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Esa misma noche Calfo convocó una reunión extraordinaria de la Sociedad San Pío V. Sería breve, pero los acontecimientos exigían la adhesión total de los Doce en torno a su Maestro crucificado.
El rector lanzó una mirada al duodécimo apóstol: con los ojos modestamente bajos tras la capucha, Antonio esperaba que comenzara la sesión. Calfo le había encargado que actuara sobre Breczinsky, indicándole el punto débil del polaco: ¿por qué el español no había ido a rendirle cuentas como estaba previsto? ¿Habría depositado equivocadamente su confianza en uno de los once apóstoles? Sería la primera vez que le ocurría algo así. Calfo apartó de su mente aquel desagradable pensamiento. Desde su celebración de la víspera, arrodillado ante Sonia transformada en icono viviente, desbordaba euforia. La rumana había acabado por aceptar todas sus exigencias, manteniendo hasta el final la toca de religiosa sobre su fina cabecita.
Enardecido por aquel éxito, al despedirla la había prevenido: la próxima vez organizaría un culto aún más sugestivo que les uniría de la forma más íntima al sacrificio del Señor. Cuando le explicó el rito al que quería asociarla, Sonia palideció y huyó precipitadamente.
No estaba preocupado: volvería, la joven nunca le había negado nada. Aquella noche debía liquidar pronto la reunión para volver a casa, donde le esperaban unos preparativos largos y minuciosos. Se levantó y se aclaró la garganta.
—Hermanos, la misión en curso toma un rumbo imprevisto y muy satisfactorio. He arreglado las cosas de modo que Lev Barjona, que está dando una serie de conciertos en la Academia de Santa Cecilia, se encontrara con el padre Nil. A decir verdad, no hacía falta que interviniera: el israelí tenía, de todos modos, la intención de ponerse en contacto con nuestro monje, lo que muestra hasta qué punto el Mosad está interesado también en sus investigaciones. En resumen, se han visto, y Lev ha soltado ante este inofensivo intelectual la información que esperábamos desde hacía tanto tiempo: la epístola del decimotercer apóstol no ha desaparecido. Efectivamente queda un ejemplar, y se encuentra, sin duda, en el Vaticano.
Un estremecimiento recorrió la asamblea, estupefacta y excitada a la vez. Uno de los Doce levantó sus antebrazos cruzados.
—¿Cómo es posible? Sospechábamos que un ejemplar de esta epístola había escapado a nuestra vigilancia, pero… ¡en el Vaticano!
—Nos encontramos aquí en el centro de la cristiandad, inmensa tela cuyas mallas cubren todo el planeta. Todo acaba, un día u otro, por llegar al Vaticano, comprendidos manuscritos o textos antiguos que se descubren aquí y allá: eso ha debido de pasar. Lev Barjona no ha proporcionado esta información sin un motivo: debe de contar con que excitará la curiosidad del padre Nil, y probablemente espera que él le conduzca a este documento que los judíos codician tanto como nosotros.
—Hermano rector, ¿es necesario que corramos el riesgo de una exhumación de esta epístola? El olvido, como sabe, ha sido el arma más eficaz de la Iglesia contra el decimotercer apóstol; sólo el olvido ha hecho posible que su pernicioso testimonio no causara ningún daño. ¿No es preferible hacer durar esta saludable amnesia?
El rector decidió aprovechar la ocasión que le facilitaban para recordar a los Once la grandeza de su misión, y extendió solemnemente la mano derecha, dejando a la vista el jaspe de su anillo.
—Después del concilio de Trento, san Pío V (el dominico Antoine-Michel Ghislieri), asustado por el debilitamiento de la Iglesia católica, hizo lo imposible por salvarla de un naufragio anunciado. La amenaza más grave no provenía de la rebelión reciente de Lutero, sino de un antiguo rumor al que ni siquiera la Inquisición había conseguido poner término: la tumba que contenía los huesos de Cristo existía, se encontraba en algún lugar en el desierto de Oriente Próximo. Una epístola perdida de un testigo privilegiado de los últimos momentos del Señor afirmaba no sólo que Jesús no había resucitado, sino que su cuerpo había sido inhumado por los esenios en aquella zona. Todos sabéis esto, ¿no es cierto?
Los Once inclinaron la cabeza.
—Antes de ser papa, Ghislieri había sido gran inquisidor: estaba informado de los interrogatorios de disidentes quemados vivos por herejía, había consultado algunas minutas del proceso de los templarios, todos documentos hoy desaparecidos. Aquello le convenció de la existencia de la tumba de Jesús, y de que su descubrimiento significaría el fin definitivo de la Iglesia. Entonces, en 1570, creó nuestra Sociedad, para que preservara el secreto de la tumba.
Los Once también sabían eso. Adivinando su impaciencia, el rector levantó su anillo, que lanzó un breve destello bajo la luz de los apliques.
—Ghislieri hizo tallar, en un jaspe muy puro, este anillo episcopal en forma de féretro. Desde entonces, por su forma, esta joya recuerda a cada rector (cuando la retira del dedo de su predecesor muerto) cuál es nuestra misión: hacer lo necesario para que jamás pueda ser descubierto un féretro que contenga los huesos del crucificado de Jerusalén.
—Pero, aunque el eco de una carta del decimotercer apóstol haya atravesado los siglos, nada prueba que indicara el emplazamiento exacto de la tumba. ¡El desierto es inmenso y después de tanto tiempo la arena lo habrá cubierto todo!
—En efecto, la tumba de Jesús no corría ningún riesgo mientras el desierto era recorrido por camellos. Pero la conquista del espacio ha puesto a nuestra disposición medios de búsqueda extraordinariamente perfeccionados. Si se han podido detectar rastros de agua en el lejano planeta Marte, hoy se podría hacer el inventario de todas las osamentas de los desiertos de Neguev o de Idumea, incluso de aquellas que ha cubierto la arena: el papa Ghislieri no podía imaginar algo así. Si la existencia de la tumba se hiciera pública, centenares de aviones radar o sondas espaciales rastrearían minuciosamente el desierto, desde Jerusalén hasta el mar Rojo. La irrupción de la tecnología espacial crea un riesgo nuevo que no podemos correr. Es preciso que nos apoderemos de este abominable documento, y rápido, porque los israelíes se encuentran tras la misma pista que nosotros.
El rector se llevó devotamente el féretro de jaspe a los labios, antes de esconder las manos bajo las mangas del alba.
—Este documento explosivo debe ser puesto a resguardo en la caja que se encuentra frente a nosotros. Hay que encontrarlo, no sólo para ponerlo fuera del alcance de nuestros enemigos, sino también para disponer, gracias a él, de medios financieros a la altura de nuestra ambición: poner un dique a la deriva de Occidente. Ya sabéis cómo pudieron adquirir los templarios su inmensa fortuna, la reliquia que veneramos cada viernes 13 nos lo recuerda. Esta fortuna puede ser nuestra, y la utilizaremos para preservar la identidad divina de Nuestro Señor.
—¿Qué propone, hermano rector?
—El padre Nil ha olfateado una pista que tal vez, por fin, sea la buena: dejemos que la siga. He reforzado la vigilancia en torno a él; si tiene éxito, seremos los primeros en saberlo. Y luego…
El rector juzgó inútil terminar la frase. «Luego» se había producido ya miles de veces, en los sótanos de los palacios de la Inquisición supurantes de dolor o en las hogueras que habían iluminado la cristiandad a lo largo de su historia. Tenían una larga experiencia en el «luego». En el caso presente, sólo cambiarían las modalidades practicadas de este «luego». Nil no sería quemado públicamente, igual que Andrei no lo había sido.