CAPÍTULO XXX

Herr Grosse

En este punto conviene mencionar varias circunstancias que se produjeron a primera hora del día en que esperábamos la llegada de los dos oculistas. Tengo toda la voluntad de relatarlas, aunque la capacidad de hacerlo me flaquea por completo.

Cuando vuelvo a considerar aquella mañana tan llena de sucesos, recuerdo una escena de confusión y de incertidumbre, cuya simple rememoración parece causarme otra vez una profunda alteración del ánimo, incluso a pesar del tiempo transcurrido. Las cosas y las personas se mezclan unas con otras sin ton ni son. Veo la encantadora figura de mi Lucilla ciega, vestida de rosa y blanco, yendo de un lado a otro tanto por la casa como por fuera de ella, en un momento loca de impaciencia por la llegada de los cirujanos, en otro estremecida de aprensión ante la ordalía que se avecinaba, ante el terrible disgusto que de todo ello pudiera seguirse. Pasa tan solo un instante más, y en el momento en que la he captado bien, su rubia figura se derrite y se funde en la triste aparición de Oscar, que va y viene titubeando entre Browndown y la casa rectoral, hecho un manojo de nervios y dolorosamente consciente de las nuevas complicaciones que se han introducido en su postura respecto al Lucilla en vista del nuevo estado de hechos; a pesar de todo ello, sigue sin tener la hombría suficiente para aprovechar la oportunidad que se le presenta y poner las cosas en claro. Pasa otro instante y se abre camino al fondo una nueva figura que llega pavoneándose con toda su inconsecuencia hasta hallarse en primer plano, antes de que yo esté del todo preparada. Oigo un vozarrón que resuena en mis oídos, con las grandes palabras que le corresponden: «No, madame Pratolungo, no habrá una sola cosa que me induzca a sancionar por medio de mi presencia esta desatinada consulta médica, este extravagante y profano empeño de subvenir los decretos de la sapientísima Providencia por medios puramente humanos. He dicho que no y lo digo en redondo; empleo el lenguaje más popular, le ruego que lo tenga en cuenta, para no dejar en su ánimo el menor lugar a la duda: ¡me niego en redondo!». Pasa todavía otro momento y Finch con su rotundidad desaparece por encima del horizonte de mi mente exactamente cuando lo acababa de ver. La húmeda señora Finch y el bebé cuya eterna ocupación consiste en mamar y dormir ocupan el lugar que acaba de quedar libre. La señora Finch me ruega con acuosa entrega que le guarde su secreto, y entonces me confía su intención de escapar a la supervisión de su señor marido, caso de que le sea posible, para lograr que la cirugía británica y la cirugía alemana observen (gratuitamente) los ojos del bebé. Imagínese que todas estas personas se tuercen y se retuercen en las circunvoluciones de mi cerebro, como si ese cerebro fuese un laberinto; lo que unos dicen y lo que unos hacen se confunde con lo que dicen y lo que hacen los otros, sumado a todo ello un tenue hilillo de preocupaciones mías particulares (entre ellas, el almuerzo que, era preciso servir a los dos renombrados doctores) que goteaba de vez en cuando por encima de todo el amasijo, y no se extrañará el lector si decido dar un salto, como una oveja, y salvar seis preciosas horas para presentarme en solitario ante sus ojos, apostada en la sala de estar y dispuesta a recibir al consejo de los cirujanos a su llegada a la casa.

Solo tuve dos consuelos que me sostuvieran.

Primero, un pollo estofado en salsa de mayonesa que iba a preparar yo y a servir como almuerzo, y que como obra de arte resultó sencillamente memorable, aunque no diré nada más al respecto. Segundo, mi vestido de seda verde adornado con los afamados encajes de mi madre, otra obra de arte no menos adorable que la primera. Tanto si contemplaba la mesa del almuerzo como si me miraba yo en el espejo, podía decir para mí que incluso en aquel recóndito rincón de la tierra, el peregrino de la civilización que buscara los hijos más elegantes de la vida podría llegar y comprobar ¡la supremacía de Francia!

El reloj dio las tres y cuarto. Lucilla, fatigada y harta de tanto esperar en mi habitación, asomó la cabecita por la puerta y repitió por enésima vez la pregunta de siempre:

—¿Todavía no han dado señales?

—Todavía no, mi amor.

—¡Ay! ¿Cuánto han de hacernos esperar todavía?

