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Roma se desperezaba al sol de la mañana. El frío seguía siendo vivo, pero la proximidad de la Navidad incitaba a los romanos a salir de casa. De pie ante su ventana, Leeland observaba distraídamente el espectáculo de la vía Aurelia. La víspera, Nil le había comunicado su decisión de volver a Francia sin tardar: lo que él consideraba una misión recibida de Andrei había llegado al final con el descubrimiento de la epístola.

—¿Has pensado, Remby, que esta porción de desierto situada entre Galilea y el mar Rojo dio nacimiento a los tres monoteísmos del planeta? Allí tuvo Moisés su visión de la zarza ardiente, allí sufrió también Jesús una transformación radical, y ahí nació y vivió igualmente Mahoma. Mi desierto particular estará a orillas del Loira.

La partida de Nil ponía bruscamente al descubierto la vacuidad de su vida. Sabía que nunca alcanzaría el grado de experiencia espiritual de su amigo: Jesús no llenaría su vida interior. La música tampoco: se toca para ser escuchado, para compartir la emoción musical con otros. Muy a menudo había tocado para Anselmo, que se sentaba a su lado y le volvía las páginas. Una maravillosa comunión se instauraba entonces entre ellos, con la hermosa cabeza del violinista inclinada hacia el teclado por donde corrían sus manos. Anselmo estaba perdido para él, para siempre, y Catzinger disponía de los medios para hundirles a los dos en un océano de sufrimiento. «Life is over[27]».

Se sobresaltó al oír que golpeaban a la puerta: ¿Nil?

No era Nil, sino Lev Barjona. Sorprendido de verle allí, Leeland se disponía a preguntarle por el motivo de su visita cuando el israelí se llevó un dedo a los labios y murmuró:

—¿Hay una terraza en lo alto del edificio?

Había una, como en la mayoría de las viviendas romanas, y estaba desierta. Leeland se dejó llevar por Lev al lado más alejado de la calle.

—Desde la llegada de Nil a Roma, tu piso está bajo escucha, acabo de enterarme. Hasta la menor de vuestras conversaciones queda grabada e inmediatamente es transmitida a monseñor Calfo, y a otros mucho más peligrosos que él.

—Pero…

—Déjame hablar, tenemos poco tiempo. Sin saberlo, Nil y tú os habéis puesto a jugar en el «gran juego», una partida a escala planetaria que desconoces por completo, un juego del que lo ignoras todo, y es mejor para ti. Es un dirty game que se practica entre profesionales. Como críos con pantalón corto, habéis abandonado vuestro pequeño patio de recreo para introduciros en pleno centro del patio de los mayores. Ellos no juegan con canicas, sino con la violencia, por una apuesta que es siempre la misma: el poder, o su forma visible, el dinero.

—Perdona que te interrumpa: ¿tú sigues jugando a este juego del que hablas?

—Jugué durante mucho tiempo con el Mosad, como sabes. Y es un juego que nunca se abandona, Remby, aunque se desee. No te diré más, pero Nil y tú corréis un gran peligro. Al advertirte así juego contra mi propio campo, pero tú eres un amigo, y Nil es un buen tipo. Ha encontrado lo que buscaba; ahora el juego continúa sin vosotros: si queréis conservar la vida, tenéis que desaparecer, y deprisa. Muy deprisa.

Leeland estaba atónito.

—Desaparecer…,pero ¿cómo?

—Los dos sois monjes: ocultaos en un monasterio. Un asesino va tras vosotros, y es un profesional. Marchaos hoy mismo.

—¿Crees que nos mataría?

—No es que lo crea, estoy seguro. Y lo hará sin tardar, en cuanto os tenga a su alcance. Escúchame, te lo ruego: si queréis vivir, coged hoy mismo el tren, el coche, el avión, lo que sea, y haceos tan pequeños como podáis. Avisa a Nil.

Lev estrechó a Leeland entre sus brazos.

—He corrido un riesgo al venir aquí: en el gran juego, los que no respetan las reglas no están bien vistos, y me gustaría vivir para ofrecer aún muchos conciertos. Shalom, amigo: dentro de cinco años, de diez años, volveremos a vernos; cada partida no dura eternamente.

Un instante después había desaparecido, dejando a Leeland en la terraza, anonadado.