Rosas rojas

Cuando se narran los días finales en el búnker, a veces el relato pareciera proyectar un aire de romanticismo o épica. Pero no hay romanticismo ni belleza en el horror que creó Hitler en este mundo, un horror que sin dudas Eva tenía que conocer de alguna manera.

Los últimos días en el búnker fueron perturbadores. La salud de Hitler se encontraba muy deteriorada —padecía el mal de Parkinson— y además el enemigo estaba cada vez más cerca. En ese ambiente de inquietud y angustia el 20 de abril se celebró su cumpleaños número 56. Por la mañana hubo una recepción oficial en el búnker y por la tarde, en un marco más íntimo, una reunión en su pequeño despacho con sus colaboradores más cercanos: Göbbels, Magda, Bormann, los médicos, las secretarias. Los seis niños Göbbels le habían preparado regalitos al tío Adolf. Tras permanecer un rato con ellos Hitler se retiró, entonces Eva mandó llevar un gramófono y organizó una patética y tristísima fiesta. Durante largo tiempo se escuchó una y otra vez el único disco que tenían: “Las rosas rojas te hablan de amor”, mientras las paredes retumbaban por los bombazos soviéticos.

Según recuerda su secretaria Traudl Junge, bailó con Speer, Ribbentrop y Eva Braun antes de retirarse porque el ambiente le parecía horrible: a ratos, un silencio deprimente sólo cubierto por la música y, de repente, carcajadas estridentes por cualquier tontería. “Ya no podía más. Me despedí precipitadamente, bajé al búnker y me metí en la cama”. Bormann anotaba esa noche en su diario: “Cumpleaños del Führer, aunque por desgracia nadie estaba para celebraciones”.

En esos días, decidido a morir en Berlín, Hitler pidió a Eva que dispusiera un pequeño equipaje y se aprestara a dejar la ciudad en uno de los pocos aviones disponibles, haciendo extensiva la invitación a sus secretarias. Las tres se rehusaron a abandonar el búnker, y pese a que él insistió se mantuvieron firmes. Entonces, exclamó conmovido: “¡Ojalá mis generales fueran tan valientes como vosotras!”.

El 29 Hitler y Eva se casaron en una ceremonia que se celebró en el aposento oficial del Führer. Relata Britos que el trámite se realizó de madrugada, “en una atmósfera que debió haber sido bastante lúgubre, con la presencia de los testigos de honor. Todo consistió en la firma de un papel ante un juez de paz, quien ingresó en el edificio por un pasaje subterráneo que comunicaba la vieja cancillería con la nueva”.

Mientras esperaba la hora fijada para la ceremonia, él llamó a Traudl Junge para dictarle su testamento personal: “Al final de mi vida, he decidido casarme con la mujer que, después de muchos años de verdadera amistad, ha venido a esta ciudad por voluntad propia, cuando ya estaba casi completamente sitiada, para compartir mi destino. Es su deseo morir conmigo como mi esposa. Esto nos compensará de lo que ambos hemos perdido a causa de mi trabajo al servicio de mi pueblo”.

Legaba al Estado cuanto poseía, salvo su colección de pinturas, que destinaba al “establecimiento de una galería de arte en mi ciudad natal”. Dejaba algunas cosas a sus hermanos (como los derechos de Mein Kampf, que serían millonarios y objeto de disputa entre los herederos de sus sobrinos y el Estado alemán) y a la madre de Eva.

Traudl Junge recordó que Eva fumaba a escondidas en el piso alto del búnker y corría a lavarse la boca para que su amante no lo notara, y que en ocasiones se comportaba como cualquier esposa burguesa sermoneándolo porque se había ensuciado la ropa: “Pero mira cómo te has puesto. Estás sucísimo. ¡Esta chaqueta no te la puedes volver a poner así!”.

Otra de las mujeres presentes allí, la enfermera Erna Flegel, evocaría a Eva con frialdad, incluso con cierto desprecio: “Se trataba de un personaje incoloro; una chica que apenas se distinguía de las mecanógrafas cuando se hallaba entre ellas”.

Al enterarse por la radio de que muerto Mussolini su cadáver había sido colgado junto al de su amante Claretta Petacci y los de algunos de sus colaboradores durante horas de la marquesina de una gasolinera de Milán, muy alterado habló con su mayordomo Heinz Linge y con su ayudante Otto Günsche y les hizo jurar que incinerarían su cuerpo hasta que no quedase nada. “A mí no me atraparán ni vivo ni muerto. No me convertirán en un muñeco de feria en Moscú ni se ensañarán con mis restos”, dijo. También le pidió a su médico que probara las pastillas de cianuro con su perra Blondi y los cachorros de ésta. Bajo ningún aspecto quería caer vivo en manos de los rusos. “Pruebe con Blondi. Ella y sus cachorros también tienen que morir, no se los dejaremos”. La perra murió en cuanto el veneno penetró en su cuerpo y Hitler respiró aliviado.

Cuando Eva advirtió la falta de las mascotas corrió dando alaridos por el pasillo del búnker hasta el despacho de su marido. Erna Flegel la vio desde la enfermería y pudo fisgonear su disgusto. “Aquella mujer, además de gris, era un poco tonta. Lloró desconsoladamente recriminándole a Hitler que hubiera matado a Blondi. Estaba a punto de morir y lo único que parecía fastidiarle era que hubiese envenenado a su perro”.

