87

Sosteniendo su bolsa en una mano y la maleta en la otra, Nil bajó del autobús. El pueblo era tan rústico como había imaginado por la descripción del padre Calati:

—Nuestro ecónomo sale ahora mismo para l’Aquila, suba a su coche. Le dejará en la estación de autobuses local: por la tarde un autobús cubre el servicio de esta zona de los Abruzos. Baje en el pueblo, luego siga la carretera a pie hasta un cruce. Gire a la izquierda y le quedará un kilómetro por un camino de tierra hasta una granja aislada. Seguro que encontrará a Beppo; él vive allí solo con su madre. No se extrañe, no habla pero lo entiende todo. Dígale que viene de mi parte y pídale que le conduzca hasta el ermitaño. Será una larga caminata por la montaña: Beppo está acostumbrado, es el único que sube a la ermita para llevar de vez en cuando un poco de comida.

Luego Calati había levantado las manos al cielo y había bendecido silenciosamente a Nil, arrodillado sobre las losas heladas del convento.

Cuando se presentó en Camaldoli, su antiguo profesor le había estrechado entre sus brazos y su barba enmarañada había acariciado la mejilla de Nil. ¿Necesitaba instalarse en el desierto por tiempo indefinido? ¿Nadie debía conocer su refugio? Calati no hizo preguntas, no se sorprendió de su llegada, de su aire de fugitivo y su singular petición. Junto al viejo ermitaño, dijo simplemente, estará bien.

—Ya verá, es un hombre un poco particular, que vive desde hace años en la montaña. Pero nunca está solo: a través de la oración está en relación con todo el universo, y posee un don de adivinación que a veces desarrollan algunos grandes místicos. Nos mantenemos en contacto gracias a Beppo, que baja de la montaña cada quince días para vender sus quesos en l’Aquila. ¡Que Dios le bendiga!

Nil vio cómo el autobús se alejaba entre una nube de humo y avanzó por la única calle del pueblo. Todavía era de día, pero las casas de techo bajo estaban bien cerradas, con las juntas taponadas para afrontar el frío de la noche.

Al pasar, echó una ojeada al vidrio de una ventana y sonrió a la imagen que le devolvía: los cabellos cortados al rape, aún grises a su salida de la abadía de Saint-Martin, se habían vuelto completamente blancos desde su descubrimiento de la epístola.

En su brazo, la maleta se había hecho muy pesada cuando se detuvo ante la granja. La silueta de un joven vestido con una chaqueta de piel de oveja sin mangas —la prenda tradicional de los pastores de los Abruzos— cortaba leña ante la puerta. Al oír a Nil, el muchacho volvió la cabeza y le miró con inquietud, con la frente arrugada bajo una corona de cabellos rizados.

—¿Tú eres Beppo? Vengo de parte del padre Calati. ¿Puedes conducirme junto al ermitaño?

Beppo depositó cuidadosamente su hacha contra el montón de troncos, se secó las manos con el reverso de su chaqueta y luego se acercó a Nil y le contempló. Al cabo de un instante su rostro se distendió, esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza. Empuñó la maleta con brazo vigoroso, apuntó con el mentón hacia la montaña y le indicó con un gesto que le siguiera.

El camino se hundía en el bosque y más adelante ascendía abruptamente. Beppo caminaba con paso regular; su forma de andar producía una impresión de facilidad, casi de gracia. Nil le seguía con esfuerzo, sosteniendo su preciosa bolsa. ¿Le habría comprendido bien el muchacho? Sólo podía confiar en que fuera así.

Llegaron a lo que parecía el final del camino. Se veían rastros ya antiguos de rodadas dejadas por las máquinas —los tractores de los forestales, que seguramente pocas veces llegaban hasta allí—. En el foso manaba un agua límpida: Beppo dejó la maleta, se inclinó y bebió largamente con las manos juntas. Siempre silencioso, el adolescente volvió a coger la maleta y se introdujo por un sendero que penetraba en una cañada, siguiendo la ladera de la montaña. A través de las copas de los árboles se distinguía una cresta lejana.

Acababa de caer la noche cuando desembocaron en una minúscula explanada que dominaba el oscuro valle. Nil distinguió una ventana iluminada tallada directamente en la roca. Sin vacilar, Beppo se acercó a ella, dejó caer la maleta al suelo y golpeó el cristal.

Se abrió una puerta baja y una sombra se destacó en el marco. Vestido con una especie de blusa ceñida a la cintura, un hombre muy anciano, con la cabeza rodeada de cabellos blancos que le caían sobre los hombros, dio un paso adelante; detrás de él, Nil distinguió un hogar en el que ardía un tronco que difundía una luz viva. Beppo se inclinó, lanzó un gruñido y tendió el brazo hacia Nil. El anciano rozó con su mano los cabellos rizados del muchacho; luego se volvió hacia Nil y le sonrió. Le mostró el interior de su ermita, de donde llegaba un agradable calor, y dijo simplemente:

Vieni, figlio mio. Ti aspettavo.

¡Ven, hijo mío, te esperaba!