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Hechos de los Apóstoles, Epístola a los gálatas, año 48.

—¡Abbu, no puedes dejarles hacer sin decir nada!

Habían pasado dieciocho años desde la muerte de Jesús. Iojanan, de pie junto al discípulo bienamado, ardía de impaciencia. Los representantes de los «cristianos» —como los llamaban desde hacía poco— acababan de reunirse por primera vez en Jerusalén para reventar un absceso: la lucha entre los creyentes «judíos», que se negaban a abandonar las prescripciones de la Ley —sobre todo la circuncisión—, y los «griegos», que no querían esa cirugía, sino un dios nuevo para una religión nueva. Un dios que sería Jesús, rebautizado «Cristo». La idea estaba en el ambiente, se comentaba entre murmullos cada vez con más frecuencia.

Aquella lucha ideológica ocultaba un combate feroz por el primer puesto: los judíos seguidores de Santiago, hermano pequeño de Jesús y estrella ascendente, contra los discípulos de Pedro, mayoría que el viejo jefe conducía con mano de hierro. Y contra todos ellos, los griegos de Pablo, un recién llegado que soñaba con transformar la casita construida por los apóstoles en un edificio de talla mundial. Se habían insultado, se habían lanzado a la cabeza injurias terribles —«falso hermano, intruso, espía»— y casi habían llegado a las manos.

La Iglesia cristiana que estaba naciendo celebraba su primer concilio en Jerusalén, la ciudad que mata a los profetas.

—¡Mírales, Iojanan! ¡Pelean en torno a un cadáver y sólo piensan en despedazar su memoria!

El joven de cabellos ensortijados le cogió del brazo.

—Tú conociste a Jesús antes que todos ellos. ¡Debes hablar, abbu!

El hombre se levantó con un suspiro. A pesar de haber sido apartado del grupo de los Doce, el prestigio de que gozaba todavía era considerable: todos callaron y se volvieron hacia él.

—Desde ayer os oigo discurrir y tengo la impresión de que se habla de un Jesús distinto al que yo conocí. Cada uno lo recrea a su manera: unos pretenden que sólo fue un judío piadoso, otros querrían convertirlo en un dios. Yo lo recibí en mi mesa, y éramos trece en torno a él esa noche, en la sala alta de mi casa. Pero por la mañana yo fui el único que estuvo para oír el ruido de los clavos, para ver la lanzada y asistir a su muerte: todos vosotros habíais huido. Y yo doy testimonio de que ese hombre no era un dios: Dios no muere, Dios no sufre la agonía que Jesús vivió ante mis ojos. También fui el primero en su tumba, el día en que la encontraron vacía. Y sé lo que ocurrió con su cuerpo torturado; pero mantendré mi silencio, como el desierto que ahora le acoge.

Un concierto de imprecaciones le impidió continuar. Algunos aún dudaban en admitir la divinidad de Jesús, pero todos estaban de acuerdo en decir que había resucitado de entre los muertos. Aquella idea de resurrección atraía a las masas, que encontraban en ella el medio para soportar una vida que, por lo demás, carecía de esperanza. ¿Quería ese hombre, que tenía sólo unos pocos discípulos, enviar a casa a millares de convertidos con las manos vacías?

Los puños se levantaron frente a él.

«¿Quieren servirse de Jesús para sus ambiciones? Pues bien, que lo hagan sin mí».

Se apoyó en el hombro de Iojanan y salió.

Iojanan era sólo un niño cuando las legiones romanas destruyeron Séforis, la capital de Galilea. Entonces había visto cómo se levantaban en las calles miles de cruces, y a los crucificados que agonizaban lentamente bajo el sol. Un día vinieron a buscar a su padre: horrorizado, vio cómo lo flagelaban y luego lo tendían sobre un madero. Los martillazos contra los clavos resonaron hasta el interior de su pecho, vio la sangre que saltaba de las muñecas, escuchó el aullido de dolor. Cuando levantaron la cruz en el cielo de Galilea, perdió el conocimiento. Su madre le envolvió en un chal y huyó al campo, donde se ocultaron.

A partir de aquel día el niño se negó a hablar; pero por la noche, en medio de un sueño agitado, repetía sin cesar: «Abba! ¡Papá!».

Cuando se recuperó un poco, fueron a instalarse en Jerusalén. Su madre le consagró a Dios por el voto del nazareato: no volvería a cortarse los cabellos. Ahora era un judío piadoso, pero seguía sin hablar.

Como todo el mundo en la ciudad, Iojanan se enteró luego de la crucifixión de Jesús. El horror que inspiraba al muchacho el suplicio de la cruz era tal que apartó a aquel hombre de su memoria. Se espera a un Mesías, que vendrá pronto, y ese no puede ser Jesús: el Mesías nunca se dejaría crucificar. El Mesías será fuerte, para expulsar a los romanos y restaurar el reino de David.

Después había conocido a ese judeo, reservado como él, que le había mirado con amistad sin extrañarse por su mutismo, que hablaba de Jesús como si hubiera vivido muy cerca de él, y parecía conocerle por dentro. A la muerte de su madre, aquel hombre que amaba tanto al Maestro y decía que era su discípulo bienamado, le acogió en su casa. Se convirtió en su abbu, el padre de su alma.

Un día, para mostrarle que había comprendido el nuevo mundo desvelado por Jesús, Iojanan cogió unas tijeras y se dejó muy cortas las largas trenzas sin apartar la vista de su abbu, porque seguía sin hablar y sólo se expresaba con gestos.

Entonces el discípulo bienamado trazó con el pulgar sobre su frente, sus labios y su corazón una cruz inmaterial. De nuevo comprendió Iojanan, y silenciosamente tendió también su lengua, que fue marcada con el signo aterrorizador.

Esa noche, por primera vez durmió sin poner en el suelo su manta de lana virgen. Y al día siguiente su lengua habló de nuevo, desde la abundancia de su corazón curado por Jesús.

Al llegar a la casa, el discípulo bienamado le puso la mano en el hombro.

—Esta noche, Iojanan, irás a ver a Santiago, el hermano de Jesús. Dile que quiero hablar con él. Que venga a verme aquí.

El joven inclinó la cabeza y tomó la mano de su abbu en la suya.