CAPÍTULO XXXII
¡Ay de la boda!
Nos quedamos juntas; Nugent acompañó a los dos oculistas hasta la cancela.
Una vez a solas las dos, la ausencia de Oscar por fuerza tuvo que llamar la atención de Lucilla. En el momento mismo en que se estaba refiriendo a él en unos términos que no me iban a facilitar la labor de apaciguarla, nos interrumpieron los llantos del bebé que llegaban desde el jardín. Abrí la ventana y eché un vistazo.
La señora Finch había llevado a cabo su desesperado propósito de abordar a los dos cirujanos y detenerlos para que se interesaran por «los ojos del bebé». Con una sencilla falda y un chal, con la novela tirada de cualquier manera en una parte del jardín y el pañuelo en otra, iba en pos de los dos oculistas que ya se retiraban camino del coche. Sin temor a las apariencias, Herr Grosse había puesto pies en polvorosa. Se retiraba de los chillidos del bebé (con los dedos metidos en las orejas) a toda la velocidad que le permitían sus cortas piernas. Nugent le había tomado la delantera y ya abría la cancela. El muy respetable señor Sebright, profesionalmente incapaz de echar a correr, avanzaba en retaguardia. Casi pisándoles los talones, la señora Finch alzaba a cada paso al bebé para que uno u otro lo inspeccionaran. También a cada paso, el señor Sebright alzaba las manos a modo de cortés protesta. Herr Grosse se abalanzó por la cancela abierta y desapareció. El señor Sebright siguió el ejemplo de Herr Grosse, y la señora Finch trató de seguir al señor Sebright… cuando apareció en escena un nuevo personaje. Sobresaltado en su sacrosanto despacho por el alboroto que se había armado, el rector en persona salió al jardín y obligó a su esposa a parar en seco, interrogándola con su atronadora voz de barítono.
—¿Qué significa esta inverosímil perturbación?
Entre Nugent y el rector se cruzaron algunas palabras que no pude oír, aunque es de suponer que se refirieron a la visita de los dos cirujanos que ya se marchaban por fin. Al cabo de un rato, el señor Finch se dio la vuelta (a todas luces muy ofendido por algo que alguien le había dicho) y se dirigió a Oscar, que acababa de hacer acto de presencia en el jardín. Era evidente que había esperado a que se fuera el coche para aparecer allí. El rector lo tomó del brazo con gesto paternal; hizo una seña a su esposa con la otra mano y también la tomó del brazo. Majestuosamente de regreso a la casa, flanqueado por los dos, el reverendo Finch reafirmó su autoridad por riguroso turno, primero ante Oscar, después ante su mujer. Su voz atronadora llegó hasta mis oídos con toda claridad, aunque acompañada en aguda discordancia por los últimos gemidos del agotado bebé. Así empezó su perorata el Papa de Dimchurch:
—¡Oscar! Debe usted comprender con toda claridad, hágame el favor, que mantengo mi enérgica protesta contra el impío intento que se ha hecho por trastocar la vista de mi afligida hija. ¡Señora Finch! Debe usted comprender que disculpo su inaudita persecución de dos cirujanos totalmente desconocidos en consideración al estado en que la encuentro a usted en estos momentos. Después de su último parto quitando los ocho siguientes se tornó usted, bien lo recuerdo, histéricamente irresponsable. ¡Guarde silencio! Ahora mismo se comporta usted con la misma histérica irresponsabilidad. ¡Oscar! En justicia a mí mismo declino estar presente en cualquier discusión que pueda seguir a la visita de esos dos profesionales, pero no miro con malos ojos la ocasión de darle un consejo por su propio bien. Me niego en redondo. Y le sugiero que también se niegue usted con la misma rotundidad. ¡Señora Finch! ¿Cuánto tiempo hace que probó usted bocado? ¿Dos horas? ¿Está segura de que han pasado ya dos horas? Muy bien. Le hace a usted buena falta un sedante. Le ordeno, en calidad de médico, que se de un baño caliente y que no salga de la bañera hasta que yo mismo vaya a verla. ¡Oscar! Querido amigo, permítame decirle que le falta a usted peso moral. Esfuércese por oponerse con toda resolución a cualquier plan que se trace, sobre todo si es por parte de mi desdichada hija o de quienes la aconsejan, si entraña nuevos gastos en honorarios y ulteriores visitas por parte de esos profesionales. ¡Señora Finch! La temperatura del agua ha de ser de treinta y seis grados, y ha de colocarse en una posición parcialmente yacente. ¡Oscar! Me hará usted saber a qué decisión lleguen ahí arriba, en el dormitorio de mi hija. Y no después de que oigan lo que usted haya de decirles, sino después de que se tenga en cuenta todo mi peso moral. ¡Señora Finch! Al salir del baño, quiero que permanezca usted vestida con muy poca ropa. A la vista de la situación en que tiene la cabeza, le prohíbo expresamente toda compresión, sea por medio de ballenas o de cordones, a la altura de la cintura. Le prohíbo el uso de ligas con esa misma finalidad. Se abstendrá usted de tomar el té y de charlar. Quiero que permanezca usted boca arriba. Quiero…
No llegué a oír qué otras cosas debía hacer la desdichada mujer. El señor Finch desapareció con ella doblando la esquina de la casa. Oscar esperó en la puerta de nuestra ala de la casa rectoral hasta que llegó Nugent, y luego fueron juntos a la sala de estar, donde esperábamos el regreso de ambos.
