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El vestíbulo de entrada era de hecho el salón de una vasta residencia patricia. A dos pasos del animado centro de la ciudad, la vía Giulia ofrecía a Roma el encanto de sus arcadas cubiertas de glicinas y de algunos palacios antiguos transformados en hoteles a la vez familiares, lujosos y acogedores.
—¿Querría avisar al señor Barjona de que deseo verle?
El recepcionista, elegantemente vestido de negro, observó al visitante matinal. Un hombre de cierta edad, con el cabello cubierto de canas, vestido con ropa corriente: ¿Un admirador? ¿Un periodista extranjero? Apretó los labios.
—El maestro volvió muy tarde ayer por la noche, nunca le molestamos antes de…
Con naturalidad, el visitante sacó del bolsillo un billete de veinte dólares y lo tendió al recepcionista.
—Estará encantado de verme, y si no fuera así, le compensaría del mismo modo por la molestia. Dígale que su viejo amigo del club le espera: él lo entenderá.
—Ari, ¿cómo se te ocurre sacarme de la cama a estas horas la víspera de un concierto? Y para empezar, ¿qué estás haciendo en Roma? Deberías disfrutar tranquilamente de tu retiro en Jaffa y dejarme en paz. ¡Ya no estoy a tus órdenes!
—Es verdad, pero no se abandona nunca el Mosad, Lev, y tú sigues estando a sus órdenes. ¡De modo que relájate! Estaba de paso en Europa y he aprovechado para verte, eso es todo. ¿Cómo se presenta tu temporada romana?
—Bien, pero esta noche arranco con el tercer concierto para piano y orquesta de Rachmaninov; es un monumento aterrador y tengo necesidad de concentrarme. ¿De modo que aún te queda familia en Europa?
—Un judío siempre tiene familia en algún sitio. Tu familia es un poco el servicio en que te formé cuando eras sólo un adolescente. Y en Jerusalén están inquietos por ti. ¿Cómo se te ocurrió seguir al monje francés en el expreso de Roma después de haber reservado todo su compartimiento? ¿Quién te había dado esa orden? ¿Querías repetir la operación precedente y esta vez sin ayuda? ¿Fui yo quien te enseñó a hacer de jinete solitario en una operación?
Lev hizo una mueca y bajó la cabeza.
—No tenía tiempo de avisar a Jerusalén, todo fue muy rápido y…
Ari apretó los puños y le interrumpió:
—No mientas, al menos a mí. Sabes muy bien que desde tu accidente ya no eres el mismo, y que durante años has mantenido un contacto excesivo con la muerte. Hay momentos en que te dejas dominar por la necesidad del peligro, por su perfume, que te excita como una droga. Entonces ya no piensas: ¿imaginas lo que hubiera pasado si el padre Nil hubiera sufrido también un accidente?
—Hubiera planteado un problema grave a la gente del Vaticano. Les odio con toda mi alma, Ari: ellos permitieron que los nazis que habían exterminado a mi familia huyeran a Argentina.
Ari le miró con ternura.
—Este ya no es tiempo para el odio, sino para la justicia. Y es inconcebible, inadmisible, que seas tú quien tome, sin comentarlo, decisiones políticas de ese nivel. Has demostrado que ya no eres capaz de controlarte: debemos protegerte contra ti mismo. En adelante, prohibición absoluta de cualquier operación sobre el terreno. El pequeño Lev que interpretaba su vida como si fuera una partitura musical ha crecido. Ahora eres célebre: prosigue con la misión que te hemos confiado, vigilar a Muktar al-Quraysh, y concéntrate en el monje francés. La acción directa ya no es para ti.