—Paciencia, Lucilla. ¡Paciencia!

Desapareció una vez más con un suspiro de hastío. Pasaron otros cinco minutos, y la vieja Zillah se asomó entonces a la sala.

—¡Ya llegan, señora! ¡Hay un coche de punto en la cancela!

Me sacudí las faldas de mi vestido de seda verde para alisarlas y lancé una última mirada al pollo a la mayonesa. La animada voz de Nugent me llegó desde el jardín, por donde conducía a los desconocidos.

—Por aquí, caballeros. Síganme, se lo ruego.

Una pausa. Pasos. Se abrió la puerta. Nugent los hizo pasar.

—Herr Grosse, de América; el señor Sebright, de Londres.

El alemán se sobresaltó levemente al oír mi nombre. Al inglés no le afectó ni lo más mínimo. Herr Grosse había oído hablar de mi glorioso Pratolungo. El señor Sebright era un bárbaro ignorante de su existencia. Describiré primero a Herr Grosse, y con él me tomaré todas las molestias que sean necesarias.

Era un hombre robusto, de corta estatura, que se afanaba encaramado en un par de piernas cortas y arqueadas; era desaliñado y llevaba las ropas un tanto desaseadas, sin cepillar debidamente; tenía la cara grande, cuadrada, de un amarillo bilioso, rematada por una pelambrera crespa, color gris hierro; las cejas, negras como dos escarabajos; los ojos saltones, negrísimos, de mirada fija y feroz, rodeados por sendas lentes circulares, enormes, que se erguían como dos fortificaciones; una barba muy poblada y un bigote en el que se mezclaban el blanco, el negro y el gris; llevaba en el dedo índice de una de sus peludas manos un prodigioso anillo con un camafeo, mientras que la otra mano no hacía sino entrar y salir sin cesar de una polvera de plata donde guardaba el rapé como si fuera una pequeña tetera; tenía la voz áspera y recia; una sonrisa diabólicamente humorística; una manera de hablar seca e incluso cortante, que denotaba gran confianza en sí mismo, así como resolución, poder y un espíritu independiente que de hecho se expresaban en todo su ser, de la cabeza a los pies. He aquí el retrato del hombre que tenía en sus manos (siempre y cuando confiásemos en Nugent) el restablecimiento de la visión de Lucilla.

El oculista inglés era tan distinto de su colega alemán como distintos pueden llegar a ser dos seres humanos entre sí.

El señor Sebright era delgado y sobrio, e iba escrupulosamente (incluso dolorosamente) limpio y atildado. Su cabello claro y escaso estaba cuidadosamente peinado con raya al medio; llevaba la cara bien afeitada, adornada con dos trocitos de bigote de unos seis centímetros de longitud, sin un solo pelo de más. Sus ropas negras y decentes estaban hechas a la perfección; no gastaba un solo ornamento en su persona, ni siquiera una leontina; se movía con gran precisión, hablaba con gravedad, con suma tranquilidad; la disciplina y la atención eran lo que miraba a su interlocutor desde el fondo de sus ojos gris claro para taladrarlo, y en cada uno de los movimientos de sus labios finísimos venía a decir: «Aquí estoy si usted desea algo de mí». Un hombre capacitado a fondo, sin ningún género de dudas; un hombre intachable, aunque de ninguna manera hubiera accedido yo a tenerlo por único compañero de viaje durante un largo trayecto.

Recibí a estos distinguidos caballeros con toda mi elegancia. Herr Grosse me hizo un cumplido nada más tener conocimiento de mi apellido ilustre, y acto seguido me estrechó la mano. El Señor Sebright dijo que hacía un día espléndido e inclinó ligerísimamente la cabeza. El alemán, en el momento en que gozó de libertad para mirar en derredor, contempló la mesa del almuerzo. El inglés miró por la ventana.

—¿Les apetece tomar un refrigerio, caballeros?

Herr Grosse asintió con su cabeza imponente para dar muestras de entusiasta aprobación. Con sus ojos asilvestrados contempló golosamente el pollo a la mayonesa a través de sus lentes prodigiosas.

—¡Ajá! Eso me gusta —dijo el ilustre cirujano a la vez que señalaba con el dedo del anillo—. Se ve que sabe usted hacerle, se ve que lo hace en dos cremas. ¿Es del pollos o langostas? A mí más me gustan las langostas, pero los pollos son buinos también. La guarniación estupenda es, con las sus anchoas, olivas, rabanetas; marrón, verde, colorado sobre una espesa salsa blanca. A esta le llamo yo un platillos celestial. Del pollo así le sale rebuino a las dos maneras: rebuino a los ojos, rebuino a la paladar. ¡Buino! A por los entresijos que vamos. Madame Pratolungo, así comience usted. ¡Allá que van a las alitas!

