15
Habían pasado dos días desde la muerte de Andrei. Nil contemplaba su mesa cubierta de papeles, resultado de años de investigaciones. Creía haber elucidado las verdaderas circunstancias de la muerte de Judas: todo se había urdido en esos pocos días que habían precedido a la crucifixión. Luego Judas había sido asesinado, no se había colgado. Los acontecimientos que resultarían de ahí sólo podían comprenderse escudriñando los textos para llegar, más allá de lo que decían, a lo que daban a entender. La historia no es una ciencia exacta: su verdad procede de la confrontación de los indicios acumulados.
Ahora debía aplicar el mismo método a la misteriosa nota descubierta en la mano de su amigo muerto. Para eso tenía que acceder a la biblioteca histórica. El nuevo bibliotecario no sería nombrado hasta después de las exequias, que estaban previstas para el día siguiente.
Nil cerró los ojos, se dejó invadir por los recuerdos.
—Padre Nil, acabo de enterarme de que los obreros que trabajan en la restauración de Germigny han sacado a la luz una inscripción antigua. Me gustaría verlo, ¿puede acompañarme? Tengo que fotografiar unos manuscritos en Orleans, la carretera pasa por delante de Germigny-des-Prés…
Aparcaron en la plaza del pueblecito. A Nil le gustaba aquella iglesia: el arquitecto de Carlomagno había querido reproducir en miniatura la catedral de Aquisgrán, construida hacia el año 800. En el interior, los preciosos vitrales de alabastro creaban una atmósfera de intimidad y recogimiento que producía impresión.
Avanzaron hasta el umbral del santuario.
—¡Qué aire de misterio envuelve todavía este lugar!
El susurro de Andrei era casi inaudible debido al ruido de los martillos que atacaban la pared del fondo: para apartar los vitrales, los obreros habían tenido que retirar el revoque que los rodeaba. Entre dos aberturas, justo en la prolongación de la nave, se distinguía en la penumbra un agujero abierto. Andrei se acercó.
—Perdónenme, señores, me gustaría echar una ojeada a una losa que han encontrado, según me han dicho, mientras efectuaban sus trabajos.
—¡Ah, la piedra! Sí, apareció bajo una capa de revoque. La descalzamos del muro y la hemos dejado en el transepto a la izquierda.
—¿Podemos examinarla?
—Desde luego, son las primeras personas que se interesan por ella.
Los dos monjes avanzaron unos pasos y descubrieron en el suelo una losa cuadrada, en cuyos bordes se distinguía una marca de sellado. Andrei se inclinó y luego apoyó la rodilla en el suelo.
—Vaya…, el sellado es manifiestamente original. Situada tal como estaba, esta losa se encontraba directamente ante los ojos de los fieles. Revestía, pues, una importancia particular… Luego, vea, la recubrieron de un revoque que parece más reciente.
Nil compartía la excitación de su compañero. Los dos monjes nunca pensaban en la historia como en una época remota: el pasado era su presente. En ese instante preciso oían una voz, más allá de los siglos: la del emperador que dio la orden de grabar esa piedra y quiso que la empotraran en un emplazamiento tan especial.
Andrei sacó su pañuelo y limpió con delicadeza la superficie de la piedra.
—El revoque es del mismo tipo que el de las iglesias románicas. Así pues, esta losa fue recubierta dos o tres siglos después de haber sido colocada: un día creyeron necesario ocultar la inscripción al público. ¿Quién podría tener interés en esconderla así?
Unos caracteres aparecían bajo el revoque, que saltaba convertido en polvo.
—Una escritura carolingia. Pero… ¡si es el texto del símbolo de Nicea!
—¿El texto del Credo?
—En efecto. Me pregunto por qué habrán querido colocarlo así a la vista de todos en esta iglesia imperial. Sobre todo me pregunto…
Andrei permaneció un buen rato agachado ante la inscripción; luego se levantó, se sacudió el polvo de la ropa y puso la mano en el hombro de Nil.
—Amigo mío, en esta reproducción del símbolo de Nicea hay algo que no entiendo: nunca he visto algo así.
Rápidamente hicieron una fotografía de frente de la losa, y salieron en el momento en que los trabajadores cerraban la obra para el descanso del mediodía.
Andrei se mantuvo en silencio hasta Orleans. Mientras Nil preparaba la cámara para su sesión de trabajo, el bibliotecario le detuvo:
—No, con este carrete no, es el de la losa. Guárdelo y utilice otro carrete para esos manuscritos, por favor.