Al cabo de unos cuantos minutos aparecieron los dos hermanos.
Durante todo el tiempo que habían pasado los cirujanos en la casa, yo me había fijado en que Nugent insistía en mantenerse escrupulosamente en un segundo plano. Una vez asumida la responsabilidad de poner científicamente a prueba la grave cuestión de la vista de Lucilla, parecía haber tomado la resolución de quedarse ahí, de no dar un paso más y de no intervenir en el asunto una vez pasada esa primera etapa. Ahora, reunidos en comité para discutir y posiblemente para combatir la resolución de Lucilla de pasar a un extremo, se abstuvo de intervenir activamente en la cuestión que nos ocupaba.
—He traído a Oscar conmigo —dijo a Lucilla—, y le he explicado al venir que las opiniones de los dos oculistas difieren ampliamente. También está al corriente de la decisión que ha tomado usted al adoptar la visión más favorable, la expresada por Herr Grosse, pero no sabe nada más.
Dicho esto callo bruscamente y tomó asiento algo alejado de nosotros, en el otro extremo de la sala.
Lucilla apeló a Oscar en el acto, para que explicase su conducta.
—¿Por qué te has quedado tan al margen? —preguntó—. ¿Por qué no has estado conmigo en el momento más crucial de mi vida?
—Porque sentía la angustia que estabas viviendo de manera especialmente intensa —contestó Oscar—. No vayas a pensar que he sido desconsiderado contigo, Lucilla. Si no me hubiese quedado al margen, tal vez no habría sido capaz de dominarme.
Me pareció que semejante respuesta era demasiado diestra para ser una improvisación de Oscar. Además, miró a su hermano al decir esas últimas palabras. Era más que probable que, en el breve intervalo transcurrido antes de que aparecieran en la sala de estar, Nugent hubiera aleccionado a Oscar y le hubiera indicado qué debía decir.
Lucilla recibió sus disculpas con pronta elegancia y amabilidad.
—El señor Sebright, Oscar, dice que he perdido la vista irremisiblemente. Herr Grosse responde que con una operación podré ver. ¿Será preciso decirte en cuál de los dos creo? Si me hubiese podido salir con la mía, Herr Grosse me habría operado los ojos antes incluso de regresar a Londres.
—¿Y se negó?
—Sí.
—¿Por qué?
Lucilla le habló de las razones que había aducido el oculista alemán, las incontestables razones del aplazamiento. Oscar escuchó con gran atención y una vez más miró a su hermano antes de responder.
—Tal como yo entiendo las cosas —dijo—, si decides correr el riesgo de someterte a la operación, decides a la vez soportar un aprisionamiento de mes y medio en un cuarto oscuro, aparte de ponerte enteramente a disposición del cirujano durante otro mes y medio más. ¿Has tenido en cuenta, Lucilla, que eso supone aplazar de nuevo nuestra boda al menos durante otros tres meses?
—Si estuvieras en mi lugar, Oscar, no dejarías que nada, ni siquiera tu propia boda, se interpusiera en el camino de la recuperación de la vista. No me pidas que lo tenga en consideración, amor. ¡No puedo tener en consideración otra cosa que no sea la perspectiva de verte a ti!
