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Si no hubiera sido por los apliques venecianos, que difundían una cálida luz tamizada, la sala habría podido parecer siniestra. La estancia estaba amueblada únicamente, a todo lo largo, con una mesa de madera encerada detrás de la cual se alineaban trece asientos adosados al muro. En el centro, una especie de trono de estilo napolitano-angevino, tapizado de terciopelo púrpura, y a uno y otro lado seis sillones más sencillos con reposabrazos con cabezas de león.

La preciosa talla de la puerta de entrada ocultaba un grueso blindaje.

Unos cinco metros separaban la mesa de la pared de enfrente, totalmente desnuda. ¿Totalmente? No. Un panel de madera oscura estaba empotrado en la obra del muro. Destacándose con su palidez en la caoba de la madera, un crucifijo ensangrentado de inspiración jansenista formaba una mancha casi obscena bajo el fuego cruzado de dos focos disimulados justo por encima del trono central.

Aquel trono nunca había sido ocupado, y nunca se ocuparía: el sitial recordaba a los miembros de la asamblea que la presencia del Maestro de la Sociedad San Pío V era exclusivamente espiritual, pero eterna. Desde hacía cuatro siglos, Jesucristo, Dios resucitado, se encontraba presente allí en espíritu y en verdad, rodeado de doce apóstoles fieles, seis a su derecha y seis a su izquierda. Exactamente como en la última cena que había celebrado con sus discípulos, dos mil años antes, en la sala alta del barrio oeste de Jerusalén.

Cada uno de los doce sillones estaba ocupado por un hombre revestido con un alba muy amplia, con la cabeza cubierta por la capucha. Ante cada rostro, un simple paño blanco, sujeto con dos botones a presión a la altura de los pómulos, ocultaba la parte baja del rostro, de modo que sólo podían verse los ojos y el inicio de la frente.

Al estar colocados en línea frente al muro, cada uno de los hombres hubiera tenido que inclinarse hacia delante y girar la cabeza cuarenta y cinco grados para distinguir la silueta de sus compañeros de mesa. Esa contorsión estaba, evidentemente, proscrita, y del mismo modo se esperaba que las manos se mostraran lo menos posible. Con los antebrazos cruzados sobre la mesa, las aberturas de las amplias mangas estaban previstas para encajar una en otra de forma natural, recubriendo las muñecas y las manos de los participantes.

Cuando hablaban, los miembros de aquella asamblea nunca se dirigían, pues, directamente a los otros, sino a la imagen ensangrentada que tenían enfrente. Si cada uno podía oír —sin volver la cabeza— lo que se decía, era porque el Maestro, mudo en su crucifijo, consentía en ello.

En aquella habitación de la que el común de los mortales ignora incluso la existencia, la Sociedad San Pío V celebraba su reunión tres mil seiscientos tres desde su fundación.

Un solo participante, situado a la derecha del trono desocupado, había dejado a la vista, planas sobre la mesa totalmente vacía, sus manos regordetas: en su anular derecho un jaspe verde oscuro lanzó destellos cuando se levantó y se alisó maquinalmente el alba sobre un abdomen ligeramente prominente.

—Hermanos, hoy deben retener nuestra atención tres cuestiones externas que ya hemos debatido antes aquí mismo, y una cuarta, interna y… dolorosa para cada uno de nosotros.

Un silencio absoluto siguió a aquella declaración: todos esperaban a que continuara.

—A demanda del cardenal prefecto de la Congregación, fuisteis informados sobre un pequeño problema surgido recientemente en Francia, en una abadía benedictina sometida a una vigilancia muy estricta. Entonces me disteis carta blanca para resolverlo. Pues bien, tengo el placer de anunciaros que el problema ha sido tratado de forma satisfactoria: el monje que había realizado recientemente esas declaraciones que tanto nos inquietaban ya no está en situación de perjudicar a la Iglesia católica.

Un asistente levantó ligeramente los antebrazos, juntos bajo las mangas, para indicar que iba a hablar:

—¿Quiere decir que ha sido… suprimido?

—Yo no emplearía ese término offensivum auribus nostris[5]. Sabed que sufrió una desgraciada caída en el expreso de Roma que le conducía a la abadía y que murió al instante. Las autoridades francesas han concluido que se trata de un suicidio. Le encomiendo, pues, a vuestras oraciones: el suicidio, ya lo sabéis, es un crimen terrible contra el creador de toda vida.

