21
Nil se quitó las gafas, se restregó los ojos, que le ardían, y se pasó la mano por los cabellos grises cortados al rape. ¡Toda una noche ocupada examinando las fotocopias del M M M! Corrió el taburete hacia atrás, se levantó y fue a retirar la toalla que tapaba la ventana. Estaban a punto de tocar a laudes, el primer oficio de la mañana: ya nadie se extrañaría de ver luz en su celda.
A través de los cristales, contempló un instante el cielo negro del valle del Loira en invierno. Todo estaba oscuro, tanto fuera como en su interior.
Volvió junto a su mesa y se sentó pesadamente. Su cuerpo era delgado y pequeño; sin embargo, le pareció que tenía un peso desmesurado. Ante él se amontonaban varias pilas de notas manuscritas, tomadas en el curso de aquella larga noche, clasificadas cuidadosamente en montones separados. Suspiró.
Sus investigaciones sobre el Evangelio de san Juan le habían llevado a descubrir a un actor oculto, un judeo que aparecía furtivamente en el texto y desempeñaba un papel esencial en los últimos días de la vida de Jesús. No se sabía nada de él, ni siquiera su nombre, pero se llamaba a sí mismo el «discípulo bienamado», y decía haber sido el primero en encontrar a Jesús a orillas del Jordán, antes que Pedro. Y que se encontraba entre los invitados a la última cena, en la sala alta. Sin duda esa sala estaba situada en su propia casa. Explicaba que estaba tendido al lado del Maestro, en el puesto de honor. Describía la crucifixión, la tumba vacía, con el estilo y el tono verosímil de un testigo ocular.
Un hombre esencial para el conocimiento de Jesús y de los inicios del cristianismo, un hombre próximo al Nazareno cuyo testimonio tenía una importancia extrema. Curiosamente, la existencia de aquel testigo fundamental había sido cuidadosamente eliminada de todos los textos del Nuevo Testamento. Ni los otros Evangelios, ni Pablo en sus cartas, ni los Hechos de los Apóstoles mencionaban su existencia.
¿Por qué aquel empeño encarnizado en suprimir a un testigo de tanta importancia? Sólo un motivo extremadamente grave podía haber causado su radical eliminación de la memoria del cristianismo. ¿Y por qué los esenios no se mencionaban nunca en los inicios de la Iglesia? Todo aquello tenía que estar relacionado; Nil estaba convencido de ello, y Andrei le animaba a seguir el hilo misterioso que unía entre sí los acontecimientos que habían marcado para siempre la historia de Occidente.
—Este personaje que ha descubierto en el estudio de los Evangelios, creo haberlo encontrado también en mi campo, en los manuscritos de los siglos III al VII.
Nil, sentado frente a él en su despacho, dio un respingo al oírle.
—¿Quiere decir que ha encontrado el rastro del «discípulo bienamado» en los textos posteriores a los Evangelios?
Andrei había entrecerrado los ojos y unas pequeñas arrugas habían surgido en su rostro redondo.
—¡Oh, son indicios que no me habían llamado la atención si usted no me hubiera puesto al corriente de sus propios descubrimientos! Rastros casi infinitesimales, hasta que el Vaticano me envió ese manuscrito copto descubierto en Nag Hamadi —dijo, señalando con un gesto al fichero.
El bibliotecario miró pensativamente a su compañero.
—Nosotros proseguimos nuestras investigaciones cada uno por nuestro lado. Decenas de exegetas e historiadores hacen lo propio sin ser inquietados para nada. Pero con una condición: que sus trabajos permanezcan encasillados, que nadie trate de enlazar estas informaciones entre sí. ¿Por qué cree que el acceso a nuestras bibliotecas está limitado? Mientras cada uno se acantone en su propia especialidad, no corre el riesgo de ser censurado ni sancionado. Y así todas las Iglesias pueden afirmar, orgullosas, que en ellas la libertad de pensamiento es total.
—¿Todas las Iglesias?
—Además de la Iglesia católica, está la vasta constelación de las protestantes, y entre ellas, las fundamentalistas, cuyo poder aumenta actualmente, sobre todo en Estados Unidos. Luego están los judíos y el islam…
—Los judíos si acaso, aunque no veo cómo la exégesis de un texto del Nuevo Testamento podría concernirles, a ellos que sólo reconocen el Antiguo; pero ¿los musulmanes?
—Nil, Nil… ¡Usted vive en el siglo I y en Palestina, pero yo navego hasta el siglo VII! Mahoma dio los últimos toques al Corán en 632. Es importantísimo que estudie este texto sin tardar. Entonces descubrirá que está estrechamente ligado a los avatares y al destino del hombre cuyo rastro busca, ¡si es que existió!
Hubo un silencio. Nil reflexionaba, sin saber muy bien por dónde continuar.
—«Si es que existió»… ¿Acaso duda de la existencia de ese hombre junto a Jesús?
—Dudaría si no hubiera seguido paso a paso su propia investigación. Sin saberlo, me ha empujado a escudriñar, en la literatura de la Antigüedad, pasajes que hasta este momento habían pasado inadvertidos. Sin darse cuenta, usted me ha permitido comprender el significado de un oscuro manuscrito copto sobre el que debo proporcionar un diagnóstico a Roma (hace seis meses que he recibido la fotocopia, y me siento tan confuso que sigo sin saber cómo componer mi informe). Roma ya me ha llamado al orden una vez, y temo que me convoquen si tardo más tiempo.
Andrei había sido convocado a Roma.
Y nunca volvió a aquel apacible despacho.