Esta confesión tan franca como intrépida le hizo callar. Estaba sentado frente al espejo, de modo que se estaba viendo la cara. El pobre desdichado movió bruscamente la silla para dar la espalda a su reflejo.
Miré a Nugent y le sorprendí mientras trataba de mirar a su hermano a los ojos. Ya no tuve duda de que, acicateado por él, Oscar había puesto el dedo en la llaga de una cierta dificultad doméstica que yo había tenido en mente desde el momento mismo en que la cuestión de la operación quirúrgica había empezado a plantearse.
(Convendrá explicar en este punto que la boda de Oscar y Lucilla había topado con otro obstáculo y había tenido que aplazarse a consecuencia de la grave enfermedad que contrajo la tía de Lucilla. La señorita Batchford, que estaba formalmente invitada a la ceremonia, como es natural, tuvo la elemental consideración de enviar una nota rogando que la boda no se aplazara por su culpa. Lucilla se había negado, no obstante, a que se celebrase su boda mientras esa mujer que para ella había sido como una segunda madre estuviera al borde de la muerte. Como el rector tenía el ojo echado al dinero de la señorita Batchford —aunque no para sí, que la señorita Batchford lo detestaba, sino para Lucilla—, respaldo la decisión de su hija, y Oscar se vio obligado a plegarse a sus deseos. Estos acontecimientos familiares tuvieron lugar unas tres semanas antes; en ese momento acabábamos de recibir noticias que no solo nos aseguraban la recuperación de la anciana señora, sino que también nos informaban de que estaría incluso en condiciones de asistir a la boda en el plazo de unas dos semanas más. El vestido de la novia ya había llegado a la casa; el padre de la novia estaba listo para oficiar la ceremonia, y de pronto llegaba como una fatalidad la cuestión de la operación, que inesperadamente amenazaba con un nuevo aplazamiento, con una demora que difícilmente podría ser inferior a tres meses. Añádase además un nuevo elemento de azoramiento, y supongamos que Lucilla persistiera en su resolución y que Oscar por su parte insistiera en ocultarle el cambio que había producido en su persona el tratamiento médico administrado para paliar sus ataques. ¿Qué podría suceder? Nada menos que lo siguiente: si la operación tuviera éxito, Lucilla vería con sus propios ojos —antes de la boda, que no después— el engaño de que había sido víctima. Y era imposible pretender siquiera predecir de qué modo acusaría ese engaño una vez lo descubriese. Esta era, así pues, la situación en la que nos encontrábamos cuando se reunió nuestro doméstico parlamento nada más dejarnos a solas los cirujanos.)
Al descubrir que le resultaba imposible atraer la atención de su hermano, Nugent no tuvo más alternativa que intervenir activamente en la conversación por primera vez.
—Permítame sugerir, Lucilla —dijo—, que tiene usted el deber de considerar el otro aspecto de la cuestión antes de tomar una decisión firme. En primer lugar, sin duda resulta muy duro para Oscar tener que posponer el día de la boda una vez más. En segundo lugar, por muy inteligente que sea, Herr Grosse no es infalible. Cabe la posibilidad de que la operación fracase, y tal vez haya pospuesto usted entonces su matrimonio nada menos que por espacio de tres meses sin ninguna razón de ser. ¡Le ruego que lo piense! Si aplaza usted la operación de sus ojos hasta después de celebrarse el matrimonio, reconcilia usted el interés de todos, y tan solo pospondrá un mes el día en que pueda recobrar la vista.
Lucilla meneó con impaciencia la cabeza.
—Si usted fuera ciego —contestó— no permitiría de buen grado que se retrasara una sola hora el momento de recuperar la vista. Me pide usted que lo piense. Le pido yo por mi parte que piense en los años que he perdido. Le pido yo que piense en la exquisita felicidad que he de sentir cuando Oscar y yo nos encontremos ante el altar y yo pueda ver con mis propios ojos al marido al que me entrego de por vida. ¿Posponerlo un mes tan solo? Igual seria que me pidiera usted que muriese durante un mes. Estar aquí sentada y ciega es como estar muerta, y saber en cambio que un hombre está a pocas horas de mí, un hombre que puede darme la facultad de la vista… Se lo voy a decir con toda sencillez: si continúan ustedes oponiéndose a mí de este modo, no respondo de mí misma. Si no se llama a Herr Grosse para que vuelva a Dimchurch antes del fin de semana… Soy, muy dueña de mis actos, así que iré yo a Londres.
