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Evangelios de Marcos y Juan.

Con una mueca volvió a subir el cojín, que se le escurría bajo la cadera. Sólo los ricos tenían costumbre de comer así, a la moda romana, medio tendidos sobre un diván: los judíos pobres, como ellos, hacían sus comidas agachados en el suelo. Aunque había sido él quien había querido conferir cierta solemnidad a aquella cena. Su prestigioso anfitrión había hecho bien las cosas, pero los Doce, tendidos en torno a la mesa en forma de U, se sentían un poco perdidos en aquella sala.

Aquel jueves por la noche, 6 de abril del año 30, el hijo de José, a quien todos en Palestina llamaban Jesús el nazareno, se disponía a tomar su última cena rodeado del grupo de sus doce apóstoles.

Apartando a los otros discípulos, estos habían formado en torno a él una guardia próxima limitada exclusivamente a ellos, los Doce: una cifra de elevado simbolismo que remitía a las doce tribus de Israel. Cuando tomaran por asalto el Templo —el momento estaba próximo—, el pueblo comprendería. Entonces serían doce para gobernar Israel en nombre del Dios que había dado doce hijos a Jacob. En aquello estaban todos de acuerdo. Ahora bien, a la derecha de Jesús —cuando reinara—, sólo habría un lugar, y los Doce se enfrentaban ya violentamente para ver quién de ellos sería el primero.

Después de la revuelta que debían desencadenar aprovechando la agitación de la Pascua. Al cabo de dos días.

Al abandonar su Galilea natal para ir a la capital, se habían vuelto a encontrar con su anfitrión de aquella noche, el judeo propietario de la hermosa casa del barrio oeste de Jerusalén. Él era un hombre rico, educado, incluso cultivado; el horizonte de los Doce no iba más allá del extremo de sus redes de pescar.

Mientras sus sirvientes traían los platos, el judeo permanecía silencioso. Rodeado de aquellos doce fanáticos, Jesús corría un peligro inmenso: su asalto al Templo se saldaría evidentemente con un fracaso… Tenía que ponerle al abrigo de sus ambiciones; aunque para eso hubiera tenido que aliarse provisionalmente con Pedro.

Había conocido a Jesús dos años antes, a orillas del Jordán. El judeo, antiguo esenio, se había convertido en nazareo, una de las sectas judías que proclamaban su adhesión al movimiento baptista. Jesús lo era también, aunque nunca hablara de ello. Rápidamente entre los dos se había instaurado una complicidad formada de comprensión y mutua estima. Él afirmaba que era el único que había comprendido verdaderamente quién era Jesús. Ni una especie de Dios, como algunas gentes del pueblo habían proclamado después de una curación espectacular, ni el Mesías, como hubiera querido Pedro, ni el nuevo rey David, como soñaban los zelotes.

Él era otra cosa, que los Doce, obnubilados por sus sueños de poder, no habían siquiera entrevisto.

El judeo se consideraba superior a ellos, y decía a quien quisiera oírle que era el «discípulo bienamado» del Maestro; mientras que, desde hacía meses, a Jesús cada vez le costaba más soportar a su banda de galileos ignorantes y ávidos de poder.

Furor de los Doce, que veían cómo un pretendiente más se instalaba de pronto donde ellos nunca habían llegado: en la intimidad del Nazareno.

El enemigo en el seno del grupo era, pues, ese pretendido discípulo bienamado. Él, que no había abandonado su Judea, presumía de haber comprendido mejor a Jesús que todos ellos, que le habían seguido constantemente por Galilea.

Un impostor.

En aquel momento estaba tendido a la derecha de Jesús: el puesto del anfitrión. Pedro no le perdía de vista ni un momento: ¿no iría a confiarle el terrible secreto que les unía desde hacía poco, y haría ver a Jesús que le estaban traicionando? ¿No se estaría arrepintiendo de haber introducido a Judas ante Caifás, para montar la trampa que debía cerrarse sobre el Maestro esa misma noche?

De pronto Jesús tendió la mano y cogió un bocado, que mantuvo un instante sobre el plato para que goteara la salsa: iba a ofrecerlo a uno de los invitados como un gesto de amistad ritual. Bruscamente se hizo el silencio. Pedro palideció y su mandíbula se puso rígida. «Si ofrece el bocado a este impostor —pensó—, todo está perdido: eso significará que acaba de traicionar nuestra alianza. Entonces le mataré y huiré…».

Con un gesto amplio Jesús tendió el bocado a Judas, que permaneció inmóvil al extremo de la mesa, como petrificado.

—Vamos, amigo… ¡Toma!

Sin decir palabra, Judas se inclinó hacia delante, cogió el bocado y se lo llevó a los labios. Un poco de salsa se deslizó por su barba.

Las conversaciones volvieron a arrancar, mientras él masticaba lentamente, con los ojos fijos en los de su Maestro.

Luego se levantó y se dirigió hacia la salida. Cuando pasó por detrás de ellos, su anfitrión vio que Jesús volvía ligeramente la cabeza. Y fue el único que le oyó decir: «Amigo mío… ¡Lo que tengas que hacer, hazlo pronto!».

Lentamente Judas abrió la puerta. Fuera, la luna de Pascua aún no se había levantado: la noche era oscura.

Ahora sólo eran once en torno a Jesús.

Once y el discípulo bienamado.