CAPÍTULO I
Madame Pratolungo se presenta
Esta es una invitación al lector para que lea el relato de un acontecimiento que se produjo en un rincón de Inglaterra muy alejado de las ciudades más frecuentadas, hace ya unos cuantos años.
Las personas a las que se refiere dicho acontecimiento de manera principal son las siguientes: una muchacha ciega; dos hermanos gemelos; un diestro cirujano; una curiosa extranjera. Yo soy la curiosa extranjera. Y por razones que se han de aclarar a su debido tiempo soy yo la que asume la tarea de relatar esta historia.
Por el momento creo que nos entendemos el uno al otro. Bien. Me presentaré al lector, así pues, con tanta concisión como me sea posible.
Soy madame Pratolungo, la viuda del célebre patriota sudamericano, el doctor Pratolungo. Soy francesa de nacimiento. Antes de casarme con el doctor pasé muchas vicisitudes en mi propio país. Estas terminaron por dejarme, a una edad que ninguna relevancia tiene para nadie, con bastante experiencia del mundo, con un talento musical para el pianoforte que he cultivado a fondo, con una cómoda fortunita que inesperadamente me fue legada por un pariente de mi querida y difunta madre, fortuna que compartí, eso sí, con mi buen padre y mis hermanas menores. A estas cualificaciones aún añadí una más, la más preciada de todas, cuando me casé con el doctor: una fuerte inyección de principios ultraliberales. Vive la Republique!
Hay quien hace una cosa y quien hace otra cuando se trata de celebrar un matrimonio. Una vez convertidos en marido y mujer, el doctor Pratolungo y yo nos embarcamos con rumbo a Centroamérica y dedicarnos nuestra luna de miel, en aquellos parajes trastornados y agitados, al sagrado deber de derrocar tiranos.
¡Ah! La vitalidad de mi noble esposo era el aire que henchía las velas de la revolución. Desde su juventud, y en lo sucesivo, adoptó la gloriosa profesión de patriota. Allá donde las gentes del sur del Nuevo Mundo se sublevaban y proclamaban su independencia, y debo decir que en mis buenos tiempos aquella ferviente población poco más llegaba a hacer, allá estaba el doctor dedicado en cuerpo y alma al altar de su país de adopción. Quince veces tuvo que exiliarse, y quince veces fue condenado a muerte en su ausencia, cuando yo lo conocí en París, cuando era la viva imagen de la heroica pobreza, con la tez bien curtida y una cojera ostensible. ¿Quién podría no haberse enamorado de un hombre semejante? Orgullosa me sentí cuando me propuso desposarme ante el altar de su país de adopción y en el suyo propio, a mí y a mi dinero, pues, ¡ay!, que en este mundo todo es caro, incluida la destrucción de los tiranos y la salvación de la libertad. Todo mi dinero lo dediqué a ayudar a la sagrada causa del pueblo. Los dictadores y los filibusteros florecieron muy a nuestro pesar. Antes de nuestro primer aniversario de boda, el doctor tuvo que huir (por decimosexta vez en su vida) para no ser juzgado, pues su propia vida estaba en juego. Así las cosas, mi esposo fue condenado a muerte y yo me quedé con los bolsillos vacíos. A pesar de los pesares, yo amo aún la causa republicana. ¡Más os vale respetarlo, pueblo de la monarquía, que prosperáis y engordáis contentos bajo el dominio del tirano!
En aquella ocasión nos refugiamos en Inglaterra. Los avatares de Centroamérica siguieron su curso sin nosotros.
Pensé en la posibilidad de dar clases de música. Sin embargo, mi glorioso esposo no pudo consentir que yo me alejara de él. Supongo que nos habríamos muerto de hambre y que no habríamos pasado de conseguir más que un triste parrafito en los periódicos de Inglaterra… si el final no hubiera llegado de otra forma. Mi pobre Pratolungo estaba efectivamente deshecho. Se terminó de hundir bajo el peso de su decimosexto exilio. Me quedé viuda y sin más consuelo que la herencia de los nobles sentimientos que siempre defendió mi esposo.
Volví a París y pasé un tiempo con mi buen padre y con mis hermanas, pero no estaba en mi naturaleza el quedarme con ellos y convertirme en una pesada carga para los de casa. Volví de nuevo a Londres provista de recomendaciones, pero me encontré con calamidades inconcebibles en mi empeño por ganarme la vida de manera honrosa. De toda la riqueza que vi en derredor —la pródiga, insolente, ostentosa riqueza—, ninguna me tocó en parte. ¿Qué derecho tiene nadie a ser rico? Aquí mismo desafío al lector, quien quiera que sea, a demostrar que alguien tiene derecho a ser rico.
Sin abundar en mis calamidades, baste con decir que un buen día desperté con tres libras, siete chelines y cuatro peniques en el monedero, aparte de mi ferviente temperamento y mis principios republicanos, y absolutamente sin ninguna perspectiva, esto es, sin la posibilidad de que ni siquiera medio penique más acabara en mi bolsillo… a no ser que me lo ganara por mis propios medios.
En esta triste tesitura, ¿qué puede hacer una mujer honesta que a la fuerza ha de ganarse la independencia con el sudor de su frente? Bien fácil: toma tres chelines y seis peniques del humilde remanente que le queda en el monedero y pone un anuncio en un periódico.
