CAPÍTULO X
Primera aparición de Jicks
Por la puerta abierta de la sala, suave, súbita y sosegada, entró una niña rechoncha que seguramente no tendría más de tres años. No llevaba sombrero ni cofia que la protegiese del sol. Un sucio delantal la cubría de la barbilla a los pies. Esta asombrosa aparición avanzó hasta el centro de la sala; llevaba bajo el brazo una muñeca andrajosa, de patética apariencia. Miró fijamente primero a Oscar, después a mí; señaló una silla libre que estaba a mi lado y afirmó su derecho a gozar de nuestra hospitalidad con estas palabras:
—Jicks se va a sentar.
En semejantes circunstancias, ¿cómo habría sido posible lanzar una invectiva contra el infame sistema en que se basa la sociedad moderna? Tan solo habría sido posible dar un beso a «Jicks».
—¿Sabe usted quién es? —pregunté al aupar a nuestra visitante a la silla.
Oscar se echó a reír. Igual que yo, era la primera vez que veía a tan misteriosa damisela. Igual que yo, se preguntaba qué querría decir el extraordinario sobrenombre con que se había presentado.
Miramos a la niña. Con las piernas bien estiradas y rematadas por unas botitas polvorientas que tenían sendos agujeros, elevó sus ojos grandes y redondos, protegidos por una cornisa de cabellos revueltos en mechones, sin peinar; nos miró con gran seriedad e hizo una segunda apelación a nuestra hospitalidad.
—Jicks va a tomar algo de beber.
Mientras Oscar iba a la cocina en busca de un vaso de leche, me las ingenié para descubrir la identidad de Jicks.
En el modo en que entró la niña en la sala, con su muñeca en el brazo, vi algo, aunque no sabría precisar qué fue, que me recordó a la linfática señora de la rectoría, a su manera de ir de un lado para otro con un bebé en una mano y una novela en la otra. Me tomé la libertad de examinar el delantal de Jicks y descubrí el rótulo bordado en una esquina: «Selina Finch». Tal como había supuesto, tenía a mi lado a un miembro de la muy numerosa familia Finch, y un miembro por cierto bastante joven, me pareció, para haberse alejado sin sombrero, a solas, por los alrededores de Dimchurch.
Volvió Oscar con un tazón de leche. La niña insistió en ser ella quien lo sostuviera con ambas manos y lo vació hasta la última gota; recobró el aliento con una honda inspiración, alzó la vista con un blanco bigote de leche en el labio superior y anunció de este modo la conclusión de su visita:
—Jicks se va a marchar.
Deposité en el suelo a nuestra pequeña amiga. Cogió su muñeca y se quedó parada unos instantes, sumida en sus pensamientos. ¿Qué iba a hacer a continuación? No permanecimos demasiado tiempo en la incertidumbre. De pronto me tomó de la mano con su manecita caliente y regordeta, e intentó arrastrarme tras ella cuando se disponía a salir.
—¿Qué es lo que quieres?
Jicks contestó con una sola palabra compuesta e intraducible.
—Carcamán.
Me dejé arrastrar fuera, no supe si para ver a «carcamán», para jugar a «carcamán» o para comer «carcamán». Me llevó a tirones por el pasillo, hasta la puerta de la casa. Allí mismo, tras haberse acercado hasta la casa sin que la oyéramos, gracias a la espesa hierba del prado, estaba la carreta con su caballo enganchado y el cochero de turno, a la espera de cargar el cajón de las láminas de oro y plata para devolverlas a Londres. Miré a Oscar, que me había seguido. En ese momento comprendimos no solo la magistral palabra compuesta que ideó Jicks (y que significaba carreta con caballo, dejando a un lado al cochero, a sus ojos carentes de importancia), sino también la cortés atención que tuvo la niña al entrar para informarnos, tras un momento de reposo y un refrescante sorbo de leche, de una circunstancia en la que ninguno de los dos habíamos reparado. Según hubo de reconocer, el cochero había sido investigado e interrogado a fondo por aquella cría extraordinaria, que se acercó a pie hasta la misma puerta de Browndown por averiguar qué hacía allí. Jicks era todo un personaje en Dimchurch. Le habían puesto «Gitanilla» por sobrenombre, y al final lo abreviaron con una palabra tomada de su dialecto, «Jicks». Por más que lo intentasen, no había forma de impedir que se fuese de la rectoría: hacía ya tiempo que, desesperados, habían renunciado al empeño. Tarde o temprano volvía por su propio pie, o la traía alguien, o bien la encontraba uno de los perros pastores adormecida bajo un arbusto, y daba la alarma a ladridos.