En el trayecto de vuelta, Andrei se mostró taciturno. Antes de salir del coche, se volvió hacia Nil. El bibliotecario estaba particularmente serio.
—Sacaremos copias del cliché de Germigny, dos ejemplares. Yo cogeré uno, que enviaré inmediatamente por fax a un empleado de la Biblioteca Vaticana con el que mantengo relación: me gustaría conocer su opinión; muy poca gente puede comprender las particularidades de las inscripciones de la Alta Edad Media. El segundo ejemplar… guárdelo con sumo cuidado en su celda. Nunca se sabe.
Quince días más tarde, Andrei había llamado a Nil a su despacho. Parecía preocupado.
—Acabo de recibir una carta del Vaticano: me convocan para que rinda cuenta de la traducción del manuscrito copto del que le hablé. ¿Por qué me hacen hacer este viaje? Con la carta ha llegado una notita del empleado del Vaticano en la que me dice que ha recibido la foto de la losa de Germigny. Sin comentarios.
Nil estaba tan sorprendido como su amigo.
—¿Cuándo se va?
—El padre abad ha venido esta mañana y me ha dado un billete para el expreso de Roma. Salgo mañana mismo. Padre Nil… por favor, durante mi ausencia vuelva a Germigny. La foto que tomamos no es bastante nítida, tome otra fotografía con luz rasante.
—Padre Andrei, ¿puede decirme en qué está pensando?
—Hoy no le diré más. Encuentre un pretexto para salir y vaya a tomar esa foto. La examinaremos juntos cuando vuelva.
Andrei había salido para Roma al día siguiente.
Y nunca volvió a la abadía.
Nil abrió los ojos. En cuanto pudiera, iría a cumplir la última voluntad de su amigo. Aunque sin él, ¿para qué serviría una nueva fotografía de la inscripción?
La llamada resonó lúgubremente, anunciando a todo el valle que al día siguiente un monje sería conducido solemnemente a su última morada. Nil entreabrió el cajón de su mesa y deslizó la mano bajo la pila de cartas.
Su corazón se puso a palpitar muy deprisa. Sacó todo el cajón: LA FOTO TOMADA EN GERMIGNY HABÍA DESAPARECIDO, Y LA NOTA DEL PADRE ANDREI TAMBIÉN.
«¡Imposible! ¡Es imposible!».
Había esparcido sobre la mesa el contenido del cajón inútilmente: la foto y la nota no estaban allí.
Los monjes hacen voto de pobreza: no poseen, pues, absolutamente nada, no pueden cerrar nada, y ninguna de las habitaciones de la abadía tenía cerradura. Excepto el despacho del ecónomo, el del padre abad y las tres bibliotecas, cuyas llaves habían sido distribuidas con cuentagotas, como se ha dicho.
Pero la celda de un monje es el dominio inviolable de su soledad; nadie puede entrar nunca en ausencia de su ocupante o sin su permiso formal. Salvo el padre abad, que desde su elección había puesto énfasis en el mantenimiento de aquella regla intangible, garante de la elección que sus monjes habían hecho de vivir en comunidad pero solos ante Dios.
Y no sólo habían violado el santuario del padre Nil, sino que habían registrado su habitación y habían robado. Lanzó una ojeada a los expedientes esparcidos desordenadamente sobre la mesa. Efectivamente, no se habían contentado con revolver en el cajón: el más voluminoso de sus expedientes, el del Evangelio de san Juan, no se encontraba en su sitio habitual. Lo habían desplazado ligeramente, y lo habían abierto.
Nil, que lo utilizaba cada día desde el inicio de su curso, reconoció inmediatamente que algunas de las notas ya no estaban en su sitio, lógico sólo para él. Le pareció incluso que algunas hojas habían desaparecido.
Una regla de la vida benedictina acababa de ser violada, tenía la prueba evidente de ello. Para hacer algo así, se necesitaba un motivo extremadamente grave. De una forma confusa, Nil sentía que existía un vínculo que enlazaba los acontecimientos anormales de los últimos tiempos, pero ¿cuál?
Él se había convertido en monje contra la voluntad de una familia no creyente, y recordaba al joven novicio que en otro tiempo había sido. La verdad…, había comprometido toda su vida en aquella búsqueda. Dos hombres le habían comprendido: Rembert Leeland, su condiscípulo durante sus cuatro años de estudios romanos, y Andrei. Leeland trabajaba ahora en alguna parte en el Vaticano, y Nil se encontraba solo ante cuestiones que era incapaz de resolver, y ante una angustia sorda que no le abandonaba desde el final del verano.