En su extraordinaria manera de expresarse en inglés, cambiando singulares por plurales y el género de dos palabras de cada tres, dando la vuelta a las vocales y desterrando de su lengua la conjunción «y», Herr Grosse anunció que estaba listo para sentarse a dar buena cuenta del almuerzo. Con suma cortesía lo alejó del pollo a la mayonesa la discreción de su colega inglés, que llamó su atención hacia la paciente.

—Le ruego me disculpe —dijo el señor Sebright—, pero ¿no sería aconsejable ver a la damisela antes de hacer ninguna otra cosa? Yo estoy en la obligación de regresar a Londres en el siguiente tren.

Herr Grosse, con un tenedor en una mano y una cuchara en la otra, con una servilleta anudada ya al cuello, contempló apenado la mesa; meneó la cabezota enorme; dio la espalda al pollo a la mayonesa con el corazón compungido ante tan ardua despedida.

—Buino. Lo primero a trabajar: lo después ya se almorzará. ¿Dónde para la pacientes? Venga, va, empezar es lo primero. —Se quitó la servilleta, resopló un suspiro (no hay otra manera de expresarlo) y hundió el índice y el pulgar en la cajita del rapé—. ¿Dónde para la pacientes? —repitió un tanto irritado—. ¿Cómo es que no está aquí a manos?

—Está esperándolos en la habitación contigua —dije—. La acompañaré a la sala inmediatamente. Estoy segura de que sabrán perdonarla, caballeros, si la encuentran un tanto nerviosa —añadí mirando a los dos oculistas. En silencio, el señor Sebright hizo un amago de reverencia. Herr Grosse esbozó su diabólica sonrisa.

—Tenga usted su mente en paz, mi buena señora, que no soy yo tan brutos como aparento.

—¿Dónde está Oscar? —preguntó Nugent cuando me crucé con él camino del dormitorio de Lucilla.

—Después de haber cambiado de idea por lo menos una docena de veces —le contesté—, al final decidió que no iba a estar presente en el examen médico.

Nada más decir yo estas palabras se abrió la puerta y entró Oscar en la estancia. Había vuelto a cambiar de idea por decimotercera vez, ¡y ese fue el resultado, su propia aparición!

Herr Grosse prorrumpió en una exclamación en su propia lengua nada más ver la cara de Oscar.

Ach, Gott! —exclamó—. ¡Nitratos de la plata ha tomado! Tiene la piel arruinadas. ¡Pobre chicos! ¡Pobre chicos! —sacudió su peluda cabeza, se dio la vuelta, escupió compasivamente a un rincón de la sala. Oscar pareció tomárselo a ofensa; el señor Sebright parecía asqueado; Nugent disfrutó a carta cabal de la situación. Salí de la estancia y cerré la puerta a mis espaldas.

Ni siquiera había dado dos pasos cuando oí que la puerta volvía a abrirse. Me volví en redondo y con gran sorpresa me encontré cara a cara con Herr Grosse, que me miraba fijamente y con ferocidad a través de sus gruesas gafas, a la vez que me ofrecía el brazo.

—¡Chitón! —dijo el famoso oculista en un recio susurro—. Nada diga a nadie, no, que en su ayuda vengo yo.

—¿En mi ayuda? —repetí.

Herr Grosse asintió con vehemencia, con tanta vehemencia, a decir verdad, que las lentes le rebotaron sobre el puente de la nariz.

—¿Qué me acababa de decir usted? —preguntó—. Me dijo que la pacientes estaba nerviosa, ¿no? ¡Buino! Aquí que vengo yo para ir con usted a la pacientes y ayudarlas a traerlas. ¡Eso, eso es! Que no soy tan brutos como lo parezco. Venga, va, empezar es lo primero. ¿Dónde dice que está?

Vacilé un instante sin saber si debía introducir o no a tan notable embajador en el dormitorio de Lucilla. Me bastó con echarle un vistazo para decidirme. A fin de cuentas, era médico, ¡y era tan feo…! Así pues, le tomé del brazo.