—Sabe Dios qué tendrá esa chiquilla en la cabeza —dijo el cochero, que contemplaba a Jicks con una especie de supersticiosa admiración—. Tiene voluntad propia, tiene verdadera personalidad. Con solo tres añitos es como una adivinanza cuya solución ninguno sabemos encontrar. Y eso es todo lo que sé de ella, ni más ni menos.
Mientras daba esta explicación, el carpintero que había claveteado el cajón de embalaje y su hijo, que lo acompañaba, se reunieron con nosotros delante de la casa. Siguieron a Oscar al interior y salieron al poco, sosteniendo entre los dos la pesada carga de los metales preciados, pues difícilmente habría podido uno solo con ella.
Depositado el cajón en la trasera de la carreta, ambos carpinteros subieron de un salto, pues deseaban desplazarse así hasta Brighton aprovechando la ocasión. El más viejo de los carpinteros, un hombre fornido y de gran talla, hizo una broma a propósito.
—No es largo el camino de aquí a Brighton, pero pasa por parajes desolados —le dijo a Oscar—. Entre los tres no seremos demasiados para acompañar su preciado cajón de embalaje hasta la estación del ferrocarril.
Oscar se lo tomó en serio.
—¿Hay acaso ladrones por los alrededores? —preguntó.
—¡Dios le guarde, señor! —dijo el cochero—. Los ladrones se morirían de hambre por estos parajes, que aquí nada tenemos que valga la pena robar.
Sin dejar de observar los preparativos con tal interés que ni un solo detalle le pasó por alto, Jicks asumió la responsabilidad de ordenar a los hombres que emprendieran su camino sin más tardanza.
—¡Adiós! —gritó con toda el alma.
El cochero se tocó el ala del sombrero con un cómico gesto de respeto hacia la niña.
—Como usted diga, señorita —dijo—, que el tiempo es oro, ¿verdad?
Restalló el látigo y la carreta se puso en marcha sin hacer el menor ruido, rodando por el espeso yerbazal que cubría las colinas de la cordillera sur.
Era hora de que regresara yo a la casa rectoral y devolviera a Jicks, al menos por el momento, a la protección de su hogar. Me volví hacia Oscar para decirle adiós.
—Ojalá volviera yo también con usted —dijo.
—Tendrá usted entera libertad para ir a la casa rectoral cuando lo desee —respondí—, en cuanto sepan allá lo que esta mañana hemos hablado usted y yo. Por su propio interés, estoy resuelta a decirles quién es usted. No tiene nada que temer, y sí mucho que ganar, cuando yo diga lo que he sabido. Despeje su ánimo, olvide esas imaginaciones y sospechas que son indignas de usted. Para mañana ya seremos buenos vecinos, y antes de que termine la semana seremos buenos amigos. De momento, como decimos en Francia, au revoir!
Me volví para coger a Jicks de la mano. Mientras hablaba yo con Oscar, la chiquilla se había escabullido. No se veía ni rastro de ella.
Antes de dar un solo paso en busca de nuestra Gitanilla perdida, su voz llegó a nuestros oídos, alta y penetrante, enojada, desde algún lugar oculto a espaldas de la casa.
—¡Que se marchen! —oímos gritar a la niña con toda su impaciencia—. ¡Feos, más que feos! ¡He dicho que se marchen!
Doblamos la esquina y descubrirnos a dos desconocidos de aspecto más bien desaseado, que descansaban apoyados contra la pared lateral de la casa. Sus rostros cadavéricos, sus expresiones de brutalidad, sus ropas desaliñadas, a mis ojos declaraban que pertenecían a la peor y más vil canalla de raigambre londinense que hasta la fecha ha producido la civilización. Allí estaban los dos sin nada mejor que hacer, con las manos en los bolsillos, de espaldas contra la pared, como si estuvieran tomando el fresco a la entrada de una taberna de mala nota, y allí estaba Jicks, con las piernas separadas y bien plantada en tierra, reafirmando el derecho a la propiedad (¡a tan tierna edad!) y ordenando a los dos maleantes que se fueran de allí en el acto.
—¿Qué están haciendo aquí? —preguntó Oscar con manifiesta hosquedad.
Uno de los dos pareció a punto de responder con insolencia. El otro, el villano más joven y más vil de los dos, lo sujetó por el brazo y tomó la palabra.