Una siempre anuncia la mejor faceta de sí misma. (¡Ah, la pobre humanidad!) Mi mejor faceta era la musical. En los tiempos de mis vicisitudes, antes de contraer matrimonio, había tenido parte en un establecimiento de mercería de Lyon. En otra época fui ayuda de cámara de una gran dama de París. Sin embargo, en la situación en que me encontraba, esas facetas de mi persona no eran, por diversas razones, tan presentables como lo era mi versatilidad en el pianoforte. No era una gran pianista; más bien distaba mucho de serlo. Sin embargo, había recibido una sólida formación, y tenía lo que se suele considerar una competencia y, una destreza notables en el instrumento. Abreviando, saqué el mejor partido de mí misma, se lo prometo al lector, en mi anuncio.
Al día siguiente pedí prestado el periódico para disfrutar del orgullo que me produciría ver mi anuncio impreso.
¡Ah, cielos! ¿Qué descubrí? Descubrí lo mismo que han hallado tantos otros desdichados anunciantes antes que yo. Encima de mi propio anuncio, ¡alguien anunciaba precisamente lo que yo estaba buscando! Basta con echar un vistazo a cualquier periódico, y verá el lector cómo dos desconocidos que (si se me permite expresarme de esta forma) encajan perfectamente el uno con el otro se anuncian el uno junto al otro sin saberlo siquiera. Yo me había anunciado como «acompañante con diestros conocimientos musicales para señora o señorita. Con un animado temperamento». Y encima de mí se encontraba mi desconocida y necesitada compañera de anuncio, que en letras de molde se expresaba de este modo: «Se busca acompañante para una dama. Ha de ser una avezada ejecutante de partituras musicales y tener un animado temperamento. Se exige testimonio de su capacidad y referencias de primerísima clase». ¡Era exactamente lo mismo que ofrecía yo! «Solo se admitirán solicitudes por escrito». ¡Justamente lo mismo que decía yo! Vergüenza debería darme, pues había invertido tres chelines y seis peniques en balde. Arrojé el periódico en un rapto de cólera mal contenida (como una imbécil) y recogí el periódico al punto (como una mujer sensata) para solicitar por escrito el puesto que se anunciaba.
Mi carta me puso en contacto con un abogado. El abogado se envolvió en un tupido velo de misterio. Diríase que entre sus hábitos profesionales se contaba el de no revelar nada a nadie, al menos mientras pudiera evitarlo.
Gota a gota, ese hombre fatigoso me fue poniendo al corriente de las circunstancias. La dama era de hecho una damisela. Era la hija de un clérigo. Vivía en un recóndito rincón del país. Por si fuera poco, vivía en la parte más retirada de la casa. Su padre se había casado en segundas nupcias. La única hija de su primer matrimonio era la damisela en cuestión, pero imagino que, para variar, había tenido una familia numerosa en su segundo matrimonio. Debido a ciertas circunstancias, era forzoso que la damisela viviera en gran medida apartada del tumulto de una casa repleta de niños pequeños. Y de esa forma siguió perorando y exponiendo detalles de toda clase, hasta que ya no pudo mantenerlo en secreto por más tiempo: solo entonces lo soltó. ¡La damisela era ciega!
Joven, solitaria y ciega. Tuve un súbito arranque de inspiración. Sentí que la iba a amar.
El asunto de mi capacidad musical, en esta triste tesitura, era un asunto de considerable gravedad. La pobre damisela contaba únicamente con un solo y gran placer para iluminar su vida oscurecida: la música. Sería requisito indispensable de su dama de compañía que supiese leer las partituras y ejecutar con valía suficiente las obras de los grandes maestros, que esa joven criatura adoraba; por su parte, la damisela escucharía con toda atención, tomaría asiento ante el teclado del piano y reproduciría la partitura trozo a trozo y de oído. Se designó a un profesor que me sometería a examen antes de emitir su veredicto, consistente en establecer si era yo digna de confianza a la hora de interpretar correctamente a Mozart, Beethoven y a los demás maestros que han escrito bellas obras para piano. Superé con éxito esta ordalía. En lo tocante a mis referencias, hablaban por sí solas. Ni siquiera el abogado, por más que lo intentó por todos los medios, pudo encontrar en ellas la menor tacha. Por ambas partes quedó dispuesto que, en primera instancia, yo iría a pasar un mes de visita en casa de la damisela. Si al término de mi estancia las dos lo deseáramos, yo seguiría con ella de acuerdo con una serie de términos pactados a mi entera satisfacción. Ese fue el pacto que acordamos.
Al día siguiente tomé el tren para proceder a mi visita.
Según mis instrucciones, debía viajar hasta Lewes, una ciudad sita en el condado de Sussex. Una vez allí, debía preguntar, por la tartana del padre de mi damisela, que en su tarjeta de presentación atendía por el nombre de reverendo Tertius Finch. La tartana me llevaría hasta la casa rectoral del pueblo de Dimchurch. Y el pueblo de Dimchurch se encontraba ya en las colinas del sur de Inglaterra, a menos de cuatro millas de la costa.
Cuando monté en el vagón del tren, eso era todo cuanto sabía. Después de mi vida aventurera, después de las volcánicas agitaciones de mi trayectoria republicana en tiempos del doctor, ¿estaba yo a punto de enterrarme en una recóndita aldea de Inglaterra para vivir una vida tan monótona como la de las ovejas que pastan en la falda de un monte? Ah, a pesar de toda mi experiencia aún me quedaba por aprender que los más angostos límites del ser humano tienen anchura suficiente para abarcar las más grandes emociones del propio ser humano. Yo había contemplado el drama de la vida en medio del tumulto de las revoluciones tropicales. Aún iba a verlo de nuevo, en todo su palpitante interés, en las aireadas soledades de las colinas que forman la cordillera montañosa del sur de Inglaterra.