—Pero… hermano rector, ¿no era peligroso recurrir a un agente extranjero para… hacer posible el suicidio? ¿Estamos realmente seguros de su discreción?

—Conocí al palestino hace años, durante mi estancia en El Cairo: desde entonces siempre ha demostrado ser muy fiable. Sus intereses coinciden con los nuestros en esta ocasión, y él lo ha comprendido perfectamente. Ha contado con la ayuda de un viejo conocido suyo, un agente israelí: los hombres de Hamas y del Mosad se combaten ferozmente, pero a veces saben apoyarse para afrontar una causa común; y ese es precisamente el caso, lo que resulta útil para nuestros proyectos. Sólo cuenta el resultado: los medios empleados deben ser eficaces, rápidos, definitivos. Y garantizo personalmente la discreción absoluta de estos dos agentes. Están muy bien remunerados.

—Cierto. Los miles de dólares de que nos habéis hablado representan una suma considerable. Pero este gasto, ¿está realmente justificado?

El rector, de forma excepcional, se volvió hacia su interlocutor.

—Hermano, esta inversión es ridícula en comparación con los beneficios que puede generar, que estimo no en miles, sino en millones de dólares. Si alcanzamos nuestros objetivos, dispondremos por fin de los medios para llevar a cabo nuestra misión. Recordad la fortuna súbita, e inmensa, de los templarios: pues bien, nosotros explotaremos la misma fuente que ellos. Y triunfaremos donde ellos acabaron por fracasar.

—¿Y la losa de Germigny?

—Ahora iba a hablar de este asunto. Este descubrimiento habría pasado inadvertido si el padre Andrei no se hubiera enterado del hallazgo debido a la proximidad geográfica de su abadía. Al saberlo, tuvo la desgraciada idea de dirigirse rápidamente al lugar y fue el primero en leer la inscripción. Nosotros conocíamos su existencia por el expediente de los templarios.

—Eso ya nos lo había dicho.

—Durante su reciente visita a Roma, el monje dejó escapar algunas reflexiones que parecen probar que estaba a punto de establecer una relación entre las informaciones que poseía. Esto es extremadamente peligroso, nunca se sabe dónde acabará, y nuestra Sociedad fue fundada por el santo padre Pío V para evitar que —el rector se inclinó primero hacia su izquierda, ante el trono vacío, y luego hacia delante, ante el crucifijo— la memoria y la imagen del Maestro pudieran ser mancilladas o empañadas. En el curso de la larga historia de la Iglesia, todos los que han tratado de actuar de este modo han sido eliminados. A menudo a tiempo, y a veces demasiado tarde (y entonces se produjeron desórdenes abominables, causa de mucho sufrimiento: pensad en Orígenes, en Arrio, o también en Nestorio y tantos otros…). El equipo del expreso de Roma hará lo necesario, a demanda mía: la losa de Germigny pronto estará al abrigo de miradas indiscretas, aquí mismo.

Un suspiro de alivio recorrió la asamblea.

—Pero ahora tenemos otro problema, consecuencia del primero —continuó el rector.

Algunas cabezas se volvieron hacia él en un movimiento instintivo.

—Parece que, desde hace un tiempo, el difunto padre Andrei había despertado la curiosidad de una especie de discípulo: uno de los monjes, profesor en el escolasticado especial de la abadía en cuestión. En fin, tal vez sea sólo una falsa alarma, desencadenada por un mensaje que nos ha hecho llegar el reverendo padre abad. Un estudiante que asiste al curso de exégesis de este profesor, un tal padre Nil, ha hecho saber que le había oído enunciar tomas de posición que atentan contra la santa doctrina sobre el Evangelio de san Juan. Dado el contexto reciente, el padre abad ha considerado necesario advertirnos enseguida.

Varios hermanos levantaron la cabeza: el Evangelio de san Juan se situaba en el corazón mismo de su misión; todo lo que tuviera relación con él debía ser analizado de cerca.

—Normalmente la ortodoxia de un exegeta católico concierne a la Congregación, y este monje no es el primero que tiene que ser llamado al orden…

Se adivinaron algunas sonrisas bajo los velos que cubrían los rostros.

—… Pero las circunstancias aquí son especiales. El difunto padre Andrei era un erudito de una clase excepcional, dotado de una mente aguda e inventiva. Ahora ya no puede estorbar, pero ¿qué pudo dar a entender a su discípulo Nil? Porque, según el padre abad nos ha precisado, una estrecha amistad (algo siempre lamentable en una abadía) unía a estos dos intelectuales. Dicho con otras palabras, ¿habrá contaminado el veneno que se infiltró en la mente del padre Andrei al padre Nil? No tenemos ningún medio de saberlo.

