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El tren avanzaba a toda velocidad por la llanura de Sologne como una serpiente luminosa. Con el cuerpo doblado por la mitad y el torso azotado por el viento, el padre Andrei resistía a la presión de las dos manos firmes que le empujaban al abismo. De pronto, el monje relajó los músculos.
«Señor, te he buscado desde la aurora de mi vida, que ahora llega a su final».
Con un grito sordo, el viajero fornido lanzó a Andrei al vacío mientras tras él su compañero, inmóvil como una estatua, contemplaba la escena.
Como una hoja muerta, el cuerpo giró en el aire y fue a aplastarse contra el balasto.
El expreso de Roma trataba decididamente de recuperar su retraso: en menos de un minuto sólo quedó sobre la vía un pelele dislocado entre los remolinos de aire glacial. La chaqueta había volado lejos. Curiosamente, el codo izquierdo de Andrei había quedado atrapado entre dos traviesas: su puño, crispado aún sobre el pedazo de papel, apuntaba ahora hacia el cielo negro y mudo, en el que las nubes se desplazaban pesadamente hacia el este.
Un poco más tarde, una cierva salió del bosque cercano y se acercó a husmear aquel objeto informe que olía a hombre. El animal conocía el olor acre que desprenden los humanos cuando han tenido mucho miedo. La cierva olfateó largamente el puño cerrado de Andrei, grotescamente elevado hacia el cielo.
De pronto levantó la cabeza y luego saltó de lado y corrió a refugiarse bajo los árboles. Un coche la había iluminado con sus faros y ahora frenaba bruscamente en la carretera que quedaba más abajo. Del vehículo salieron dos hombres, que treparon por el terraplén y se inclinaron sobre el cuerpo informe. La cierva se inmovilizó: los hombres habían descendido de nuevo y se habían quedado de pie junto al coche charlando con animación.
Cuando vio el reflejo de las luces de emergencia de la gendarmería que se aproximaban muy deprisa por la carretera, saltó de nuevo y desapareció en el bosque oscuro y silencioso.