CAPÍTULO XXVI

Nugent está a la altura de las circunstancias

Con esa pasmosa confesión, revelada con tanta brusquedad y de manera tan simple, hasta el muy resuelto Nugent perdió todo el dominio de sí. Se le escapó un grito que llegó a oídos de Lucilla. En el acto, esta se volvió hacia nosotros, y con la misma rapidez supuso que el grito había salido de labios de Oscar.

—¡Ah! ¡Ahí estás! —exclamó—. ¡Oscar! ¡Oscar! ¿Qué es lo que te pasa hoy?

Oscar fue incapaz de contestarle. Había lanzado una encarecida mirada a su hermano cuando Lucilla comenzó a acercarse a nosotros. La muda reprobación con que los ojos de Nugent le contestaron había acabado con sus últimas reservas de resistencia. Estaba llorando en silencio sobre el pecho de Nugent.

Era necesario que uno de nosotros hablase cuanto antes, así que lo hice yo.

—No pasa nada, querida —dije a la vez que me adelantaba a recibirla—. Pasábamos por delante de la casa, y Oscar salió corriendo para detenernos e invitarnos a entrar.

Mis excusas despertaron en ella un nuevo motivo de alarma.

—¿Pasábamos? —repitió—. ¿Quién está con usted?

—Nugent está conmigo.

El resultado del deplorable malentendido que se había producido se manifestó al instante. Lucilla adquirió una mortal palidez por efecto del horror que le produjo saber que se encontraba en presencia del hombre de la cara azul.

—Lléveme lo suficientemente cerca para hablarle, pero no tanto como para tocarle —me susurró al oído—. Me he enterado del aspecto que tiene. ¡Ah, si usted lo viera como lo veo yo, en medio de la negrura…! Debo dominarme. Debo hablarle al hermano de Oscar, aunque solo sea por Oscar.

Me sujetó del brazo y se me arrimó. ¿Qué debería haber dicho yo? No supe ni qué decir ni qué hacer. Miré a Lucilla, miré a los gemelos. Allí estaba Oscar el Débil, abrumado por la humillante posición en que se había colocado respecto a la mujer con la que se iba a casar y también respecto al hermano al que amaba. Allí estaba Nugent el Fuerte, dueño de sí, con el brazo sobre los hombros de su hermano y la cabeza bien alta, indicándome con un gesto de la mano que guardara silencio. Tenía razón. Me bastó con mirar a Lucilla a la cara para comprender que la delicada y peligrosa labor de desengañarla no debía realizarse allí mismo y sobre la marcha.

—Hoy no parece usted la de siempre, Lucilla —le dije—. Vayámonos a casa.

—¡No! —contestó—. Debo acostumbrarme a hablar con él. Y pienso empezar hoy mismo. Acérqueme hasta él, ¡pero no le permita que me toque!

Al ver que nos acercábamos, Nugent se desembarazó de Oscar, cuya incapacidad para ayudarnos en tan difícil situación era demasiado manifiesta para confundirla con otra cosa. Señaló el murete del frente de la casa e indicó a su hermano que esperase allí sentado y que no interviniese antes de que Lucilla pudiera hablar con él de nuevo. La sabiduría de este proceder no tardó en revelarse. Lucilla preguntó por Oscar en el instante en que nos dejó; Nugent le contestó que había vuelto a la casa a recoger su sombrero.

El sonido de la voz de Nugent la ayudó a calcular la distancia que la separaba de él sin que yo tuviera que ayudarla. Sin soltarse de mi brazo, se detuvo y le habló.

—Nugent —le dijo—, he obligado a Oscar a decirme lo que debería haberme dicho hace mucho tiempo. —Hizo una pausa entre cada frase, dominándose dolorosamente, recuperando dolorosamente la respiración—. Él ha descubierto una estúpida aversión que yo padezco. No sé cómo la ha descubierto, pues he procurado que fuera un secreto. No hará falta que le diga en qué consiste.

Hizo entonces una pausa más larga y se me arrimó más aún; se estaba esforzando de forma dolorosísima en superar el irresistible aborrecimiento de origen nervioso que se había apoderado de ella. Él por su parte la escuchó pese a ser presa de la inhibición que siempre le dominaba cuando estaba en presencia de ella, aunque fue más acusada que otras veces. Tenía la vista clavada en el suelo. Parecía reacio incluso a mirarla.

—Creo que entiendo —siguió diciendo Lucilla— por qué no quería decírmelo Oscar… —Calló, obviamente incapaz de expresarse sin correr el riesgo de lastimar los sentimientos de Nugent—. Por qué no quería decirme —prosiguió al fin— qué es lo que tiene usted que lo diferencia del resto de las personas. Estaba temeroso de que mi estúpido y débil prejuicio me dispusiera en contra de usted. Deseo que sepa usted que no lo permitiré. Nunca había tenido tanta vergüenza de esta debilidad mía. También yo tengo mi infortunio. Debería simpatizar con usted, en vez de…

A medida que hablaba, se le había ido debilitando la voz cada vez más. Se apoyaba contra mí cargando todo su peso en mi brazo. Me bastó con una sola mirada para comprender que, si la soltaba, caería desmayada en redondo.