Entramos juntos en la habitación de Lucilla. Ella se puso en pie de un brinco, levantándose del sofá en que estaba reclinada cuando percibió las extrañas pisadas que entraban junto a las mías.

—¿Quién es? —gritó.

—Yo soy, yo soy, queridas —dijo Herr Grosse—. Ach, Gott! ¡Qué linda muchachitas! ¡Esa es exactamente la color de piel que a mí más me gusta, bien rubias, bien blanquitas! ¡Rubias, blanquitas, sí, señor! He venido a ver qué se puede hacer, mi bella señorita, por esos ojos que tiene. Si consigo que la luz llegue a sus ojos… ¡eh! Me amará usted, ¿a que sí? Seguro que besaría usted incluso a un alemán tan feos como yo. ¡Eso, eso es! Venga bajo mi brazo. Vayamos a volver a la otra habitación. Hay otro que la espera para que la luz le llegue a los ojos, el señor Sebrights. Dos cirujanos ópticos para una bella señorita; un cirujano óptico inglés, un cirujano óptico alemán. ¡Eh! Entre los dos habremos de curar a esta bella muchachitas. Madame Pratolungo, tenga mi otro brazos, que lo pongo a su servicios. ¡Eh! ¿Cómo? ¿Que me mira usted la manga del levitas? Sí que la tengo sucia y raída, que vergüenzas me da. Mas no importa. Tiene usted al señor Sebrights para bien mirarlo hasta hartar en la otra habitación. Está como las chorras del oro, bello como nuevo. ¡Va, venga, vamos! ¡Adelante! ¡Marchen!

Nugent, que nos aguardaba en el pasillo, abrió la puerta para que pasáramos.

—¿No le parece una delicia? —me dijo en un susurro cuando pasé a su lado, a la vez que me señalaba a su amigo con un golpe de mentón.

Escoltadas por Herr Grosse, hicimos una magnífica entrada en la sala. Nuestro médico alemán ya le había hecho bien a Lucilla. El examen estuvo desprovisto de todo azoramiento, de toda tensión y de todo terror al menos en un principio. Herr Grosse la había hecho reír; Herr Grosse había conseguido que se sintiera completamente a sus anchas.

El señor Sebright y Oscar conversaban de manera sumamente amistosa cuando regresamos a la sala. El reservado caballero inglés parecía tener una cierta preferencia por el tímido Oscar. También el señor Sebright se mostró sorprendido ante Lucilla; en la frialdad de su rostro apareció una encendida expresión cuando le fue presentada. Colocó una silla ante la ventana. En su manera de hablar, cuando se dirigió a ella y le pidió que tomara asiento, mostró una calidez que yo no le había oído antes. La muchacha ocupó la silla. El señor Sebright se alejó unos pasos e hizo una especie de reverencia dirigida a Herr Grosse, con un gesto de cortesía en dirección a Lucilla, con el cual quiso decirle: «¡usted primero!».

Herr Grosse agradeció el ofrecimiento con otro gesto y con una vehemente sacudida de su enorme cabeza, con los que dio a entender más o menos que «de ninguna manera; ni en sueños».

—Perdóneme —dijo encarecidamente el señor Sebright—. Por ser usted mayor que yo, por estar de visita en Inglaterra, por ser un maestro en nuestro arte…

Herr Grosse contestó regalándose tres pizcas de rapé en rápida sucesión: una pizca por ser mayor, otra por ser visitante en Inglaterra, la tercera por ser un maestro en el arte. Se hizo una pausa horrorosamente larga. Ninguno de los cirujanos parecía dispuesto a preceder al otro hasta que Nugent intervino.

—La señorita Finch está esperando —dijo—. Vamos, Grosse, usted fue el primero en presentarse a ella, así que usted ha de ser el primero en examinarla.

Herr Grosse tomó la oreja de Nugent con el índice y el pulgar y le dio un bienintencionado pellizco.

—¡Qué listo es el chicos! —dijo con buen humor—. ¡Siempre tiene el palabro adecuado en la puntas de la lengua! —Se acercó con paso torpe a la silla de Lucilla y se detuvo en seco, con aire escandalizado. Oscar estaba inclinado sobre ella, y le musitaba algo al oído a la vez que le había tomado de la mano—. ¡Eh! ¿Cómo? —exclamó Herr Grosse—. ¿Es que tenemos un tercer cirujano óptico? ¡Señor mío! ¿Es que trata usted los ojos de la señorita tomando el mano de la señorita misma? Es usted un matasanos. ¡Fuera de aquí!

