujo de comprar nuevas prendas —dijo la pobre señora—, pero tal vez lleguemos a un acuerdo a la hora de hacer unas cuantas composturas en las prendas que poseo, sobre todo si de ello se encarga la persona indicada». ¿Quién iba a resistirse a tan patética apelación? Me resigné al bebé, a la novela y a los niños en general, y como el reverendo Finch no estaba a mano, ocupado en la tarea de escribir su sermón dominical, me presenté en el recibidor de la señora Finch llena de ideas a rebosar, con las tijeras y el papel de los patrones en la mano.

Acabábamos de comenzar nuestra operación cuando llegó uno de los niños de mayor edad con un mensaje del cuarto de los niños.

Era la hora del té, y Jicks, como siempre, no estaba por ninguna parte. Se emprendió su búsqueda, primero en la planta baja de la casa, después en el jardín. En ninguna de estas zonas se encontró el menor rastro de ella. Nadie mostró su sorpresa ni su alarma. «¡Ay, ay, ay! —dijimos—. Seguro que se ha marchado a Browndown otra vez». Y al punto nos sumergimos de nuevo en los desaliñados rincones del fondo de armario de la señora Finch.

Acababa de llegar yo a la conclusión de que la chaqueta de lana azul de oveja merina era una prenda de vestir que había cumplido con creces su misión, y que por fin se había ganado su definitivo retiro del uso cotidiano, cuando un grito plañidero me llegó a los oídos a través de la puerta abierta que daba al jardín de atrás de la casa.

Me detuve y miré a la señora Finch.

Se repitió ese grito, solo que más fuerte y más cerca de nosotras: esta vez fue reconocible, era una voz infantil. La puerta de la habitación había quedado entreabierta cuando indicamos al mensajero que volviera al cuarto de los niños. La abrí de golpe y me encontré cara a cara con Jicks, que estaba en el pasillo. Noté que todos los nervios del cuerpo se me estremecían nada más ver a la niña.

La pobrecilla estaba blanca de terror, con la mirada desencajada. Era incapaz de pronunciar una sola palabra. Cuando me arrodillé para acariciarla y sosegarla, me tomó convulsamente de la mano y trató de obligarme a ponerme en pie. La obedecí. Repitió su grito incomprensible y trató de llevarme a rastras fuera de la casa. Estaba tan débil que la agotó ese esfuerzo. La torné en mis brazos. Al cogerla, una de mis manos rozó la parte superior de su vestido, justo detrás del cuello, y noté algo en los dedos. Me los miré. ¡Dios Santo! ¡Los tenía manchados de sangre!

Di la vuelta a la chiquilla, y se me heló la sangre en las venas. Su madre, que había aparecido tras de mí, chillaba horrorizada. El vestido blanco de la encantadora niña estaba lleno de salpicaduras de sangre todavía húmeda, pero no era la suya. Ella no tenía ni un rasguño. Observé con más atención aquellas manchas horrorosas. Alguien las había trazado adrede sobre su vestido; estaban trazadas, al parecer, con un dedo. La llevé a la luz. ¡Era un mensaje escrito! Con gran debilidad, alguien había trazado una palabra en la espalda de su vestido. Descifré algo que parecía una «S». Luego una letra imposible de entender. Luego había otra, que podría haber sido una «L» o una «C». Y había una última letra, que me pareció sin duda una «O».

¿Era «SOLO», o tal vez las cuatro primeras letras de la palabra «SOCORRO»?

¡Sí! Trazadas en la espalda del vestido de la niña, con un dedo embadurnado de sangre, alguien había intentado pedir socorro.