—Diga a su hermano que hemos vuelto a la rectoría —indiqué a Nugent. Este miró a Lucilla por primera vez.

—Tiene usted razón —dijo—. Llévela a casa. —Repitió la señal con la que ya me había aconsejado que guardara silencio… y se reunió con Oscar en el murete, frente a la casa.

—¿Se ha ido? —preguntó Lucilla.

—Sí, se ha ido.

El sudor le perlaba la frente. Se la sequé con el pañuelo y la volví de cara a la brisa.

—¿Se encuentra mejor?

—Sí.

—¿Podrá volver caminando a la casa?

—Sin dificultad.

La tomé del brazo. Tras avanzar unos cuantos pasos se detuvo en seco, me pareció que con ciega aprensión de haber topado con algo. Levantó su bastón y lo desplazó lentamente de un lado a otro en el aire, como si tratase de despejar algún obstáculo que impidiera su libre avance; era como una persona que caminase por la espesura del bosque y que apartase a uno y a otro lado las ramas bajas y los arbustos que le impidieran el paso.

—¿Qué está haciendo? —le pregunté.

—Despejar el aire —respondió—. El aire se ha llenado de él. Me encuentro en un bosque repleto de figuras acechantes, todas con la cara azul negruzco. Deme el brazo. ¡Venga, vamos!

—¡Lucilla!

—No se enoje conmigo. Ya vuelvo a estar en mis cabales. Nadie sabe mejor que yo qué locura, qué demencia es esta. Pero tengo una voluntad de hierro; por mucho que haya de sufrir, le prometo que me libraré de esto. No puedo dejar que el hermano de Oscar vea que, para mí, es un objeto de horror. No dejaré que lo vea. —Se detuvo una vez más y me dio un beso furtivo, como si quisiera disculparse—. Es culpa de mi ceguera, querida; no me culpe a mí. ¡Si yo pudiera ver! ¡Ah! ¿Cómo podría hacérselo comprender a usted, que no vive en las tinieblas? —Dio unos cuantos pasos, silenciosa y pensativa—. Si le digo una cosa, ¿no se reirá de mí?

—Sabe usted que no.

—Suponga que está en cama, de noche.

—¿Sí?

—He oído que, a veces, hay, personas que se desvelan en mitad de la noche, de súbito, sin que un ruido las haya despertado. Y en ese momento se imaginan, sin que nada en particular lo justifique, que hay algo o alguien en la habitación a oscuras. ¿Le ha ocurrido esto alguna vez?

—Desde luego, querida mía. A la mayoría de las personas les ha pasado eso que usted comenta, sobre todo cuando tienen los nervios un tanto alterados.

—Muy bien. Yo también tengo mi imaginación, también tengo mis nervios. Cuando le sucede eso, ¿qué hace usted?

—Enciendo una luz y me doy por satisfecha al ver que estaba en un error.

—Suponga usted que no tuviera fósforos ni vela que encender, que la noche fuera inacabable, que estuviera usted a solas, a oscuras, con su caprichosa imaginación. ¡Así estoy yo! ¿Lo entiende? No sería nada fácil darse por satisfecha, ¿verdad que no? si estuviera en semejantes condiciones, tan desvalida. ¿Verdad que no? Usted tal vez sufriría si se viera así, por irracional que fuera, y es posible que su sufrimiento fuese muy acusado. —Elevó el bastón y esbozó una sonrisa de tristeza—. ¡Sería usted casi tan estúpida como la pobre Lucilla, y trataría de despejar el aire de este modo!

El encanto de su voz y de sus gestos se sumó a la conmovedora sencillez, a la patética verdad de sus palabras. De ese modo me hizo comprender, de una forma que jamás había comprendido, en qué consiste gozar al mismo tiempo de la bendición de la imaginación y sufrir la maldición de la ceguera. Por un instante me quedé absorta en mi admiración y en mi amor por ella. Por un instante olvidé la terrible situación en que todos nos encontrábamos. Inconscientemente, fue ella quien me la recordó cuando de nuevo tomó la palabra.

—Tal vez estaba equivocada cuando forcé a Oscar a decirme la verdad —dijo, y de nuevo entrelazó su brazo con el mío y echó a caminar—. Si nunca hubiera sabido cómo era su hermano tal vez podría haberme reconciliado con él. Sin embargo, sentía que había en él algo extraño sin que nadie me lo dijera, y sin saber qué era exactamente. Tenía que haber en mi interior una razón que explicara el desagrado que sentí por él desde el principio.

Esas palabras me parecieron indicativas del estado de ánimo que había llevado a Lucilla a su deplorable error. Con cautela le hice algunas preguntas para comprobar si mi suposición era correcta.