Oscar se retiró no con demasiada elegancia en sus movimientos. Herr Grosse ocupó una silla delante de Lucilla y se quitó las gafas. Al ser corto de vista, tenía forzosamente una vista excelente para examinar todos los objetos que estuvieran suficientemente cerca. Se inclinó y acercó la cara a la de Lucilla, y le retiró primero un párpado, luego el otro, con un delicado movimiento del índice y el pulgar; así observó alternativamente primero un ojo, luego el otro.

Fue un momento de tanto interés que todos contuvimos la respiración. ¿Quién podía saber qué influencia podía ejercer en el futuro de Lucilla aquel hombrecillo extranjero, tan tosco y caprichoso? ¡Con qué ansiedad miramos todos sus cejas peludas, sus ojos saltones y penetrantes! ¡Y qué desilusión, cielos, sentimos todos con el primer resultado! A Lucilla se le escapó un irreprimible estremecimiento de repugnancia. Herr Grosse se apartó de ella y la fulminó con una de sus benignas miradas a la vez que esbozaba su sonrisa diabólica.

—¡Ajá! —dijo—. Ya veo qué pasa. Torno rapé, fumo, apesto a tabacazos. La bella señorita me ha olido y lo dice con el fondo de su corazón. Ach, Gott! ¡Cómo apesta!

Lucilla prorrumpió en una risa incontrolable. Herr Grosse, divertido y sin dejarse afectar por el contratiempo, sonrió complacido y le quitó el pañuelo del bolsillo de su falda.

—Présteme el aromas —dijo el excelente alemán—. Impediré que note ningún olor con este debajo del nariz, y así no le llegará mi pestazo a tabacos y todo estará bien, estupendamente, así podremos proceder. —Le di un frasco de agua de lavanda que había sobre la mesa. Empapó el pañuelo con suma gravedad y lo colocó de repente ante la nariz de Lucilla—. Sosténgalo ahí, señorita. Le juro por su vida que ya no podrá oler ahora a Grosse. ¡Buino! Ya podemos proceder.

Sacó una lupa del bolsillo del chaleco y esperó hasta que a Lucilla se le hubiera pasado más o menos el ataque de risa. Luego reanudó el examen, tan cruel y tan grotesco en sí mismo, y tan terriblemente serio por las cuestiones que entrañaba: Herr Grosse miraba atentamente a su paciente con la lupa, mientras Lucilla se recostaba en la silla y sujetaba el pañuelo sobre su nariz.

Pasó un minuto, puede que algo más, y la ordalía del examen concluyó.

Herr Grosse se guardó la lupa con un gruñido que sonó a un gruñido de alivio, y arrebató el pañuelo de manos de Lucilla.

Ach! ¡Qué mal huele! —dijo llevándose el pañuelo a la nariz con una mueca de asco—. El tabacos huele mucho mejor que esto. —Dio solaz a su olfato, ofendido por el agua de lavanda, con una considerable pizca de rapé—. Ahora me dispongo a hablar —prosiguió—. ¿Lo ven? Mantengo las distancias. No quiero más pañuelas ni quiero que me huela usted ya más.

—¿Estoy ciega de por vida? —dijo Lucilla—. ¡Por favor, le ruego que me lo diga, señor! ¿Estoy ciega de por vida?

—¿Me besaría si se lo digo?

—Oh, por favor, considere qué ansiosa estoy. ¡Por favor, por favor, por favor le ruego que me lo diga!

Trató incluso de postrarse arrodillada delante de él. Herr Grosse la sostuvo con firmeza y amabilidad en su silla.

—¡Ea, ea! Sea usted buina, pórtese bien, antes dígame: cuando sale a pasear por el jardín y se da uno de sus paseítos de damisela perezosa un día de sol radiantes, ¿es lo mismo a sus ojos que si estuviera tendida en cama a mitades de la noche?

—No.

—¡Ajá! ¿Sabe usted que hay una bonita luz, o sabe que está a oscuras?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué me pregunta si está ciega de por vida? Si eso alcanza a ver, ni siquiera está ciega propiamente hablando.

Lucilla unió ambas manos con un gritito de alborozo.

—¡Oh! ¿Dónde está Oscar?

Lo busqué por todas partes, pero se había marchado. Mientras su hermano y yo estábamos atentos, hechizados incluso por las preguntas del cirujano y las respuestas de la paciente, debía de haber salido furtivamente de la sala.

