CAPÍTULO IV
Visión del hombre entre dos luces
Nuestra grata cena había concluido hacía ya un buen rato. Habíamos charlado, habíamos parloteado, habíamos hablado las dos por los codos —como es habitual entre mujeres— sobre todo a propósito de nosotras. Ya terminaba el día; el sol poniente derramaba sus últimos rayos rojizos y brillantes por nuestra bonita sala… cuando Lucilla se sobresaltó como si de repente hubiera recordado alguna cosa, Y de inmediato tocó la campanilla.
Llegó Zillah.
—El frasco de la farmacia —dijo Lucilla—. Debería haberme acordado hace horas.
—¿Vas a llevárselo tú misma a Susan, querida?
Me alegró oír que la anciana nodriza se dirigía a su ama, que no pasaba de ser una simple jovencita, de manera tan llana y familiar. Me llamó la atención por ser algo totalmente contrario a las envaradas costumbres británicas. ¡Abajo con el demoníaco sistema de separación de clases que rige en este país! ¡Eso digo yo!
—Sí, yo misma se lo llevaré a Susan.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, no. De ninguna manera. —Se volvió hacia mí—. Supongo que estará usted muy cansada para salir de nuevo, después de su paseo por las colinas…
Yo había cenado, había reposado, estaba perfectamente dispuesta a salir otra vez, y así se lo dije.
A Lucilla se le iluminó la cara. Por alguna razón, a saber cuál, había atribuido al parecer cierta importancia al hecho de convencerme de que la acompañara en su paseo.
—Solamente se trata de visitar a una pobre mujer del pueblo que padece de reuma —me dijo—. Tengo una cataplasma para ella, y bien podría hacérsela llegar de otro modo, pero es vieja y obstinada. Si soy yo quien se la lleva, creerá que es un remedio eficaz. Si se la lleva cualquier otro, la tirará como si fuera un desperdicio. Me había olvidado de ella por completo, pues estuve absorta en nuestra larga, interesante, agradable conversación. ¿Nos preparamos, pues, para salir?
Apenas había cerrado la puerta de mi dormitorio cuando oí que alguien llamaba con los nudillos. ¿Lucilla? No: la anciana nodriza que venía de puntillas, con cara de misterio y con el dedo índice puesto sobre los labios para indicarme que me iba a hacer alguna confidencia.
—Le ruego me perdone, señora —dijo con un hilillo de voz—. Creo que es mi deber advertirle de que mi joven ama tiene una intención muy precisa al pedirle a usted que la acompañe esta noche. Está que arde de pura curiosidad… Al igual que todos nosotros, a qué negarlo. Ayer noche hizo que yo la acompañara y utilizó mis ojos para ver, pero no la han dejado del todo satisfecha. Ahora, lo que quiere es probar a ver con sus ojos de usted.
—¿En qué tiene tanta curiosidad la señorita? —inquirí.
—Es muy natural, pobrecita mía —prosiguió la anciana llevada por su propio pensamiento y sin hacer la menor referencia a mi pregunta—. Es que nadie ha conseguido averiguar nada de él. Suele dar su paseo al atardecer. Es casi seguro que esta noche se lo encuentren, y así podrá juzgar usted por sí misma, señora… Con una jovencita inocente como la señorita Lucilla… ¿Qué será lo más sensato que se pueda hacer?
Esta extraordinaria respuesta encendió en llamaradas mi curiosidad.
—¡Mi buena señora! —dije—. ¡Olvida usted que soy nueva en el lugar! No sé de qué me está hablando. ¿Tiene al menos un nombre ese hombre misterioso? ¿De quién se trata?
Según decía esto, alguien llamó a la puerta.
—¡Señora, no me delate, se lo ruego! —susurró Zillah con ansiedad—. Lo verá usted con sus propios ojos. Yo solo se lo digo por el bien de mi joven señora.
Se alejó cojeando y abrió la puerta. Allí estaba Lucilla, con su elegante sombrero de paseo, esperándome.
Salimos al jardín por la puerta de nuestra ala del edificio, atravesamos una reja que hacía las veces de cancela en la tapia y nos dirigimos al pueblo.
Tras la precaución que me había contagiado la nodriza me fue imposible formular ninguna pregunta; de lo contrario, habría corrido el riesgo de embrollar nuestra vida doméstica el día mismo en que me sumaba a ella. Abrí bien los ojos y esperé a que se produjeran los acontecimientos. También cometí, de entrada, una torpeza imperdonable: le ofrecí a Lucilla mi brazo para guiarla. Ella se echó a reír.
—¡Mi querida madame Pratolungo! Conozco el camino mucho mejor que usted. Puedo recorrer los alrededores a mi antojo sin más ayuda que esta.
Sostuvo en alto un bonito bastón con la empuñadura de marfil, rematado por una borla de seda brillante. Con el bastón en una mano y el frasco de medicamento en la otra, con su pícaro sombrerito bien encasquetado, componía la más bella y pintoresca estampa que había visto yo en mucho tiempo.