—Acaba de mencionar usted que obligó a Oscar a decir la verdad —dije—. ¿Por qué sospechó usted que le estaba ocultando la verdad?

—Estaba tan extrañamente avergonzado, tan confuso… —respondió—. En mi lugar, cualquiera hubiese sospechado que estaba ocultando la verdad.

Hasta ese punto, su respuesta no podía ser más concluyente.

—¿Y cómo llegó usted a descubrir en qué consistía la verdad? —le pregunté después.

—La adiviné —contestó— por algo que dijo refiriéndose a su hermano. Usted ya sabe que a mí me desagradó Nugent Dubourg antes incluso de que llegase a Dimchurch.

—Así es.

—Y recordará que mi prejuicio contra él se confirmó en el primer día en que pude pasarle la mano por delante de la cara para compararla con la de su hermano.

—Lo recuerdo.

—Bien. Mientras Oscar balbuceaba y se contradecía sin cesar, dijo algo, una simple banalidad, que me hizo pensar que la persona de la cara azul debía de ser su hermano. Esa era la explicación que yo había buscado en vano, la explicación de mi persistente desagrado por Nugent. Esa espantosa cara oscura debía de haber producido en mí alguna suerte de influencia en el momento mismo en que lo palpé, como la influencia adversa que me produjo su espantoso vestido de color púrpura en la primera ocasión en que lo toqué. ¿No lo entiende?

Lo entendí con toda claridad. Para esquivar el riesgo de ser descubierto, Oscar lo había fiado todo a una interpretación errónea de sus palabras por parte de Lucilla, y estaba en deuda con esa interpretación. Y el error de Lucilla se revelaba de pronto un producto natural de su angustia por explicarse de algún modo el prejuicio que se había formado contra Nugent Dubourg. Aunque estaba hecho el mal, por simple afán de tranquilizar mi conciencia, todavía hice un último intento y traté de sacudir la fe que ella había depositado en la falsa conclusión alcanzada.

—Sin embargo, hay todavía una cosa que no entiendo —dije—. No entiendo el azoramiento de Oscar al hablar con usted. Tal como usted lo interpreta, ¿de qué tenía miedo?

Esbozó una sonrisa satírica.

—¿Qué ha sido de su memoria, querida? —me preguntó—. ¿De qué tenía miedo usted también? Desde luego, usted nunca dijo ni palabra de la desfiguración que sufre ese pobre hombre. Supongo que se sentía usted, exactamente igual que el propio Oscar, ante una ardua elección entre dos dificultades. Por una parte, mi aversión a los colores oscuros y a las personas de tez oscura avisó a Oscar de que no dijera nada. Por otra parte, mi odio a la posibilidad de que alguien saque partido de mi ceguera simplemente por ocultarme las cosas le apremió a decírmelo. Teniendo en cuenta además su timidez, pobrecillo, ¿no le parece suficiente explicación de su azoramiento? Asimismo —añadió, hablando más en serio—, puede que en mi actitud con él hubiese comprobado que me había disgustado y que así me lastimaba.

—¿De qué modo? —pregunté.

—¿No recuerda usted que una vez reconoció en el jardín que se había pintado la cara para disfrazarse de Barba Azul y divertir a los chiquillos? No fue ni mucho menos delicado, no fue nada afectuoso, no fue nada propio de él manifestar semejante falta de sensibilidad ante la pasmosa desfiguración de su hermano. Debería haberlo tenido en cuenta, debería haberlo respetado. ¡Ya está! No añadamos nada más. Vayamos a tocar el piano y tratemos de olvidar este incidente.

La torpe excusa que dio Oscar en el jardín, lejos de confirmar sus sospechas, se había prestado incluso a reforzar la conclusión que ya había arraigado en su cabeza. En ese crítico momento, antes de consultar con los gemelos qué era lo que convenía hacer a continuación, me fue imposible decir nada más. Me sentí seriamente alarmada al pensar en el futuro. Cuando fuera informada —y era preciso que lo fuera— del terrible engaño en que había caído, ¿qué efectos tendría en Oscar? ¿Qué efectos tendría en ella la verdad? Reconozco que renuncié, asustada, a proseguir la indagación.

Cuando llegamos a la revuelta del valle, contemplé Browndown por última vez. Los gemelos seguían allí donde los habíamos dejado. Aunque sus caras eran indistinguibles desde lejos, todavía veía sus siluetas con gran claridad: Oscar seguía encorvado en el murete, Nugent estaba de pie a su lado con una mano posada en el hombro de su hermano. Incluso desde tal distancia, sus caracteres respectivos se manifestaban en sus respectivas posturas. A medida que nos internábamos por una nueva revuelta del valle, donde ya los perderíamos de vista, sentí (¡así de fácil es consolar a una mujer!) que la posición de mando que ocupaba Nugent había dejado una animosa impresión en mí. «Él encontrará una salida a todo esto —me dije—. ¡Nugent nos ayudará a pasar este mal trago!».