¿Histérica y estéril, o patriota y prolífica? La mujer en el fascismo
En Italia, al igual que hicieron Hitler en Alemania y Franco en España, se promulgaron leyes que regulaban las relaciones entre el hombre y la mujer y la condición femenina en general. ¿Qué esperaba en realidad el fascismo de las italianas?
Por un lado, que fueran “las señoras de su casa”, y por otro que participasen en la vida del régimen y le diesen su apoyo. El lema era “una mujer fascista para una Italia fascista”. Se pretendía que tuviesen muchos hijos, que estuviesen sanas gracias al deporte y a los cuidados de la asistencia social, y al mismo tiempo que fueran buenas patriotas. Todo ello redundaría en el crecimiento demográfico y en el mejoramiento de la “raza”, así como en producir un caudal de trabajadores y soldados. Mussolini sostenía que el papel femenino por excelencia consistía en “cuidar la casa, tener niños y llevar los cuernos”. Si bien la familia era una institución social, también era política, y ejercer la maternidad, en el fondo, era lo único importante que podía hacer una mujer.
Mussolini aprovechó las ansias de modernidad posteriores a la Gran Guerra para redirigirlas hacia su idea de la mujer. Y durante estos años será ésa la modernidad para la mujer italiana. Así surgieron diversas instituciones y entidades centradas en el mundo femenino que le dieron a la mujer la sensación de haber obtenido un espacio de importancia en el régimen. Era ciudadana, pero se prefería que no trabajase fuera del hogar; podía emanciparse, pero sólo controladamente. “El trabajo [de la mujer] —explicaba el dictador— torna imposibles la maternidad y la vida femenina”.
También el cuerpo de la mujer era un asunto de Estado: el propio Mussolini, que era un mujeriego y le gustaban “hermosas”, definía con cierto cinismo unos cánones de belleza más bien deserotizados. Para el fascismo había dos tipos de mujeres, precisa Caranci: “La mujer-crisis, urbana, delgada, histérica, estéril y decadente, y la mujer-madre, sana, patriota, rural, fuerte, tranquila y prolífica. ‘Vano feminismo’ opuesto al ‘sano feminismo’”. Como explica G. C. Fusco en Mussolini e le donne [Mussolini y las mujeres], el Duce distinguía entre las “mujeres útero” (la esposa) y las “mujeres vagina” (sólo para el sexo). Se reprimieron las diversas formas de solidaridad “de género”, que antes habían promovido los grupos feministas. Y tanto la mujer como el hombre fueron encuadrados desde pequeños y hasta la edad adulta en distintas y estructuradas organizaciones.
Se marcaba asimismo una diferencia entre mujeres “buenas” y “malas”. El fascismo recluía a las prostitutas en locales bajo el control del Estado, de manera que la actividad fuera legal siempre que estuviese controlada. El sexo “bueno” era aquel que se practicaba dentro del matrimonio, a instancias del hombre y principalmente con fines reproductivos. En consecuencia, el aborto estaba prohibido y se premiaba a las familias con mucha descendencia. También estaba prohibido el control de natalidad, no por razones religiosas pues el fascismo era laico, sino más bien demográficas y políticas.
Añade Caranci que “la protección social de las madres corría paralela a la brutalidad de las relaciones machohembra, al pronunciado machismo de la sociedad italiana (fieles la mayoría de los hombres —y no sólo los fascistas, ni sólo los italianos, también otros latinos— a la frase bastante poco jocosa y brutal de ‘Todas las mujeres son putas, menos mi madre’)”.
Desde 1926 las mujeres no pudieron ser directoras de colegio; a partir de 1940 tampoco titulares de las cátedras de Latín, Griego, Letras, Filosofía, Historia, ni de Lengua italiana en los institutos técnicos. No muchas llegaban a la universidad, feudos masculinos donde las burlas y el machismo estaban a la orden del día. Se valoraban, en cambio, las actividades “femeninas” (puericultura, floricultura, comadrona, actividades caritativas, etc.). Los cargos de relieve estaban destinados exclusivamente a los hombres: sólo a una mujer, Adele Pértici Pontecorvo —quien tuvo un affaire con el Duce—, le fue dado alcanzar un puesto de cierta importancia como era el de consejera.
El fascismo, además, temía el tiempo libre para las mujeres, entendido “a la americana”, algo que podía “masculinizarlas”, todo esto a contrapelo de la cultura de masas que, imparable, se difundía desde los Estados Unidos o Francia, contra lo cual ni las madres ni los regímenes podían hacer gran cosa: la propia Edda era una mujer independiente, dinámica e incontrolable. Así, durante el fascismo aparecieron numerosas revistas “para la mujer”, que indicaban el camino a seguir.
Y si bien hubo mujeres —algunas de las cuales habían participado en las luchas políticas, como la Sarfatti, e incluso habían pertenecido a las bandas armadas fascistas, como Fanny Dini— que, aun dentro del régimen, trataron de modernizar el país y rebajar su nivel de machismo, gozaron de poco éxito. Desde 1925 aproximadamente, organizadas o no, ya no fueron interlocutoras válidas.
En Italia, por razones ideológicas, las elecciones políticas para el ciudadano eran inexistentes, más aún para las mujeres en particular: “Os diré que no daré el voto a las mujeres. Es inútil. En Alemania e Inglaterra las electoras votan a los hombres… La mujer debe obedecer. Naturalmente, no debe ser esclava, pero si yo le concediese el derecho de voto se volvería contra mí. En nuestro Estado, la mujer no debe tener importancia”, dijo pura y simplemente Mussolini.
Tampoco el racismo estaba ausente en la Italia del Duce: tanto en las colonias como en el propio país se prohibieron las relaciones interraciales. Sin embargo, más de uno se saltó esta proscripción, y prueba de ello son las decenas de miles de hijos, en general no reconocidos, nacidos en Somalia, Eritrea, Etiopía, etc. Claro que las mujeres que caían “en los brazos de los negros o los moros” eran castigadas.