Guardiana de la ortodoxia

En los años finales de Franco, se vivían dos Españas: la oficial, encerrada en sí misma, sin contacto con lo que en verdad ocurría, y la real, que si bien tenía que hacer a escondidas las cosas que estaban prohibidas las hacía y todos lo sabían. Si alguien quería comprar la píldora conseguía una farmacia que se las vendía bajo cuerda, si quería recibir un libro prohibido lo encargaba y se lo entregaban en la trastienda de la librería, si quería ver las películas que no se estrenaban en el país iba al otro lado de la frontera, a Francia, donde solían armarse pequeños festivales en los que se veían varios films en un fin de semana. El régimen se encontraba tan deteriorado como Franco, pero su corte, y en especial en esos últimos años, estaba motorizada por su mujer, Carmen, quien ejerció una influencia decisiva en muchos de aquellos momentos.

Para muchos, era la pareja perfecta. Ella inyectó toda su ambición en su marido y le convenció de que era el elegido, y que por esa razón poseía el derecho, por ejemplo, de mantener en su dormitorio el brazo incorrupto de Santa Teresa, una reliquia muy preciada, y que sus decisiones no podían ser cuestionadas en ningún momento. Por eso, resulta doblemente patético el final del dictador, aquejado por el Parkinson, quebrado en su salud, dedicándose ya sólo a la caza, a la pesca, al cine, muy alejado de la vida política y de lo que estaba sucediendo. Se pasaba todo el día hundido en el sillón y viendo la televisión como un abuelo. Pero Franco no fue nunca simplemente un abuelo, de hecho no dejó nunca de matar: pocas semanas antes de su fallecimiento ratificó las últimas condenas de muerte, a cinco militantes de los grupos terroristas FRAP y ETA, quienes fueron ejecutados pese a que hubo un gran clamor internacional y a que muchísimas personalidades mundiales intercedieron por ellos, entre ellos el papa Pablo VI.

Losada cuenta que “la televisión fue una revolución. Franco la veía a todas horas con interés, pero ella lo hacía con un ánimo abiertamente censor. Vigilaba constantemente si aparecía un escote demasiado atrevido o unos hombros demasiado desnudos, y llamaba directamente a los estudios para indicar que, inmediatamente, alguna prenda cubriese aquellos excesos de desnudeces. También lo hacía con las fotos de las revistas, que sufrían el cierre por varios meses, multas y hasta castigos penales. Pero sus comentarios censores no sólo se ceñían a temas sexuales; también opinaba sobre los programas en general, las películas emitidas y los locutores, siendo todas sus indicaciones seguidas al pie de la letra. Era la guardiana de la pureza y la ortodoxia, por lo que a la censura oficial se añadía la que ‘la señora’ dictaba”. Carmen Polo se ocupaba personalmente de quejarse ante, por ejemplo, el presidente de Radio y Televisión Española, Adolfo Suárez, por alguna palabra o frase que considerara fuera de lugar.

El círculo familiar de Doña Carmen asegura que no era una persona intervencionista. “Tal vez algún directivo de televisión le podía decir: ‘Si ve alguna cosa que no le gusta, llámeme’. Y puede que algún día lo hiciese, pero no llamaba a alguien que no conociese, porque era una persona muy discreta. Aunque si coincidía con alguien a quien ella conocía, pues a lo mejor le decía: ‘Es que me parece que ciertas señoritas que salen en televisión están un poco ligeras de ropa’, ‘pues no se preocupe, señora, nos avisa’”. Niegan sus allegados que se dedicase a gobernar en las sombras.

Para Preston, “hasta muy, muy tarde, Franco tenía una habilidad realmente increíble, muy maquiavélica, de saber el precio de cada persona con quien tenía que tratar. Y a veces era un paquete de puros, o hacer la vista gorda a algún negocio sucio. A veces era un ministerio. Eso lo manejaba muy bien con las diferentes fuerzas porque, claro, el franquismo no era sólo Franco, era toda una coalición y él llevaba con muchísima destreza a los que le rodeaban”.