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La sala se levantó en bloque: la Academia de Santa Cecilia se había llenado hasta los topes para el último concierto de Lev Barjona. El israelí debía interpretar el Tercer Concierto para piano y orquesta de Camille Saint-Saëns, donde daría prueba, en el primer movimiento, de su brillantez; en el segundo, de la extraordinaria fluidez de sus dedos, y en el tercero, de su sentido del humor.
Como de costumbre, el pianista entró en el escenario sin dirigir la mirada al público y se sentó directamente en su taburete. Cuando el director de orquesta le indicó con un gesto que estaba dispuesto, su rostro se petrificó súbitamente y tocó los primeros acordes solemnes y pomposos que anuncian el tema romántico, introducido por el tutti de la orquesta.
En el segundo movimiento estuvo deslumbrante. Los pasajes acrobáticos desfilaban bajo sus dedos de forma mágica, y cada nota se escuchaba perfectamente nítida y distinta a pesar del tempo infernal que había adoptado de entrada. El contraste entre ese peligroso fluir mercurial y la inmovilidad total de su rostro fascinó a los oyentes, que le dedicaron, después del último acorde, una de esas ovaciones que los romanos conceden a los que han sabido conquistar su corazón.
Se esperaba que, según su costumbre, Lev Barjona desapareciera inmediatamente entre bastidores sin conceder al público los tradicionales bises. Por eso la sorpresa en la sala fue grande cuando el pianista se adelantó hacia ella y pidió con un gesto que le trajeran un micrófono. El israelí lo sujetó y levantó los ojos, deslumbrado por las luces de los focos. Parecía mirar muy lejos, más allá de la sala entonces silenciosa, más allá incluso de la ciudad de Roma. Su rostro ya no estaba congelado, sino revestido de una gravedad desacostumbrada en ese impenitente seductor. La cicatriz que señalaba su cabellera rubia acentuaba el carácter dramático de lo que iba a decir.
Su discurso fue muy breve:
—Para agradecerles su calurosa acogida, les ofrezco la segunda Gymnopédie de Erik Satie, un inmenso compositor francés. La dedico especialmente, esta noche, a otro francés, peregrino del absoluto. Y a un pianista estadounidense trágicamente desaparecido, cuyo recuerdo, sin embargo, no me abandonará nunca. Él interpretaba esta música desde el interior, pues como Satie creyó en el amor y fue traicionado.
Mientras Lev, con los ojos cerrados, parecía abandonarse a la perfección de la sencilla melodía, en el fondo de la sala un hombre le miraba sonriendo. Recogido sobre sí mismo, todo músculo, el personaje llamaba un poco la atención entre las espectadoras finas y elegantes que le rodeaban.
«¡Esos judíos —pensó Muktar al-Quraysh— son todos unos sentimentales!».
Con la muerte de Alessandro Calfo, su misión se acercaba al final. Había tenido la satisfacción de eliminar con sus propias manos al estadounidense. En cuanto al otro, había desaparecido, y Muktar todavía no había encontrado su pista. Una simple cuestión de tiempo. Al día siguiente volvía a El Cairo. Rendiría cuentas al Consejo de Hamas y recibiría sus instrucciones. El francés debía desaparecer: para partir a la caza y seguir sus huellas, Muktar necesitaba medios y ayuda. Lev acababa de declarar públicamente su admiración por el infiel; ya no podía contar con él.
En cuanto a Sonia, ahora estaba en el paro. La llevaría a El Cairo sin tardar. Con un velo negro, su encantadora silueta le haría honor. Porque tenía intención de reservársela. Después de haber pasado por las manos de un prelado perverso del Vaticano, debía de saber hacer cosas que el Profeta tal vez hubiera reprobado si las hubiera conocido. Pero el Corán afirma solo: «Las mujeres son campo labrado para vosotros. Labradlo, pues, como os plazca[29]». Él labraría a Sonia. Totalmente indiferente a la delicada música que surgía de los dedos de Lev, sintió que la sangre afluía a su virilidad.