Uno de los clérigos levantó los brazos cruzados.

—Dígame, padre rector… Ese padre Nil ¿no viajará también, por casualidad, de vez en cuando en el expreso de Roma?

—Podría ser, es cierto. Pero no se puede considerar la posibilidad de un segundo suicidio entre los monjes de la abadía. Ni el gobierno francés ni la opinión pública serían fáciles de convencer, con un intervalo tan breve. Sin embargo, existe cierta urgencia, porque este monje enseña de una forma regular y parece decidido a poner al corriente a sus estudiantes de sus… en fin, de ciertas conclusiones de sus investigaciones. ¿Cuáles son estas conclusiones? Lo ignoramos; pero no podemos correr ningún riesgo: el cardenal ha depositado muchas esperanzas en el escolasticado monástico de Saint-Martín, y quiere que sea absolutamente irreprochable.

—¿Y qué propone usted?

El rector se sentó; las manos y el anillo desaparecieron en el interior de las mangas del alba.

—Todavía no lo sé, todo esto es demasiado reciente. Por el momento hay que descubrir lo que sabe ese monje o, si aún no sabe nada demasiado grave, hasta dónde podría llegar. Les mantendré al corriente.

Hizo una pausa, miró intensamente al crucifijo, con el marfil manchado por una sangre que parecía haber coagulado el paso de los siglos. La siguiente cuestión era más difícil: aquel asunto debía atacarse con decisión. Después de todo, cada uno de los hermanos esperaba que la Sociedad aplicara sus estatutos.

Incluso cuando implicaban la muerte de uno de ellos.

—Cada uno aquí lo desconoce todo, o casi, del hermano que en este momento está sentado a su lado. Me corresponde, pues, a mí la terrible tarea de proteger la naturaleza misma de nuestra Sociedad cuando esta necesidad se manifiesta.

El rector de la Sociedad San Pío V ocupaba el cargo de forma vitalicia. Cuando el superior de los Doce sentía que su muerte estaba próxima, designaba de entre sus hermanos al que le sucedería, y el elegido debía conocer entonces a su vez (en solitario) la identidad de sus once compañeros y ser conocido por ellos. La mayoría de los rectores, desde 1570, habían tenido el buen gusto de morirse antes de convertirse en ineficaces. Pero a veces había sido preciso ayudar un poco a los que apreciaban más la vida que al Maestro, ya que los Once ejercían un control riguroso sobre la eficacia de su jefe. Para estos casos existía un protocolo, y este protocolo justamente debía aplicarse ahora, aunque en esta ocasión en relación con un hermano.

—Uno de nosotros, aunque me resulte penoso decirlo, ha dado muestras recientemente de su incapacidad para respetar nuestra regla principal, la de la total confidencialidad. La edad, sin duda, ha disminuido sus reflejos.

Uno de los asistentes se puso a temblar, haciendo que las mangas de su alba se deslizaran hacia atrás y dejaran a la vista unas manos descarnadas, surcadas por venas salientes.

—¡Hermano, cúbrase, se lo ruego! Bien. Ya conocen el procedimiento que debe aplicarse al que ha faltado a la regla. Les prevengo para que, a partir de esta noche, inicien el tiempo de ayuno, de oración y severa penitencia, que acompaña siempre al final definitivo de la misión de un hermano. Debemos ayudarle a prepararse, acompañarle en el camino que en adelante será el suyo. Ayuno total la víspera de nuestra próxima reunión y disciplina con el látigo metálico mañana y noche, cada día durante el tiempo de un Miserere, o más si así lo desean. No mediremos el afecto que profesamos al hermano que comparte nuestras responsabilidades desde hace tanto tiempo y del que pronto deberemos separarnos.

A Calfo no le gustaba aplicar aquel protocolo a uno de los Doce. El rector dirigió una mirada intensa al crucifijo: desde que había empezado a presidir las reuniones de su Sociedad, el Maestro habría vivido ya cosas parecidas, si no peores.

—Os doy las gracias. Hasta la próxima sesión tenemos tiempo para probar a nuestro hermano, en secreto, la fuerza de nuestro amor por él.

Los hermanos se levantaron y se dirigieron hacia la puerta blindada del fondo.