Los dos hermanos me miraron.
—¿No tiene usted nada que decir, madame Pratolungo? —preguntó Nugent.
Oscar estaba visiblemente demasiado agitado para decir nada. Sin hacer ruido se acercó hasta mí, y arrodillándose a mi lado se llevó mi mano a sus labios.
El lector tal vez me considere una mujer despiadada, y está en su derecho. No me dejé conmover en modo alguno por ese gesto. Según observará el lector, los intereses de Lucilla y los míos confluían en este punto. Yo había decidido desde el principio que ella no llegaría a casarse mientras todavía viviera en la ignorancia respecto al hombre que estaba desfigurado por el color azul de su piel. Si tomase un rumbo que le permitiera hacer ese descubrimiento por sí sola en un momento oportuno, me libraría a mí de tener que cumplir un deber muy doloroso y muy adverso, y así contraería matrimonio, tal como yo estaba decidida a que lo hiciera, con pleno conocimiento de la verdad. En semejante estado de cosas no era asunto mío unir fuerzas con los dos gemelos para intentar que Lucilla cambiase de parecer. Al contrario, me competía confirmarla en su resolución.
—No creo que tenga el menor derecho a intervenir —dije—. De estar yo en el lugar de Lucilla, al cabo de veintiún años de ceguera, yo también sacrificaría cualquier consideración ante la posibilidad de recuperar la vista.
Oscar se levantó en el acto muy ofendido conmigo y se fue a mirar por la ventana. A Lucilla se le iluminó deliciosamente el rostro.
—¡Ah! —dijo—. ¡Usted sí que me entiende!
Nugent, por su parte, se puso en pie. En interés de su hermano había calculado con demasiada confianza que el matrimonio de Lucilla precedería a su recuperación de la vista. Este cálculo se había ido por completo al garete. El matrimonio pasaba a depender del estado en que se encontrasen los sentimientos de Lucilla después de que ella penetrase por sí sola en la verdad de los hechos. Vi que a Nugent se le nublaba el rostro cuando se dirigía a la puerta.
—Madame Pratolungo —dijo—, tal vez un buen día lamente su manera de obrar en este asunto. Haga lo que le plazca, Lucilla. Yo no tengo más que añadir.
Salió de la sala con un sosegado sometimiento a las circunstancias que le sentaba admirablemente. En ese momento, como en cualquier otro, fue imposible no compararlo favorablemente con las vacilaciones de su hermano. Oscar se dio la vuelta sin moverse de la ventana, en apariencia con intención de seguir a Nugent. Se detuvo sin embargo tras dar el primer paso. Todavía le quedaba un último esfuerzo por hacer. El «peso moral» del reverendo Finch todavía no había entrado en juego.
—Hay una cosa más, Lucilla —dijo—, que deberías saber antes de tomar una decisión. He visto a tu padre, y él desea que sea yo quien te manifieste su firme oposición al experimento que tú estás decidida a probar.
Lucilla suspiró con evidente hastío.
—No es la primera vez que mi padre es incapaz de mostrarme su simpatía —dijo—. Me duele, pero no me sorprende. ¡Eres tú quien me sorprende! —añadió elevando de pronto su tono de voz—. Tú, que me amas, no coincides conmigo, y eso que yo me encuentro al borde mismo de una nueva vida. ¡Cielo santo! ¿Es que no son mis intereses los tuyos? ¿Es que acaso no te merece la pena esperar hasta que yo pueda mirarte y verte cuando jure ante Dios amarte, honrarte y obedecerte? ¿Lo entiende usted? —me dijo a mí—. ¿Por qué empieza a poner trabas y cortapisas cuando no debiera haberlas? ¿Por qué no está tan impaciente como lo estoy yo?
Me volví hacia Oscar. ¡Era el momento idóneo para que se postrase a sus pies y lo reconociera! Era, sin duda, una oportunidad de oro que tal vez nunca más volviera a presentarse. Le indiqué por señas, con toda mi impaciencia, que no la dejara pasar. Él trató de aprovecharla, y quiero hacerle justicia ahora, ya que no pude hacérsela a su debido tiempo. Trató de aprovecharla. Dio un paso hacia ella, se debatió consigo mismo, llegó a decir algo.