Esa noche, los soldados y oficiales de las SS que custodiaban la cancillería y el búnker organizaron una orgía. Ante la inminencia de la muerte, relajada la disciplina, perdido el sentido de la jerarquía y la fe en el liderazgo, habían hecho una razia por las casas de los alrededores en la que lograron reunir a varias mujeres para preparar una francachela utilizando las grandes reservas de alcohol almacenadas en los sótanos. Todos eran conscientes de que vivían las últimas horas del Reich y probablemente de sus vidas. Traudl Junge escuchaba el escándalo desde su habitación, tan estrepitoso que ni el fragor de la guerra lograba apagar. Según declararía en Núremberg, tuvo que levantarse a buscar comida para alguno de los hijos de Göbbels, quienes desvelados por el jaleo se habían despertado y sentían hambre, y se encontró con una orgía sexual de hombres y mujeres semidesnudos: “Un furor erótico parecía poseerlos. Por todos lados se veían cuerpos lascivamente entrelazados, en posiciones desvergonzadas, incluso en el sillón del dentista… Las mujeres dejaban al descubierto sus partes íntimas sin el menor pudor…”.

El 30 de abril Hitler se levantó tarde. Los soviéticos habían seguido avanzando y estaban a sólo quinientos metros de la cancillería. Como llegaban por los túneles del metro, las SS inundaron esos espacios causando gran mortandad no sólo entre los enemigos, sino entre todos los alemanes que habían intentado refugiarse en ellos. Aterrado ante la posibilidad de caer vivo en manos del enemigo, Hitler decidió que ya no debía postergar el fin.

Pero tenía cosas urgentes en que pensar. Pidió que acudiera su chofer, Erich Kempka, y le preguntó si contaba con la gasolina necesaria para quemar su cadáver y el de Eva y el hombre asintió. Según declararía Kempka después de la guerra, apenado por los niños Göbbels aprovechó la ocasión para sugerir al Führer que él podría sacar de Berlín a Magda y a sus hijos, pero éste le habría replicado que eran asuntos del matrimonio Göbbels. Aun así el hombre lo intentó, aunque Magda, convencida por la firme decisión de su marido de quedarse con Hitler hasta la muerte, se negó rotundamente.

Las secretarias, sobrevivientes de aquellos hechos, no recordaron que en los instantes previos al suicidio, durante el almuerzo —que consistió en tallarines con salsa de tomate—, se hablara de algo interesante, aunque al parecer se dijeron algunas frases de cortesía. Cuando la comida finalizó Eva pasó a buscar a su marido. Estaba pálida, pero se mantenía entera. Había corrido la noticia de que la cosa sería inminente, y a la salida del comedor sus colaboradores se acercaron para despedirse de ella. Abrazaba a las mujeres que se encontraban allí, y hasta el final logró dominar su emoción y esbozar una mínima sonrisa. Hitler, muy tenso y en silencio, estrechó las manos de todos.

De alguna manera Eva sabía que pasaría a la historia al morir junto al Führer. Sobre este aspecto en particular, Görtemaker consigna que el 23 de abril le había pedido a la asistente que no destruyera la correspondencia que había mantenido con él: “‘Guárdala, entérala’, y aquí podemos ver que ella quería que la gente, luego de su muerte, supiera que tenía una relación con el líder, que era cercana a él. Hitler, en contraste, hizo que destruyeran sus cartas personales porque pretendía ocultar su vida privada”.

Poco después de las 15.30, Linge y Günsche entraron en el despacho y ya los hallaron muertos. Eva estaba descalza, sentada con las piernas recogidas sobre el sofá y la cara apoyada contra el hombro izquierdo de su marido. Sobre el velador había una pequeña pistola al alcance de la mano que no había empleado y un jarrón de flores artificiales volcado, probablemente en los espasmos de la agonía. Adolf estaba sentado en el sofá frente al retrato de Federico el Grande; tenía la cabeza apoyada contra el respaldo y la boca torcida, y en ella podían verse restos de la cápsula de cristal que había contenido el cianuro. En la sien derecha se apreciaba un negro boquete del que manaba sangre y el pelo del contorno chamuscado por el fogonazo del disparo. Su mano izquierda sujetaba el retrato de la madre, que había conservado durante medio siglo; la derecha pendía inerte después de haber dejado caer al suelo la pistola que había usado al mismo tiempo que el veneno.

El suicidio de Magda y Joseph Göbbels luego de haber asesinado a sus seis hijos detenta un carácter de tragedia griega. El día 30 ella corrió hacia la habitación donde Hitler estaba a punto de quitarse la vida junto a Eva y aquí existen dos versiones. Una asegura que el coronel que custodiaba el lugar le impidió pasar, luego de entrar y consultarle al Führer, mientras que la segunda versión afirma que Magda ingresó y volvió a salir a los pocos minutos envuelta en lágrimas. Al día siguiente, envenenó a los niños y se suicidó junto a su esposo.

Cuando el Ejército Rojo penetró en Berlín, lo hizo buscando el búnker donde estaba Hitler, quien por órdenes de Stalin debía ser capturado vivo o muerto y su cuerpo, recuperado. Pero en el momento en que los soldados lograron dar con el lugar ya era tarde y lo único que hallaron fueron los restos calcinados de Hitler y Eva, en un pozo que había producido una bomba y al que habían sido arrojados los cadáveres, que no habían podido incinerarse del todo por falta de combustible.