El tañido de la campana resonó en la noche de noviembre. Nil bajó y ocupó su lugar habitual en el coro monástico. A unos metros a su derecha, una silla permanecía obstinadamente vacía: Andrei… Su mente, ocupada por completo en los manuscritos que había estado descifrando durante toda la noche, no conseguía concentrarse en los lentos melismas de la melodía gregoriana. Desde hacía un tiempo, lo que había sido su fe a lo largo de toda una vida se descomponía pedazo a pedazo.
Sin embargo, a primera vista los manuscritos del M M M no ofrecían nada sensacional. La mayoría procedían de la biblioteca dispersada de los esenios de Qumran: comentarios de la Biblia a la manera rabínica, fragmentos de explicaciones sobre la lucha entre el Bien y el Mal, los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, el papel central desempeñado por un Maestro de Justicia… Ahora se sabía que Jesús no podía haber sido ese Maestro de Justicia. El gran público, que momentáneamente se había apasionado por los descubrimientos del mar Muerto, pronto se había visto decepcionado. Nada espectacular…,y los textos sobre los que había permanecido inclinado toda la noche no constituían una excepción.
Pero, para un espíritu advertido como el suyo, lo que acababa de leer confirmaba todo un conjunto de indicaciones cuidadosamente consignadas en sus notas. Unas notas que no salían de su celda y de las que nadie conocía la existencia con excepción de Andrei, para quien no tenía secretos.
Esas notas ponían en cuestión de una forma radical lo que se había dicho hasta ese momento sobre los orígenes cristianos, es decir, sobre los orígenes de la cultura y la civilización de todo el Occidente.
«De San Francisco a Vladivostok, todo descansa sobre un postulado único: Cristo es el fundador de una religión nueva. Su divinidad fue revelada a los apóstoles por las lenguas de fuego que se posaron sobre ellos el día de Pentecostés. Habría un antes de ese día, el Antiguo Testamento, y un después: el Nuevo Testamento. Pues bien, esto no es exacto, ¡es incluso falso!».
Nil se encontró de repente erguido en la iglesia cuando todos sus hermanos de comunidad acababan de prosternarse para el canto del Gloria Patri. Rápidamente se unió a la posición inclinada de su fila de sillas: en el coro de enfrente, el padre abad había levantado la cabeza y le observaba.
Trató de seguir mejor el desarrollo del oficio, pero su mente galopaba como un caballo desbocado: «He descubierto, en los manuscritos del mar Muerto, las nociones a partir de las cuales se efectuó la divinización de Jesús. Los apóstoles, incultos, eran del todo incapaces de realizar semejante operación: sólo recogieron lo que se decía en torno a ellos, algo que desconocíamos por completo hasta los descubrimientos de Qumran».
Esta vez se encontró solo mirando hacia el coro opuesto cuando toda la comunidad acababa de volverse en bloque hacia el altar para el canto del Padrenuestro.
El padre abad tampoco miraba al altar: había girado la cabeza hacia la derecha y observaba a Nil con aire pensativo.
Al salir de laudes, le retuvo un estudiante empeñado en recibir consejo sobre la memoria que preparaba. Tras haberse librado por fin del importuno, Nil entró como un ciclón en su celda, cogió el M M M de la mesa cubierta de papeles y lo deslizó rápidamente bajo su escapulario. Luego, aparentando naturalidad, se dirigió hacia la biblioteca del ala central.
El pasillo estaba vacío. Con el corazón palpitante, pasó por delante de la puerta de las ciencias bíblicas, dejó atrás la del despacho de Andrei y siguió hasta el ángulo de las dos alas de la abadía: tampoco había nadie en el largo pasillo del ala norte.
Nil se acercó a la puerta que no estaba autorizado a franquear —la de las ciencias históricas—, sacó de su bolsillo el llavero del padre Andrei e introdujo una de las dos llaves pequeñas en la cerradura. Una última ojeada al pasillo: seguía vacío.
Entró.
Nadie acudiría a la biblioteca tan temprano. Sin embargo, no quiso correr el riesgo de encender la iluminación general, que hubiera señalado su presencia. Algunas lamparillas que difundían una pálida luz amarillenta permanecían encendidas de forma permanente. Se dirigió hacia el fondo de la biblioteca: tenía que llegar a los cubículos del siglo I para volver a guardar rápidamente el M M M en el lugar de donde lo había cogido la víspera. Y luego desaparecer sin ser visto.
Había llegado al nivel del siglo III, tanteando con la mano derecha para guiarse, cuando se escuchó el ruido sordo de la puerta, que se abría al otro extremo. Casi inmediatamente una luz cruda inundó toda la biblioteca.
Nil se encontraba en medio de la calle central, con el brazo derecho tendido hacia delante y un libro prohibido bajo el brazo izquierdo, en un lugar donde nunca hubiera debido entrar y del que no podía tener la llave. Le pareció que los cubículos se apartaban a ambos lados para dejarlo aún más solo y expuesto a las miradas. Los focos, implacables, sobresalían del muro y le abrumaban con reproches: «¿Padre Nil, qué hace aquí? ¿Cómo ha conseguido esta llave? ¿Qué libro es ese? ¿Y por qué, sí, por qué motivo se lo llevó prestado ayer? ¿Qué busca, padre Nil? ¿Ha dormido realmente esta noche? ¿Por qué estas distracciones en el oficio de la mañana?».
Iban a descubrirle, y de pronto volvió a pensar en las frecuentes advertencias de Andrei.
Y en su cuerpo, rígido por la muerte, sobre el balasto del expreso de Roma, con el puño apuntando rabiosamente al cielo.
Como para acusar a su asesino.