—Existe un motivo que justifica mi conducta, Lucilla… —Y calló. Le falló el resuello; volvió a debatirse, logró pronunciar una o dos palabras más—. Un motivo —siguió— que me ha dado miedo confesar…
De nuevo calló. El sudor cubría su lívido rostro. A Lucilla se le agotó la paciencia.
—¿Qué motivo tienes? —preguntó bruscamente.
El tono en que lo dijo acabó con las últimas reservas de decisión que pudiera tener Oscar. Volvió la cabeza bruscamente para no tener que verla. En el último instante —¡qué miserable, qué desdicha de hombre!— se refugió en una excusa.
—No creo en Herr Grosse —dijo débilmente—, o no tanto, al menos, como crees tú.
Lucilla se puso en pie amargamente decepcionada y abrió la puerta que comunicaba con su habitación.
—Si hubieras sido tú el ciego —respondió—, tu fe habría sido mi fe, y tu esperanza habría sido la mía. Parece que es mucho lo qué esperaba de ti. ¡Hay que vivir para aprender! ¡Hay que vivir para aprender!
Se retiró a su habitación y cerró la puerta. No pude soportarlo más. Me levanté con la firme resolución de seguirla y decirle las palabras que él no había sido capaz de pronunciar. Ya tenía la mano en el pomo de la puerta cuando de pronto Oscar me apartó. Me volví y lo miré a la cara en silencio.
—¡No! —dijo, con sus ojos fijos en los míos y su mano posada todavía sobre mi brazo—. Si no se lo digo yo en persona, nadie se lo dirá por mí.
—No puede seguir viviendo engañada. Tiene que saberlo, y lo ha de saber —contesté—. ¡Suélteme!
—Usted me ha dado su promesa de esperar a tener mi permiso para abrir la boca. Le prohíbo que diga nada.
Chasqueé los dedos de la mano que tenía libre delante de sus narices.
—¡Ahí tiene usted lo que me importa esa promesa! —le espeté—. Su despreciable debilidad está poniendo en grave peligro la felicidad de Lucilla y también la suya. —Me volví hacia la puerta y la llamé—. ¡Lucilla!
Él me apretó el brazo con fuerza. Un demonio que acechaba en su interior y que yo aún no había visto nunca dio un salto y me miró a través de sus ojos.
—Dígaselo —masculló con rencor y entre dientes— y le contradiré en la cara. Si está usted desesperada, sepa que yo también lo estoy. ¡Me da igual de qué mezquindad pueda ser culpable! Lo negaré por mi honor; lo negaré bajo juramento. Ya oyó usted lo que dijo ella de usted en Browndown. Me creerá a mí antes que a usted.
Lucilla abrió la puerta y se quedó a la espera en el umbral.
—¿Qué sucede? —preguntó con toda su calma.
Un vistazo de reojo a Oscar me advirtió de que estaba dispuesto a hacer lo que había amenazado con hacer si yo persistía en mi resolución. De todas las desesperaciones, la desesperación del débil es la más falta de escrúpulos, la más difícil de manejar, por no decir imposible, una vez se excita. Por enojada que yo estuviera, renuncié a degradarlo ante ella, tal como ahora lo degrado, oponiendo mi obstinación a la suya. Por pura misericordia hacia los dos terminé por ceder.
—Posiblemente salga un rato, querida, antes de que anochezca —le dije a Lucilla—. ¿Quiere algo del pueblo?
—Sí —dijo—. Si espera un momento, podrá llevarme una carta al correo.
Volvió a su habitación y cerró la puerta.
Yo no miré a Oscar y tampoco le hablé cuando de nuevo estuvimos a solas. Fue él quien rompió el silencio.
—Ha tenido usted en cuenta lo que me prometió —dijo—. Ha hecho usted bien.
—No tengo nada más que decirle —respondí—. Me voy a mi habitación.
Me siguió inquieto con la vista mientras yo avanzaba hacia la puerta.
—Hablaré con ella —murmuró obstinado— cuando me parezca oportuno.
Una mujer sensata no le habría consentido que la irritase diciendo una palabra más. Yo no soy una mujer sensata. Es decir, no siempre lo soy.