Herr Grosse se puso en pie y dejó la silla libre para el señor Sebright. Con el éxtasis de la nueva esperanza ya confirmado, Lucilla parecía ajena a la presencia del oculista inglés cuando este ocupó el lugar de su colega. La gravedad de su rostro parecía revestir mayor seriedad que nunca, y también él sacó una lupa de su bolsillo. Separó con delicadeza los párpados de la paciente y pasó a examinar su ceguera a su debido turno.

La investigación del señor Sebright duró muchísimo más que la de Herr Grosse. Procedió a examinarla en completo silencio.

Cuando hubo terminado, se puso en pie sin decir palabra y dejó a Lucilla tal como la había encontrado, embelesada y como en trance, embebida en su propia felicidad, pensando en el día en que abriese los ojos a la luz de la mañana y viera todo lo que la rodeaba.

—¿Y bien? —dijo Nugent con impaciencia al señor Sebright—. ¿Qué opinión se ha formado?

—Yo todavía no digo nada. —Con ese implícito reproche dirigido a Nugent, se volvió hacia mí—. Tengo entendido que la señorita Finch ya era ciega, o todo lo ciega que entonces se pudo descubrir, cuando tenía un año de edad.

—Eso es lo que yo tengo entendido —repuse.

—¿Hay en la casa alguna persona, sean los padres, otros parientes o algún criado, que pueda hablar de los síntomas que se advirtieron cuando era una niña?

Toqué la campanilla para llamar a Zillah.

—Su madre murió hace tiempo —dije—. Y existen ciertos motivos que impiden a su padre estar presente hoy con nosotros, pero su vieja nodriza podrá darle toda la información que precise.

Apareció Zillah. El señor Sebright dio comienzo al interrogatorio.

—¿Estaba usted al servicio de la casa cuando nació la señorita Finch?

—Sí, señor.

—Cuando nació, o bien poco después, ¿se noto que tuviera algún problema en la vista?

—No, señor, ninguno.

—¿Cómo lo supo?

—Lo supe fijándome en ella, señor. De niña, se quedaba mirando a las velas, y asía los objetos que le poníamos delante, tal como hacen los bebés.

—¿Cómo se descubrió que había empezado a quedar ciega?

—Del mismo modo, señor. Llegó un tiempo, pobrecilla, en que sus ojos tenían una veladura vidriosa, y por más que lo intentase, ya fuera de día o de noche, era igual: no alcanzaba a ver nada.

—¿Se produjo gradualmente su ceguera?

—Sí, señor. Poco a poco, podríamos decir. Fue empeorando lentamente, una semana tras otra. Tendría poco más de un año antes de que comprobásemos con toda claridad que había perdido la vista.

—Y su padre o su madre, ¿tuvieron alguna vez algún problema oculto?

—No, señor, nunca. Al menos, que yo haya sabido.

El señor Sebright se volvió hacia Herr Grosse, que estaba sentado ante la mesa del almuerzo y contemplaba con resignación la fuente de pollo a la mayonesa.

—¿Desea usted hacer alguna pregunta a la nodriza? —le dijo.

Herr Grosse se encogió de hombros y señaló con el pulgar por encima del hombro hacia Lucilla, que seguía sentada en su silla.

—Para mí que su caso está claro como el aguas, como que dos y dos son cuatros. Ach, Gott!. ¿Qué le quiero yo a la nodriza? —Se volvió hacia la fuente de pollo a la mayonesa—. ¡Se me va a pasar mi espléndido apetitos! ¿Cuándo se almuerza aquí?

Con un frío gesto, el señor Sebright dio permiso a Zillah para que se marchase. Su actitud, tan poco halagüeña, empezaba a producirme cierta intranquilidad. Me aventuré a preguntarle si ya había llegado a alguna conclusión.

—Permítame consultar con mi colega antes de contestarle —dijo aquel hombre inescrutable. Fui al lado de Lucilla, que me preguntó de nuevo por Oscar. Le dije que supuse que lo encontraríamos en el jardín, y de ese modo salí con ella. Nugent nos siguió. Oí que Herr Grosse le susurraba lastimero cuando pasábamos por delante de la mesa puesta para almorzar.

—Por el amor del cielo, no regresen tarde; almorcemos de una vez.

Dejamos a la desigual pareja para que consultara a sus anchas en la sala de estar.