—Será usted quien me guíe, querida —le dije a modo de disculpa, y la tomé del brazo para seguir por el camino del pueblo.
A la media luz del crepúsculo no nos cruzamos con nadie que semejara una misteriosa silueta. Vi a unos cuantos labriegos esparcidos por aquí y por allá, los mismos que ya había visto antes, y nada más; Lucilla permanecía en silencio: a tenor de lo que me había dicho Zillah, me dije, iba sospechosa y llamativamente callada. Tal como había supuesto, tenía el aire de una persona que aguzara el oído al máximo. Llegamos a la casa de la mujer reumática, se detuvo y entró mientras yo la esperaba junto a la puerta. El asunto de la cataplasma no duró mucho. Salió al cabo de un minuto, y esta vez me tomó del brazo por decisión propia.
—¿Vamos un poco más allá? —propuso—. A esta hora de la tarde se está tan bien a la fresca…
El objetivo que ella tuviera en mente, fuera cual fuese, estaba evidentemente algo más allá del pueblo. En el crepúsculo solemne y apacible seguimos por las desiertas revueltas del valle, las mismas por donde había pasado yo por la mañana. Cuando llegamos frente a la casa pequeña y solitaria que conocía yo con el nombre de Browndown, noté que inconscientemente me apretaba con la mano en el brazo. «¡Ajá! —me dije—. ¿Tendrá Browndown algo que ver con todo esto?».
—¿Está muy solitario esta noche el paisaje? —preguntó Lucilla a la vez que abarcaba toda la panorámica con un movimiento de su bastón.
Interpreté que el verdadero significado de su pregunta era más bien este: «¿Ve usted a alguien que haya salido a dar un paseo por ahí?». No era de mi incumbencia desentrañar el sentido de su pregunta mientras ella no me hubiera confiado su secreto.
—Querida, en mi opinión la vista es espléndida.
Eso fue cuanto le dije.
De nuevo guardó silencio y quedó como absorta en sus pensamientos. Doblamos una nueva revuelta del valle y allí, caminando en dirección contraria, por fin apareció una figura humana: ¡la figura de un hombre a solas!
A medida que nos fuimos acercando me percaté de que era un caballero: iba vestido con una liviana chaqueta de caza y llevaba un sombrero de fieltro de forma cónica, al estilo italiano. Un poco más cerca… vi que era joven. Más cerca aún… y descubrí su apostura y, aunque sin duda apuesto, lo era de manera un tanto afeminada. En ese mismo instante oyó Lucilla sus pasos. Se le subió el color en el acto; de nuevo sentí que involuntariamente me apretaba el brazo con su mano. (¡Bien! ¡Por fin me salía al paso el misterioso objeto de la advertencia que me hizo Zillah!)
No me duelen prendas al reconocerlo: tengo buena vista para los hombres apuestos. Lo miré mientras nos cruzábamos. Puedo asegurar al lector, y lo hago con toda solemnidad, que no soy una mujer fea. No obstante, en el momento en que se encontraron nuestras miradas, vi que de pronto se contraía el rostro del caballero desconocido con una expresión que a las claras me indicó la impresión desagradable que yo le había producido. No sin ciertas dificultades, pues mi compañera de paseo me sujetaba por el brazo de tal modo que parecía más que dispuesta a hacer un alto en el camino, apreté el paso para rebasarlo cuanto antes, poniendo de manifiesto, me atrevería a decir, que ese cambio de expresión en su rostro, en el momento en que lo miré, me había parecido una impertinencia por su parte. Fuera como fuese, al cabo de un brevísimo intervalo oí sus pasos tras nosotras. El hombre se había dado la vuelta para seguirnos.
Se me acercó por el lado opuesto al de Lucilla y se quitó el sombrero.
—Le ruego que me disculpe, señora —dijo—. Usted me acaba de mirar.
Nada más tomar la palabra el caballero, Lucilla se sobresaltó. Comenzó a temblarle la mano con que me sujetaba el brazo con una agitación que me resultó inconcebible. Con la doble sorpresa que me produjeron ese descubrimiento y el hecho de verme bruscamente acusada de haber ofendido a un caballero por haberlo tan solo mirado, sufrí la más excepcional de las pérdidas en lo que a una mujer atañe, pues perdí la capacidad de habla.
No me dio tiempo de recobrarme. Procedió a decir lo que tenía previsto, y habló, nótese, con el tono perfecto de un caballero de buena crianza, sin el menor desatino en su semblante, sin ninguna rareza en su actitud.
—Discúlpeme si me aventuro a hacerle una pregunta que tal vez le parezca muy extraña —siguió—. ¿Estuvo usted por ventura en Exeter el día 3 del mes pasado?
(Si para entonces no hubiera recobrado la facultad de hablar, no habría sido yo ni la mitad de mujer que soy.)
