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Roma asistió indiferente a la recuperación del control de la Sociedad San Pío V por el cardenal Emil Catzinger. En nombre del Papa, el cardenal nombró personalmente al rector que sucedería al napolitano Alessandro Calfo, fallecido repentinamente en su domicilio sin haber podido transmitir el anillo en forma de féretro que recordaba su temible cargo de guardián del secreto más precioso de la Iglesia católica: el de la verdadera tumba donde descansan todavía los huesos del crucificado de Jerusalén.

Catzinger eligió a dicho rector entre los Once, y quiso que fuera joven para que tuviera la fuerza necesaria para combatir a los enemigos del hombre convertido en Cristo y Dios. Porque estos no tardarían en levantar de nuevo la cabeza, como lo habían hecho siempre desde que había sido preciso aniquilar la persona y sobre todo la memoria del impostor, el pretendido decimotercer apóstol.

Al colocar en su anular derecho el precioso jaspe, el cardenal sonrió a los ojos negrísimos, apacibles como un lago de montaña. Antonio, por su parte, pensaba sólo que, convertido en rector, quedaba definitivamente fuera del alcance del Opus Dei y de sus tentáculos. Por segunda vez, el hijo del oberstleutnant Herbert von Catzinger, el pupilo de las Juventudes Hitlerianas, le ofrecía su protección; pero seguía exigiendo sus dividendos. En la caja oculta de la Sociedad, Antonio encontró un expediente con la marca confidenziale que llevaba el nombre del cardenal. Si lo hubiera abierto, habría visto algunos documentos que concernían a su poderoso protector encabezados por la cruz gamada. No todos eran anteriores al mes de mayo de 1945.

Pero Antonio no lo abrió, sino que lo entregó en mano a su eminencia, que lo introdujo ante él en la trituradora de papel de su despacho de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Enfundado en su severa sotana negra, Breczinsky veía desfilar la campiña polaca. Antonio en persona le había ido a buscar a su despacho de la reserva y le había conducido sin previo aviso a la estación central de Roma. Desde entonces era incapaz de pensar. Después de haber atravesado toda Europa, el tren penetraba en las llanuras de su país. El religioso se sorprendía de no sentir ninguna emoción. De pronto se incorporó, y sus gafas redondas se cubrieron con un vaho de lágrimas. Acababa de ver pasar muy deprisa una pequeña estación de provincia: Sobibor, el campo de concentración en torno al cual la división Anschluss se había reagrupado antes de iniciar su retirada precipitada hacia el oeste, empujando ante ella a un último convoy de polacos que iban a ser exterminados allí mismo, justo antes de la llegada del Ejército Rojo. En aquel convoy se encontraba todo lo que quedaba de su familia.

Unos días antes, un joven sacerdote, Karol Wojtyla, despreciando el peligro, le había tomado a su cargo y le había ocultado en su exiguo alojamiento de Cracovia, para ponerle a resguardo de la batida organizada por el oficial alemán que acababa de suceder a Herbert von Catzinger, muerto por los partisanos polacos.

Breczinsky bajaría en la siguiente estación: allí se encontraba, en un pequeño carmelo alejado de todo, la residencia que le había sido asignada por su eminencia el cardenal Catzinger. La madre superiora había recibido un pliego con las armas del Vaticano: el sacerdote que le enviaban no debía recibir nunca ninguna visita ni mantener ningún tipo de relación con el exterior.

Necesitaba atenciones, reposo. Y sin duda por mucho tiempo.