Una vieja amargada
A principios de la década de 1960, la dictadura comenzó a debilitarse. Dentro del poder había dos grupos: por un lado los inmovilistas, que pretendían que nada cambiase después de la muerte de Franco, y por otro los sectores que creían que, tras el fin del régimen y de su líder, era inevitable emprender un camino democrático.
Poco después de las últimas ejecuciones franquistas, la salud del dictador se deterioró irreversiblemente y entró en agonía. Estuvieron a su lado su mujer, su hija y su yerno, quienes nada pudieron hacer para prolongarle la vida a pesar de que le mantuvieron enchufado a todo tipo de máquinas. En esos últimos días su hija le ayudó a redactar el testamento, pero después, ya viendo que el sufrimiento era tremendo y el final inevitable, las dos mujeres de Franco, su esposa y su hija, aceptaron lo irremediable y lo desconectaron. Murió el 20 de noviembre de 1975 en la clínica de La Paz, el hospital que él había creado y del que se sentía particularmente orgulloso.
Un símbolo de aquellos años es el Valle de los Caídos, la gigantesca basílica que Franco mandó construir después de la guerra. Es verdaderamente enorme; para que se hagan una idea, la cruz mide ciento cincuenta metros. El Caudillo dispuso que se hiciera como un memento de los muertos de la guerra civil, incluyendo los dos bandos, el republicano y el franquista, pero con una particularidad: sólo podían ser enterrados los republicanos que fueran católicos.
El Valle de los Caídos está en las montañas de Madrid, a sesenta kilómetros de la ciudad, en una zona muy difícil para construir. De hecho, se demoró desde 1940 hasta 1958. Fue levantado por prisioneros de guerra, quienes se presentaban como voluntarios para trabajar porque por cada día de trabajo aquí redimían seis días de condena, y además se permitía que la familia viniera y estuviera en los alrededores. De hecho, durante la construcción se levantaron muchas chabolitas en las que vivían las familias de los presos. Están enterrados treinta y tres mil soldados de ambos bandos y además el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera, y Francisco Franco.
Después de la muerte del dictador, Doña Carmen se dedicó a organizar el empaquetado y la distribución entre sus propiedades de los objetos que había en El Pardo. De allí partieron camiones y camiones cargados hasta el tope, que nadie supervisó y en los que quizá se haya producido un saqueo del patrimonio nacional. A los cuatro meses de quedarse viuda Doña Carmen abandonó El Pardo, y lo hizo llorando con amargas lágrimas. Se fue a vivir a un piso bajo en el centro de Madrid, donde continuó su rutina: siguió siendo tacaña —excepto con sus nietas— y muy religiosa. Dicen que nunca llegó a asumir ni comprender qué había pasado para que en tan poco tiempo su mundo se hubiera derrumbado de esa manera.
Para Losada, “sólo le quedaba actuar ahora como la perfecta viuda guardiana de la memoria de su marido. Sin embargo, continuó viviendo como una vieja amargada, quejándose de la ingratitud que, según ella, la rodeaba por todas partes… Le habían quitado El Pardo, el coche oficial, parte de la escolta, ya no se inclinaban ante su presencia, no se reconocían los méritos y sacrificios del anterior jefe del Estado, ya no la temían ni respetaban como antes… De vez en cuando se dejaba ver en las reuniones o asambleas de la extrema derecha, gozando de los aplausos y de los gritos de ‘Franco, Franco’, rememorando los viejos laureles”.
Carmen Polo murió en 1988 expresando su deseo de reunirse con su marido, cosa que no se cumplió por lo menos en lo atinente a los cadáveres, porque Franco está en el Valle de los Caídos y ella no. A su velatorio acudió la extrema derecha española, y destacó la corona de flores que envió el dictador chileno Augusto Pinochet.
La última estatua de Franco en Madrid se levantaba en la zona conocida como Nuevos Ministerios. Era un monumento ecuestre y fue retirado en 2005. Justamente eso es lo que queda de Franco en la España de hoy: nada.
Se diría que fue un hombre que vivió por encima de sus posibilidades; se casó con una chica guapa, de una clase bien, que estaba por encima de su nivel social. Hizo una rápida y brillante carreta militar por encima de lo que sus despreciativos compañeros de academia le creían capaz, y al final este hombre que era bajito, poco culto, raro, que nunca hablaba de nada, que además tenía una voz aflautada, tendencia a la gordura y al que todo el mundo se refería con sorna terminó rigiendo con mano de hierro los destinos de España durante casi cuarenta años.
Para ello posiblemente contó con la pasividad y la sorpresa de todos aquellos que no esperaban nada de él. Probablemente le subestimaron. Pero además contó con el apoyo esencial, con el empuje, con el acicate insaciable de Doña Carmen, su mujer, que siempre intentó hacerlo más grande de lo que era. Y lo logró. Qué tragedia que toda esa energía fuera aplicada para construir un dictador.