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—Vuelve a Roma, Muktar. El Consejo de los Hermanos Musulmanes ha podido convencer a Hamas de la importancia de esta misión. Sus atentados no bastarían para proteger al islam si la naturaleza revelada del Corán fuera puesta en duda, o si la persona sagrada del Profeta (bendito sea su nombre) corriera el riesgo de verse manchada por la menor insinuación de duda. Pero hay algo que…
Muktar sonrió: lo esperaba. Su piel morena, su potente musculatura y su pequeña talla acentuaban, por contraste, la espigada figura de Mustafa Mashlur, venerada por todos los estudiantes de la universidad al-Azhar de El Cairo.
—Son tus relaciones con el judío. El hecho de que seas amigo suyo…
—Me salvó la vida durante la guerra de los Seis Días, en el 67. Me encontré solo y desarmado ante su carro en el desierto, nuestro ejército estaba derrotado: hubiera podido pasar sobre mi cuerpo, es la ley de la guerra. Se detuvo, me dio de beber y me dejó con vida. No es un judío como los otros.
—¡Pero es un judío! Y no un judío cualquiera, como tú ya sabes.
Se detuvieron a la sombra del minarete de al-Ghari. Incluso en ese final de noviembre, la piel translúcida del anciano soportaba mal la mordedura del sol.
—No olvides las palabras del Profeta: «Los judíos y los cristianos dicen: “Somos hijos de Allah y sus predilectos”». Diles: «¿Por qué, pues, os castiga por vuestros pecados?»[12].
—Conoces el santo Corán mejor que nadie, murshid. —Muktar le dio el título de «maestro» para mostrar su respeto—. El Profeta en persona no dudó en aliarse con sus enemigos por una causa común, y su actitud crea jurisprudencia, incluso en el caso del Yihad. Ni a los judíos ni a los árabes les interesa que los fundamentos seculares del cristianismo se conmuevan en sus cimientos.
El maestro le miró sonriendo.
—Hemos llegado a esta conclusión mucho antes que tú, y por eso te autorizamos a seguir adelante. Pero no olvides nunca que surgiste de la tribu que vio nacer al Profeta (bendito sea su nombre). Compórtate, pues, como corresponde a un portador del glorioso patronímico de los Quraysh: que tu amistad con este judío no te haga olvidar nunca quién es y para quién trabaja. El aceite y el vinagre pueden encontrarse temporalmente en contacto, pero nunca se mezclarán.
—No te preocupes, murshid, el vinagre de un judío nunca morderá a un Quraysh; tengo la piel dura. Conozco a este hombre; si todos nuestros enemigos se parecieran a él, la paz reinaría tal vez en el Oriente Próximo.
—La paz… Nunca habrá paz para un musulmán mientras la tierra entera no se incline cinco veces al día ante la quibla[13].
Los dos hombres abandonaron la sombra protectora del minarete y se dirigieron en silencio hacia la entrada de la madraza, cuya cúpula resplandecía al sol. Antes de entrar en el recinto, el anciano posó la mano sobre el brazo de Muktar.
—¿Y la muchacha? ¿Confías en ella?
—¡Está mejor en Roma que en el burdel de Arabia Saudí de donde la saqué! Por el momento se comporta bien. Y sobre todo no tiene ningunas ganas de que la devuelvan a su familia, en Rumanía. Esta misión es sencilla, no empleamos ningún medio complicado; sólo los viejos y probados métodos artesanales.
—Bismillah al-Rahman al-Rahim. Pronto será la hora de la oración, déjame purificarme.
Porque el maestro de los Hermanos Musulmanes, sucesor de su fundador Hasan al-Banna, no es, frente a Alá, más que un muslim —un sometido— como los demás.
Muktar se apoyó contra un pilar y cerró los ojos. ¿Era por la caricia del sol? Revivió la escena: el hombre había saltado del carro de combate y avanzaba hacia él, con la mano derecha levantada para que su ametrallador no disparase. En torno a ellos, el desierto del Sinaí había reencontrado su silencio; los egipcios, aplastados, huían. ¿Por qué se encontraba todavía él con vida? ¿Y por qué ese judío no le mataba enseguida?
El oficial israelí parecía dudar, con el rostro petrificado. De pronto sonrió y le tendió una cantimplora. Mientras bebía, Muktar se fijó en la marca de la cicatriz, que alcanzaba sus cabellos rubios cortados al rape.
Años más tarde, la Intifada estalló en Palestina. En una callejuela de Gaza, Muktar limpiaba una manzana de casas en ruinas que los israelíes, en dificultades, acababan de abandonar para replegarse. Entró en un patio reventado por las granadas. Un judío desplomado al pie de un murete gemía débilmente sosteniéndose la pierna. No llevaba el uniforme del Tsahal —sin duda era un agente del Mosad—. Muktar apuntó hacia él su kalashnikov y se dispuso a disparar. Cuando vio la boca del arma dirigida contra su pecho, el rostro crispado por el sufrimiento del judío se animó y esbozó una sonrisa. De su oreja partía una cicatriz que desaparecía bajo la gorra.
¡El hombre del desierto! El árabe volvió a levantar lentamente el cañón de su arma. Se aclaró la garganta y escupió ante él. Luego se llevó la mano izquierda a la camisa y lanzó al judío una bolsita de vendas de emergencia.
Después le dio la espalda y lanzó a sus hombres una orden breve: adelante, en esta casa no hay nada ni nadie.
Muktar suspiró: Roma es una hermosa ciudad, donde es fácil encontrar mujeres. Más que en el desierto, sin duda.
Volvería encantado a Roma.