—Hemos dado una caminata más bien bastante larga, señor —dijo el individuo, y asumió con toda impudicia una fachada de humildad—, y nos hemos tomado la libertad de pararnos a descansar un poco apoyados contra la pared de su casa. Y hemos aprovechado para darnos un festín mirando a esta belleza de damisela que tiene usted aquí.
Señaló a la niña. Jicks sacudió el puño cerrado en dirección al individuo, y le ordenó que se largase con más fiereza que antes.
—Tienen una posada en el pueblo —dijo Oscar—. Descansen allí si les place. Mi casa no es una taberna.
El mayor de los dos hizo un segundo intento de hablar, y empezó con un juramento. El joven volvió a impedirle que dijera nada.
—¡Cállate, Jim! —dijo el canalla de la voz cantante—. El caballero nos recomienda que probemos el grifo de la taberna. Vayamos pues a brindar a la salud del caballero. —Se volvió hacia la niña y se quitó el sombrero, haciéndole una exagerada reverencia—. Le deseo que tenga muy buenos días, señorita. Tiene usted todo el estilo, ya lo creo, que más admiro yo en una mujercita… Por favor, le ruego que no se comprometa en matrimonio hasta que me de tiempo a volver.
A su salvaje acompañante le hizo tanta gracia esta delicada lindeza que se echó a reír a sonoras carcajadas. Cogidos del brazo, los dos rufianes se largaron juntos por el camino del pueblo. De súbito, nuestra graciosa y pequeña Jicks se había convertido en una trágica y terrible Jicks. A la niña la contrarió la insolencia de los dos individuos tanto como si la hubiera comprendido perfectamente. Tomó una piedra del suelo y la arrojó con furia sin darme tiempo a impedírselo. Comenzó a chillar y a pisotear el suelo con todas sus fuerzas, hasta que las mejillas se le pusieron del color de la grana. Se arrojó al suelo, rodó enfurecida por la hierba. No hubo manera de aplacarla, al menos hasta que Oscar le hizo una promesa (que estaría condenado a oír repetida durante muchos días después): le dijo que mandaría llamar a la policía y que haría que a los dos malhechores les dieran una buena azotaina por haberse atrevido a reírse de Jicks. Por fin se puso en pie y se secó los ojos con los nudillos, para traspasar después a Oscar con una mirada impasible.
—Ojo —dijo esa curiosa chiquilla, con el pecho alborotado sobre el sucio delantal—, que quiero que esos dos hombres se lleven una azotaina. Y que Jicks lo vea.
En ese momento no le dije nada a Oscar, pero sentí cierta inquietud secreta por el camino de vuelta a casa, una inquietud inspirada de hecho por la aparición de aquellos dos hombres en los alrededores de Browndown.
Sería imposible decir cuánto tiempo habían pasado al acecho cerca de la casa, hasta que los descubrió la niña. Por la ventana entreabierta bien podrían haber escuchado lo que Oscar me dijo a propósito de sus láminas de metal precioso, y tal vez incluso hubieran visto el pesado embalaje que fue cargado en la carreta. No me produjo ninguna aprensión la llegada del cajón a Brighton sin mayores contratiempos; los tres hombres que viajaban en la carreta eran más que suficientes para hacerse cargo del cajón. Mis temores tenían más que ver con el futuro. Oscar vivía totalmente a solas en una casa solitaria, casi a un kilómetro del pueblo. Su capricho por repujar los metales preciosos podría entrañar ciertos peligros, aparte de resultar sin duda atractivo para los amigos de lo ajeno en el supuesto de que llegara a conocerse más allá de los bucólicos límites de Dimchurch. Pasando de una sospecha a otra, me pregunté si aquellos dos individuos habrían llegado por pura casualidad hasta aquel remoto rincón del mundo, o si más bien habían llegado a propósito hasta Browndown, con una idea fija en la cabeza. Con esta duda en mi interior, y como nada más llegar me encontré casualmente a la anciana nodriza, a Zillah, en el jardín de la rectoría, le hice con toda llaneza la pregunta que me daba vueltas a las mientes.
—¿Se suele ver a muchos desconocidos por Dimchurch?
—¿Desconocidos? —repitió la anciana—. Exceptuándola a usted, señora, aquí no vemos a ningún desconocido más que de año en año.
Decidí dar aviso a Oscar antes de que un nuevo cargamento de sus valiosos metales fuera enviado a Browndown.