—Nunca en mi vida he puesto los pies en Exeter, señor mío —repuse—. ¿Puedo por mi parte preguntarle a qué se debe tal pregunta?
En vez de responder, el caballero miró a Lucilla.
Estaba claramente a punto de preguntar si Lucilla había estado en Exeter en la fecha señalada, pero se contuvo. Presa del interés que sentía por lo que estaba ocurriendo, sin aliento casi, Lucilla se había vuelto de frente al caballero. Aún quedaba luz suficiente para que sus ojos relatasen por sí solos su triste historia aunque fuese a su manera, en silencio. Al leer en ellos la verdad, se produjo un nuevo cambio en la expresión del hombre, que pasó de su previa mirada escrutadora y atenta a un inequívoco gesto de compasión, aunque poco me ha faltado para decir «de consternación». Volvió a quitarse el sombrero y me dedicó un gesto de cortesía con el que quiso expresar su más profundo respeto.
—Le ruego que me perdone —dijo de todo corazón—. Le ruego que me perdone también la damisela. Perdonen, por favor. Les aseguro que mi extraño comportamiento tiene una disculpa, desde luego que la tiene. Si pudiera atreverme a explicárselo… Me afligió usted al mirarme de ese modo. Lamento no poder explicarles el porqué. Buenas tardes.
Se dio la vuelta con prisas, como un hombre confundido y avergonzado de sí, y de ese modo nos dejó donde nos habíamos encontrado. Tan solo puedo repetir que no percibí nada raro ni veleidoso en su talante. Un perfecto caballero en sus cabales: esta es la justa descripción que puedo hacer de él, sin exageraciones de ninguna clase.
Miré a Lucilla. Estaba quieta, vuelto su ciego semblante hacia el cielo, perdida en su interior como una persona sumida en el éxtasis.
—¿Quién es ese hombre? —le pregunté.
Mi pregunta la hizo caer bruscamente del cielo y bajar de golpe a la tierra.
—¡Oh! —me reprochó—. ¡Todavía tenía su voz en los oídos… y ahora la acabo de perder! ¿Quién es? —añadió pasado un momento, repitiendo así mi pregunta—. Pues nadie lo sabe. Dígame… ¿cómo es? ¿Es guapo? ¡Con esa voz, tiene que serlo!
—¿Es la primera vez que escucha usted su voz? —inquirí.
—Sí. Ayer nos cruzamos con él cuando salí a pasear con Zillah, pero no dijo nada. Dígame, ¿cómo es? ¡Se lo ruego! ¿Cómo es?
Noté en ella tan apasionada impaciencia, y eso me aconsejó que no me tomara a la ligera su interés. Ya rondaba la noche. Me pareció oportuno y sensato proponer que volviéramos a la casa. Lucilla consintió en hacer lo que yo quisiera, a cambio de que accediera a describirle cómo era el desconocido.
Durante todo el camino de vuelta fui interrogada y vuelta a interrogar a conciencia, hasta que me sentí como un testigo sometido a un hábil examen cruzado ante un tribunal. Lucilla de momento pareció darse por satisfecha con los resultados.
—¡Ah! —exclamó, y así dio suelta al secreto que me había confiado la anciana nodriza—. Usted sí que sabe sacar provecho de sus ojos, porque Zillah no supo decirme nada de nada.
Al llegar a la casa, su curiosidad dio un nuevo giro.
—¿Exeter? —dijo como si hablara consigo misma—. Hizo mención de Exeter, ¿verdad? En eso soy como usted: jamás he estado allí. ¿Qué nos dirán de Exeter los libros? —Ordenó a Zillah que fuese al otro extremo de la casa en busca de una guía geográfica. Yo seguí a la anciana por el pasillo y la tranquilicé en un susurro.
—He guardado en secreto lo que usted me dijo —le confié—. El hombre apareció a la luz del crepúsculo, tal como me avisó usted. He hablado con él, y ahora me invade la misma curiosidad que a todos ustedes. Vaya a buscar el libro.
A decir verdad, Lucilla me había contagiado su idea. Yo también pensaba que la guía tal vez nos sirviera de ayuda para desentrañar la llamativa pregunta que me hizo el desconocido en lo tocante al día 3 del mes anterior, así como su extraordinaria afirmación de que yo le había afligido al mirarlo a la cara. Con la nodriza sin resuello a un lado y Lucilla conteniendo la respiración al otro, abrí el libro por la «E» y leí en voz alta el párrafo siguiente:
—EXETER: Ciudad con puerto de mar en el condado de Devonshire. Antigua sede palaciega de los reyes sajones. Tiene una intensa actividad comercial, tanto interior como con otras ciudades del extranjero. Población, 33.738 habitantes. Las sesiones del Tribunal Superior de Justicia del condado de Devonshire se celebran en Exeter en primavera y en verano.
—¿Nada más? —preguntó Lucilla.
Cerré el libro y contesté con idéntico laconismo que el mozo de Finch:
—Nada más.