Rozó con la mano el gran expediente del Evangelio de san Juan: todo estaba allí. De hecho, Andrei no había dejado de hacérselo comprender, mientras se negaba a decir más o a facilitarle el acceso a la biblioteca del ala norte. No podía hacer otra cosa: obediencia. Pero Andrei estaba muerto tal vez a causa de su obediencia. Y su propia celda había sido registrada, violando las reglas inmutables de la abadía.
Había que hacer algo.
Aún faltaba una hora para las vísperas. Se levantó, salió al pasillo y se dirigió resueltamente hacia la escalera que conducía a las bibliotecas.
Gracias a su buena memoria visual, había retenido con todo detalle la nota de Andrei. «Manuscrito copto (Apoc)»: sin duda, un Apocalipsis copto. «Carta del Apóstol», luego las tres misteriosas «M M M», y la losa de Germigny. El hilo que unía todos aquellos elementos misteriosos debía de estar esperando, en algún sitio, entre los libros de la biblioteca.
Llegó al despacho de Andrei, situado justo al lado del ala de las ciencias bíblicas. Diez metros más lejos se encontraba el ángulo del ala norte y la entrada de la biblioteca de las ciencias históricas.
La puerta del bibliotecario, como la de cualquier otra celda del monasterio, no tenía cerradura. Nil entró, encendió la luz, se dejó caer en la silla donde, durante tantas horas felices, había dialogado con su amigo. Nada había cambiado. En las paredes, las estanterías donde se amontonaban libros con rótulos todavía frescos: las adquisiciones recientes, en espera de encontrar un lugar definitivo en una de las tres alas. Debajo, el mueble metálico donde Andrei clasificaba las fotocopias de manuscritos sobre las que trabajaba. El Apocalipsis copto tenía que estar en alguna parte allí dentro. ¿Debía empezar por ahí?
De pronto dio un respingo. Varios carretes se encontraban colocados en desorden sobre un estante: los negativos de sus manuscritos… Entre ellos, en primera fila, Nil reconoció inmediatamente el que había utilizado para fotografiar la losa de Germigny. Andrei lo había dejado allí, sin pensar más en él, antes de partir para Roma.
Acababan de robarle la foto, pero no habían pensado en el negativo, o aún no habían tenido tiempo de inspeccionar el despacho del bibliotecario. Sin vacilar, Nil se levantó, cogió el carrete del estante y se lo metió en el bolsillo. Las últimas voluntades de un muerto son sagradas…
Justo ante él, en el respaldo del sillón, reconoció la chaqueta y el pantalón de clergyman que llevaba Andrei en el momento de su muerte. Le enterrarían al día siguiente con su hábito monástico: nadie volvería a llevar nunca ese traje, ahora inútil para la investigación. Un velo de lágrimas enturbió la mirada de Nil. Y entonces se le ocurrió una idea insensata.
Cogió el pantalón, deslizó la mano en el bolsillo izquierdo: sus dedos se cerraron sobre un objeto de cuero. Rápidamente lo sacó del bolsillo: ¡un llavero! Sin dudar, abrió el cierre de presión.
Tres llaves. La más larga, idéntica a la suya, era la del ala central: las otras dos debían de ser las de las alas norte y sur. Era el llavero especial, el que sólo poseían el bibliotecario y el abad. Trastornado por los acontecimientos dramáticos que afectaban a su abadía, el padre abad no había pensado todavía en recuperar el llavero, que entregaría al sucesor de Andrei cuando hubiera tomado una decisión sobre tan delicada nominación.
Nil tuvo un momento de duda. Luego volvió a ver el rostro de su amigo, sentado ante él en aquel sillón. «La verdad, Nil: ¡para conocerla entró en esta abadía!». Se metió el llavero en el bolsillo y recorrió los metros de pasillo que le separaban del ala norte y de su biblioteca.
Ciencias históricas: si franqueaba esa puerta, se habría convertido en un rebelde.
Miró un momento hacia atrás: los dos pasillos del ala central y del ala norte estaban vacíos.
Resueltamente introdujo una de las dos llaves pequeñas en la cerradura. La llave giró sin ruido.
El padre Nil, apacible profesor de exégesis, monje observante que nunca había transgredido la menor regla de la abadía, abrió la puerta y dio un paso adelante: al entrar en la biblioteca norte, entraba en la disidencia.