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Monseñor Alessandro Calfo estaba satisfecho. Antes de abandonar la gran sala oblonga próxima al Vaticano, los Once le habían dado carta blanca: no podían correr ningún riesgo. Desde hacía cuatro siglos eran los únicos en velar por el tesoro más preciado de la Iglesia católica, apostólica y romana. Los que se acercaban demasiado a él debían ser neutralizados.

Calfo se había guardado bien de explicárselo todo al cardenal. ¿Podría preservarse mucho tiempo el secreto? Pero si aquello se divulgaba, sería el fin de la Iglesia, el fin de toda la cristiandad. Y un golpe terrible para Occidente, que ya se encontraba en muy mala posición frente al islam. Una inmensa responsabilidad descansaba sobre los hombros de doce hombres: la Sociedad San Pío V había sido creada con el único objetivo de proteger ese secreto, y Calfo era su rector.

Ante el cardenal, se había contentado con afirmar que no existían de momento más que indicios dispersos, que sólo algunos eruditos en el mundo eran capaces de comprender e interpretar. Pero había ocultado lo esencial: si aquellos indicios, ligados entre sí, se ponían en conocimiento del gran público, podrían conducir hasta la prueba absoluta, indiscutible. Por eso era importante que las pistas existentes permanecieran dispersas. Cualquiera que tuviera la malicia suficiente —o fuera simplemente bastante perspicaz— para reunirlas, se encontraría en situación de descubrir la verdad.

Se levantó, dio la vuelta a la mesa y se plantó ante el crucifijo ensangrentado.

—¡Maestro! Tus doce apóstoles velan por ti.

Maquinalmente hizo girar el anillo que llevaba en el anular derecho. La piedra preciosa, un jaspe verde oscuro salpicado de manchas rojas, era anormalmente gruesa —incluso para Roma, donde los prelados son aficionados a los símbolos ostentosos—. A cada instante, esa venerable joya le recordaba la naturaleza exacta de su misión.

¡Cualquiera que llegue a desvelar el secreto debe ser consumido por él y desaparecer!