Un romántico héroe medieval

Cuando Stalin vivió en Petrogrado después de la caída del zarismo, la revolución estaba en marcha y su vida se dividía entre la redacción del periódico Pravda, del que era director, y las reuniones en el Presidium o el Comité Ejecutivo de Petrogrado. Si le quedaba algo de tiempo lo pasaba con Ludmila Stal, su antigua amante, que ahora detentaba un papel político más importante y con quien había reanudado su antigua relación.

Al igual que Hitler, Stalin era un psicópata incapaz de condolerse por el prójimo. Y su sentido del amor era perverso. Para él las mujeres eran simplemente un espejo en el que mirarse para magnificar su propia imagen. Necesitaba verse como un héroe y reforzar así su narcisismo. Y ellas se adaptaban a ese papel porque ése era un mundo en el que cultivar afanes y ambiciones personales resultaba difícil. Así, muchas decidían acercarse a la luz de un gran hombre para vivir su existencia.

Aunque Stalin era de estatura baja, y tenía un brazo deforme y la cara picada de viruela, no carecía de atractivo para ellas, quizá por su aire de guerrillero aguerrido, de pistolero autor de atentados, o tal vez simplemente por su brutalidad, porque hay mujeres que sufren el espejismo de creer que, debajo de toda esa ferocidad, se halla escondido un ser tierno y, lo que es peor, incluso que ellas podrán rescatarlo.

Según Olga Romanovna, directora del Museo de la Casa del Malecón, “Stalin les gustaba mucho a las mujeres, sabía aparentar y echar humo con un tono romántico de hombre sufrido. ‘Uh, pobre, fue presidiario, pasó su vida en cárceles’, ‘En algún lado tiene un pequeño hijito en Georgia’, ‘Su mujer Ekaterina Svanidze falleció muy joven’. Todo un bandolero, un héroe romántico medieval. Y eso les gustaba”.