—¿Cuando le parezca oportuno? —repetí con toda la fuerza de mi desprecio—. Si no reconoce usted la verdad ante ella antes de que vuelva el cirujano alemán, se le habrá pasado la hora para siempre. Nos ha dicho con absoluta sencillez que una vez haya practicado la operación, no será posible decir ni hacer nada que pueda agitarla o intranquilizarla durante un plazo de varios meses. La preservación de su sosiego es la condición indispensable para que recobre la vista. ¡Muy pronto tendrá usted una excusa inmejorable para guardar silencio, señor Oscar Dubourg!
El tono en que dije esas últimas palabras le aguijoneó en lo más hondo.
—¡Ahórrese el sarcasmo, despiadada francesa! ¡Usted no tiene corazón! —exclamó colérico—. Poco o nada me importa en qué estima me tenga usted, pues Lucilla me ama, y a Nugent todavía le importo.
Mi maligno temperamento hallo en el acto la respuesta más inmisericorde que pude darle a cambio.
—¡Ah, pobre Lucilla! —dije—. ¡Cuánto más felices podrían haber sido sus perspectivas de futuro! ¡Qué pena que no vaya a casarse con su hermano en vez de casarse con usted!
Se le escapó una mueca de dolor al oír esa respuesta, igual que si le hubiese clavado un cuchillo. Abatió la cabeza y se alejó de mí como si fuera un perro apaleado. De repente y en silencio abandonó la estancia.
No había pasado yo ni un minuto a solas cuando se me enfrió la cólera. Traté de seguir caliente; traté de recordar que había insultado a mi patria al llamarme «francesa despiadada», pero no. Muy a mi pesar, me arrepentí de lo que le había dicho.
En un momento más salí a la escalera a ver si todavía estaba a tiempo de alcanzarlo.
Ya era demasiado tarde. Oí el ruido de la cancela antes de haber salido de la casa. En dos ocasiones me aproximé a la cancela para seguirlo, y las dos veces me abstuve de hacerlo por temor a que así empeorasen más las cosas. Terminé por volver a la sala de estar sumamente insatisfecha conmigo misma.
La primera interrupción de mi soledad, que recibí con los brazos abiertos, no fue la de Lucilla, sino la de la anciana nodriza. Zillah apareció con una carta para mí: en ese mismo momento la había dejado en la casa rectoral el criado de Browndown. Estaba escrita por Oscar de puño y letra. Abrí el sobre y leí estas palabras:
MADAME PRATOLUNGO: Me ha causado usted más dolor y más inquietud de lo que podría decir por escrito. Sé que por mi parte he cometido faltas muy graves. De todo corazón le pido que me perdone todo cuanto haya podido decir o hacer para ofenderla. No me puedo plegar al durísimo veredicto que ha pronunciado sobre mí. Si supiera cómo adoro a Lucilla, seguramente me permitiría obrar como lo he hecho y también me comprendería mejor de lo que me comprende. No consigo quitarme de la cabeza las últimas palabras que me dijo con tanta crueldad. No puedo volver a verla sin que medie una explicación. Me ha apuñalado en todo el corazón al decirme que Lucilla tendría una perspectiva de futuro mucho más feliz si se casara con mi hermano en vez de casarse conmigo. Espero de veras que no lo haya dicho en serio. ¿Tendrá la bondad de escribirme para confirmarme que no es así?
OSCAR
¿Escribirle? ¿Decírselo? Bastante absurdo era que, estando a pocos minutos uno del otro, Oscar prefiriese la fría formalidad de una carta en vez de la amistosa facilidad de una entrevista personal. ¿Por qué no había venido a verme en persona? De ese modo, los dos habríamos hecho las paces y habríamos solucionado el conflicto de manera mucho más satisfactoria, y nos habría costado la mitad. En cualquier caso, decidí ir directamente a Browndown y hacer las paces de viva voz con ese muchacho desdichado, débil, bienintencionado y pésimo en sus juicios de valor. ¿No era acaso una monstruosidad haber atribuido un significado tan serio a lo que dijo Oscar cuando era presa del pánico? Su tono, en su mensaje escrito, me intranquilizó tanto que lamenté mucho su nota por esa misma razón. Hacía una de esas tardes muy frías que son harto comunes en Inglaterra en el mes de junio. Ardía un leño en la chimenea. Arrugué la carta y la arrojé a las llamas, o eso me pareció. (Más adelante iba a saber que tan solo la había arrojado a un rincón de la chimenea.) Acto seguido me puse el sombrero sin pararme a pensar en Lucilla ni en la carta que deseaba echar al correo, y fui corriendo a Browndown.
