54

Jerusalén, 10 de septiembre de 70

Iojanan franqueó la puerta sur, que había permanecido intacta, y se quedó sin aliento: Jerusalén era sólo un campo de ruinas.

Las tropas de Tito habían entrado a principios de agosto, y durante un mes se había desarrollado un combate encarnizado calle por calle, casa por casa. Rabiosos, los hombres de la X legión Fretensis destruían sistemáticamente cualquier lienzo de pared que quedara en pie. La ciudad debe ser arrasada, había ordenado Tito, pero su Templo debe preservarse. Quería saber qué aspecto podía tener la efigie de un Dios capaz de provocar tanto fanatismo y de conducir a todo un pueblo al sacrificio de la muerte.

El 28 de agosto cruzó por fin los atrios que conducían al Sancta Sanctorum. Allí, decían, residía la presencia de Yahvé, el Dios de los judíos. Su presencia, y por tanto su estatua, o algún equivalente.

De un mandoble rasgó el velo del santuario. Avanzó unos pasos y se detuvo, atónito.

Nada.

O mejor dicho, colocados sobre una mesa de oro fino, dos animales alados, kerubims como los que había visto con frecuencia en Mesopotamia. Sin embargo, entre sus alas desplegadas, nada. El vacío.

De modo que el Dios de Moisés, el Dios de todos esos exaltados, no existía, ya que no había en el Templo ninguna efigie que manifestara su presencia. Tito estalló en una carcajada y salió del Templo aún riendo. «¡La mayor estafa del mundo! ¡No hay Dios en Israel! Toda esta sangre vertida en vano». Al ver reír a su general, un legionario lanzó una antorcha inflamada al interior del Sancta Sanctorum.

Dos días más tarde, el Templo de Jerusalén acababa de arder lentamente. Del espléndido monumento, apenas terminado por Herodes, no quedaba nada.

El 8 de septiembre del 70, Tito abandonó la Jerusalén asolada para volver a Cesarea.

Iojanan esperó a que el último legionario hubiera abandonado la ciudad para aventurarse en ella. El barrio oeste ya no existía. Caminando con dificultad entre los escombros, reconoció, por su muro de protección, la lujosa villa de Caifás La casa del discípulo bienamado, la casa de su infancia feliz, estaba a doscientos metros. Se orientó y siguió avanzando.

No se veía siquiera la pila del impluvium. Todo había ardido y el techo se había hundido. Allí, bajo ese montón de tejas calcinadas, se encontraban los vestigios de la sala alta. La sala en que Jesús había tomado su última cena cuarenta años antes, rodeado primero de trece y luego de doce hombres.

Permaneció de pie mucho tiempo frente a las ruinas. Uno de los dos esenios que le acompañaban le tocó finalmente el brazo.

—Abandonemos este lugar, Iojanan. La memoria no está en las piedras. La memoria está en ti. ¿Adónde vamos ahora?

«La memoria de Jesús el nazareno. Este frágil legado, codiciado por todos».

—Tienes razón. Vamos al norte, a Galilea: el eco de las palabras de Jesús todavía resuena entre sus colinas. Llevo conmigo un legado que debo transmitir.

Sacó una hoja de pergamino de su bolsa y se la llevó a los labios. «La copia de la epístola de mi abbu, el decimotercer apóstol».

Tres siglos más tarde, una española acaudalada llamada Etheria, que se había pagado el primer viaje organizado de la historia para participar en la Semana Santa de Jerusalén, vio, al pasar junto al Jordán, una estela grabada lamentablemente torcida. Curiosa, hizo detener su litera: ¿sería también un recuerdo de la época de Cristo?

La inscripción era legible. Explicaba que en la época de la destrucción del Templo, un nazareo llamado Iojanan había sido abatido, allí mismo, mientras huía de la Jerusalén en ruinas. Los legionarios de Tito debían de haberlo atrapado, pensó Etheria, degollado y lanzado al río próximo. La mujer exclamó:

—¡Un nazareo! Hace un montón de tiempo que desaparecieron. Este pobre desgraciado debió de ser el último, y sin duda por eso levantaron esta estela en el lugar de su muerte.

Lo que la piadosa cristiana no sabía era que Iojanan no había sido el último de los nazareos.

Desde aquel día ya sólo existían dos ejemplares de la epístola del decimotercer apóstol de Jesús. Una oculta en el fondo de una jarra, inaccesible en su gruta colgada en medio de un acantilado que dominaba las ruinas de Qumran, sobre el mar Muerto.

La otra, en manos de los nazareos que habían escapado de Pella. Y que habían encontrado refugio en un oasis del desierto de Arabia llamado Bakka.