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Con un gesto, el cardenal Emil Catzinger invitó a sentarse a un hombre alto, espigado, con gafas rectangulares encajadas bajo una frente amplia.

—Por favor, monseñor…

Detrás de las gafas, los ojos de Rembert Leeland chispeaban. Un rostro alargado de anglosajón, pero los labios carnosos de un artista. Leeland dirigió una mirada interrogativa a su eminencia.

—Supongo que se preguntará por qué le he convocado… Dígame primero: ¿las relaciones con nuestros hermanos judíos ocupan la totalidad de su tiempo?

Leeland sonrió, lo que le confirió un cierto aire de estudiante travieso.

—En realidad no, eminencia. ¡Suerte que tengo mis trabajos de musicología!

—Justamente de eso quería hablarle. El propio Santo Padre está muy interesado en sus investigaciones. Si puede demostrar que el canto gregoriano tiene sus orígenes en la salmodia de las sinagogas del Alta Edad Media, ese sería un elemento importante de acercamiento con el judaísmo Así pues, le hemos asignado un ayudante, un especialista en el desciframiento de los textos antiguos que estudia… Un monje francés, excelente exegeta. El padre Nil, de la abadía de Saint-Martin.

—Ayer recibí la noticia. Estudiamos juntos.

El cardenal sonrió.

—De modo que se conocen, ¿no? Así podrán asociar lo agradable con lo útil; me alegran estos encuentros entre amigos. Acaba de llegar: véalo tan a menudo como quiera. Y escúchele: el padre Nil es un pozo de ciencia, tiene mucho que decir, y aprenderá mucho a su lado. Déjele hablar de lo que le interesa. Y luego… de vez en cuando, me hará un informe sobre el contenido exacto de sus conversaciones. Por escrito: yo seré el único destinatario. ¿Me ha comprendido?

Leeland abrió mucho los ojos, estupefacto. «¿Qué significa esto? ¿Me pide que haga hablar a Nil y que venga a informarle luego? ¿Por quién me ha tomado?».

El cardenal observó el rostro expresivo del estadounidense. Leyó lo que ocurría en su interior como en un libro abierto, y añadió con una sonrisa campechana:

—No tema, monseñor, no le pido que cometa ninguna delación. Sólo que me informe sobre las investigaciones y los trabajos de su amigo. Personalmente estoy muy ocupado y no tendría tiempo de recibirle. Pero también yo siento curiosidad por los avances más recientes de la exégesis… Me hará un servicio contribuyendo a mi información.

Cuando vio que no había convencido a Leeland, su tono se volvió más seco:

—Le recuerdo igualmente cuál es su situación. Tuvimos que sacarle de Estados Unidos, nombrándolo aquí con rango de obispo, para cortar en seco la escandalosa polémica que había provocado en su país. El Santo Padre no tolera que se ponga en cuestión su rechazo (absoluto y justificado) a la ordenación de hombres casados; luego les tocaría el turno a las mujeres, imagino. Y aún tolera menos que un abad benedictino, a la cabeza de la prestigiosa abadía de Saint Mary, le dé públicamente consejos sobre este tema. Esto le ofrece, monseñor, una ocasión de redimirse a los ojos del Papa. Cuento, pues, con su colaboración discreta, eficaz y sin fallos. ¿Me ha comprendido?

Leeland, con la cabeza baja, no respondió nada. El cardenal recuperó entonces la entonación de su padre en otra época, cuando volvía del frente del Este:

—Lamento tener que recordarle, monseñor, que también hubo «otra razón» que nos obligó a hacerle abandonar su país con urgencia y revestirle con esta dignidad episcopal que le protege tanto como le honra. ¿Queda comprendido ahora?

Esta vez Leeland levantó hacia el cardenal unos ojos de niño triste y le indicó con un gesto que había comprendido. Dios perdona todos los pecados, pero la Iglesia hace que sus miembros los espíen.

Largamente.