¿Dónde pensará el lector que me lo encontré? ¡Encerrado en su habitación! Su malsana timidez, pues de eso se trataba en el fondo, le llevó a encogerse y a rehuir toda explicación personal, la cual, habida cuenta de las circunstancias, y más con un temperamento como el mío, era la única explicación posible. Tuve que amenazarle con echar la puerta abajo antes de conseguir que me abriera y me diera la mano.
Cara a cara con él no tardé en arreglar las cosas. De veras creo que había estado medio loco, por culpa de las complicaciones que él mismo se había impuesto, cuando afirmó que me acusaría de mentir ante la puerta de la habitación de Lucilla.
No será preciso abundar en lo que sucedió entre nosotros. Tan solo diré en este, punto que tuve muy serias razones poco después —y el lector habrá de comprobarlo— para arrepentirme de no haber hecho caso a la solicitud de Oscar y reconciliarme con él por escrito, en vez de hacerlo de palabra. Si al menos hubiera dejado constancia, con tinta y papel, de lo que efectivamente le dije para expiar mis culpas, posiblemente hubiese ahorrado algún sufrimiento tanto a mí como a los demás. Tal como fueron las cosas, la única prueba que tenía de haberme absuelto en su estima consistía en la cordialidad con que nos estrechamos la mano ya en la puerta, cuando me despedí de él.
—¿Ha visto a Nugent? —me preguntó cuando me acompañaba al recinto cerrado de delante de la casa.
Yo había ido a Browndown por un atajo que había que tomar por la parte de atrás del jardín, en vez de ir por el pueblo. Cuando me lo preguntó, le pregunté a mi vez si Nugent había regresado a la casa rectoral.
—Volvió expresamente para verla a usted —dijo Oscar.
—¿Y por qué?
—Pues por su amabilidad de costumbre. Él tiene la misma visión de las cosas que tiene usted. Se echó a reír cuando le dije que le había enviado una carta, y se fue corriendo (¡querido hermano!) para verla a usted en mi nombre. Si hubiese venido usted por el pueblo, a buen seguro que se lo habría encontrado.
Al volver a la casa rectoral interrogué a Zillah. En mi ausencia, Nugent había subido corriendo a la sala de estar, había esperado allí unos minutos a solas, por si acaso regresaba yo a tiempo; se había hartado de esperar y se había marchado. Le pregunté por Lucilla. Pocos minutos después de que Nugent se marchara, salió de su habitación y también ella preguntó por mí. Al saber que no me encontraba en la casa, dio a Zillah una carta para que la echara al correo y regresó a su dormitorio.
Me encontraba entonces de pie junto a la chimenea viendo cómo se apagaba el fuego, a la vez que oía las explicaciones de la nodriza. No quedaba ni el menor vestigio de la carta que me había enviado Oscar. A juzgar desde mi posición, llegué a la sencilla conclusión de que había hecho justamente lo que había supuesto hacer, esto es, arrojar la carta a las llamas.
Poco después, al entrar en la habitación de Lucilla para disculparme por haberme olvidado de llevar su carta al correo, me la encontré, sumamente fatigada por los acontecimientos del día, cuando ya se disponía a acostarse.
—No me extraña que se cansara de esperar —dijo—. A mí me cuesta mucho, muchísimo escribir, y se me hace muy largo. Sin embargo, era una carta que me sentía en la obligación de escribir yo personalmente. ¿Se imagina a quién estuve escribiendo? ¡Querida, ya está hecho! ¡He escrito a Herr Grosse!
—¡Ya!
—¿A qué había que esperar? ¿Qué quedaba por decidir? Le he contado a Herr Grosse que nuestras consultas familiares ya han terminado, y que me pongo enteramente a su disposición durante todo el tiempo que él considere necesario. Y le advierto de que si trata de aplazarlo, lo único que me obligará a soportar será la inconveniencia de presentarme en Londres en persona. Esa parte de mi carta la he expresado con toda intensidad, en serio se lo digo. La recibirá mañana mismo, en el correo de la tarde. Y al día siguiente, si es un hombre de palabra, estará aquí.
—¡Oh Lucilla! ¿Para operarle los ojos?
—¡Sí! ¡Para operarme los ojos!