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Hechos de los Apóstoles

—Pedro, ¿qué ha ocurrido con el cuerpo de Jesús?

Pedro lanzó una mirada circular. Hacía ya tres semanas que Jesús había muerto, y durante todo ese tiempo no había salido de la sala alta. Aquella mañana, casi un centenar de simpatizantes se habían reunido allí, y la misma pregunta saltaba en todas partes.

En el otro extremo de la habitación su anfitrión era el único que estaba de pie, apoyado contra la pared. Una veintena de hombres sentados le rodeaban, volviendo alternativamente los ojos hacia él y luego hacia la ventana, al pie de la cual los Once formaban un bloque. ¿Adeptos suyos, tal vez? «Ahora —pensó Pedro— es él o yo».

El apóstol miró a sus diez compañeros. Andrés, su hermano, que se mordisqueaba el labio inferior, Juan y Santiago, los hijos de Zebedeo, Mateo, el antiguo aduanero… Ninguno de ellos tenía la talla de un jefe.

Alguien tenía que levantarse en medio de aquella multitud desorientada. Levantarse y tomar la palabra en aquel instante preciso era tomar el poder.

Pedro aspiró profundamente y se levantó. La luz de la ventana le iluminaba de espaldas, dejando el rostro en la sombra.

—Hermanos…

A pesar de todos sus esfuerzos no había conseguido saber dónde habían enterrado los esenios el cadáver de Jesús, después de haberlo sacado de la tumba. «¿Y él, el único testigo conmigo, lo sabe? Debo desviar la atención de esta gente y afirmar de una vez por todas mi autoridad». Pedro decidió no hacer caso de la pregunta de la multitud y observó al grupo de simpatizantes desde arriba. Desde ese mismo momento sabrían que era él quien había cumplido el juicio de Dios. Dios se había servido de él, y Dios se serviría de él en el futuro.

—Hermanos, el destino de Judas debía cumplirse. Él formaba parte de los Doce y cometió traición. Cayó hacia delante, con el vientre abierto, y sus entrañas se desparramaron sobre la arena.

Un silencio de muerte se hizo en la sala. Sólo el asesino de Judas podía conocer esos detalles. Pedro acababa de confesar públicamente que la mano que sostenía el puñal no era la de un zelote cualquiera: era la suya.

El apóstol miró uno por uno a los que habían pedido ruidosamente explicaciones sobre la suerte del cadáver de Jesús: bajo su mirada, uno tras otro bajaron los ojos.

En el otro extremo de la habitación, el discípulo bienamado seguía sin decir nada. Pedro levantó la mano.

—Debemos reemplazar a Judas. Que otro, elegido entre los que acompañaron al Maestro desde el encuentro en el Jordán hasta el final, ocupe su puesto.

Un murmullo de aprobación recorrió la asamblea y todos los ojos se volvieron hacia el discípulo bienamado. Porque sólo él podía completar el colegio de los doce apóstoles: había sido el primero en conocer al Maestro a orillas del Jordán y había sido su íntimo hasta el final. Él era el sucesor más indicado para Judas.

Pedro comprendió lo que sentía la multitud.

—¡No seremos nosotros los que elijamos! Dios deberá designar al duodécimo apóstol a través de la suerte. Mateo, coge tu cálamo y escribe dos nombres en estos pedazos de corteza.

Antes de que lo hiciera, Pedro se inclinó hacia Mateo y le murmuró algo al oído. El antiguo aduanero le miró con aire sorprendido. Luego inclinó la cabeza, se sentó y escribió rápidamente. Los dos pedazos de corteza se colocaron sobre un pañuelo y Pedro levantó los cuatro extremos.

—Tú, acércate, saca uno de estos dos nombres. ¡Y que Dios hable en medio de nosotros!

Un muchacho se levantó, alargó la mano, la hundió en el pañuelo y sacó una de las cortezas.

Pedro la cogió y se la entregó a Mateo.

—Yo no sé leer: dinos lo que está escrito aquí.

Mateo carraspeó, miró el pedazo de corteza y proclamó:

—¡Está escrito el nombre de Matías!

Se levantaron protestas entre la multitud.

—Hermanos —tuvo que gritar Pedro para hacerse oír—, ¡el propio Dios acaba de designar a Matías para ocupar el puesto de Judas! ¡Somos doce de nuevo, como en la última cena que Jesús tomó aquí mismo antes de morir!

Aquí y allá se levantaron algunos hombres, mientras Pedro atraía hacia sí a Matías, lo abrazaba y lo sentaba en medio de los Once. Luego el apóstol clavó la mirada en el discípulo bienamado, del que le separaba la multitud sentada. Un grupo compacto de simpatizantes le rodeaba ahora, de pie, con cara sombría. Dominando el ruido, Pedro exclamó:

—Doce tribus hablaban por Dios: doce apóstoles hablarán por Jesús, en su lugar o en su nombre. Doce y ni uno más: ¡nunca habrá un decimotercer apóstol!

El discípulo bienamado le sostuvo la mirada largo rato; luego se inclinó y murmuró unas palabras al oído de un adolescente de cabellos ensortijados. Pedro, de pronto inquieto, deslizó la mano por la abertura de su túnica y sujetó la empuñadura de la sica. Pero su rival hizo una seña a los que le rodeaban y se dirigió en silencio hacia la puerta. Una treintena de hombres le siguieron, con rostro grave.

En cuanto llegó a la calle, se volvió: el adolescente se deslizó a su lado y le tendió la otra corteza, la que había caído del pañuelo abandonado por Pedro después de la proclamación de la elección divina. Preguntó al muchacho:

—Iojanan, ¿nadie ha podido ver esta corteza?

—Nadie, abbu. Nadie excepto Mateo, que ha escrito el nombre, Pedro, que se lo ha dictado, y ahora tú.

—Vamos, hijo, dámela y olvídala para siempre.

Dirigió la mirada a la segunda opción ofrecida para el voto de Dios y sonrió a Iojanan: el nombre inscrito no era el suyo.

«¡De modo, Pedro, que has decidido apartarme para siempre del Nuevo Israel! Una guerra se inicia ahora entre nosotros. Esperemos que no aplaste a este niño y a los que vendrán tras él».