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En el mismo instante, Lev levantaba su vaso ante sus compañeros.
—¡Por nuestro reencuentro!
Había llevado a los dos monjes a una trattoria del Trastevere, un barrio populoso de Roma. La clientela estaba compuesta únicamente por italianos, que engullían enormes raciones de pasta.
—Os aconsejo los penne arrabiate. La cocina es familiar, siempre vengo aquí después de un concierto: cierran muy tarde, tendremos tiempo de conocernos.
Desde su llegada al restaurante, Nil había permanecido mudo: era imposible que el israelí no le hubiera reconocido. Pero Lev, jovial y relajado, parecía no percatarse del silencio de su interlocutor. El pianista intercambiaba con Leeland recuerdos de los viejos tiempos, su encuentro en Israel, sus descubrimientos musicales:
—En esa época, en Jerusalén, por fin podíamos revivir después de la guerra de los Seis Días. Al comandante Ygael Yadin le hubiera encantado que permaneciera a su lado en el Tsahal…
Por primera vez, Nil intervino en la conversación:
—¿Conoció al famoso arqueólogo?
Lev esperó a que pusieran ante ellos tres platos de pasta humeantes, y luego se volvió hacia Nil. Hizo una mueca y sonrió.
—No sólo le conocí bien, sino que viví, gracias a él, una aventura nada banal. Usted es un especialista en textos antiguos, un investigador, esto debería interesarle…
Nil tenía la desagradable impresión de haber caído en una trampa. «¿Cómo sabe que soy un especialista y un investigador? ¿Por qué nos ha traído aquí?». Incapaz de responder, decidió dejar que Lev se descubriera y asintió en silencio.
—En 1947 yo tenía ocho años, vivíamos en Jerusalén. Mi padre era amigo de un joven arqueólogo de la Universidad Hebraica, Ygael Yadin: yo crecí a su lado. Yadin tenía veinte años, y como todos los judíos que vivían en Palestina, llevaba una doble vida: estudiante, pero sobre todo combatiente en la Haganá[21], en la que pronto llegó a ocupar el cargo de comandante en jefe. Yo lo sabía, estaba lleno de admiración por él y sólo tenía un sueño: combatir, yo también, por mi país.
—¿A los ocho años?
—¡Rembert, los temibles combatientes del Palmach[22] y de la Haganá eran adolescentes, drogados por la excitación del peligro! No dudaban en recurrir a niños para transmitir sus mensajes, no teníamos ningún medio de comunicación. La mañana del 30 de noviembre, la ONU aceptó la creación de un estado judío. Nosotros sabíamos que la guerra iba a estallar: Jerusalén se cubrió de alambradas; a partir de entonces, sólo un niño podría circular sin un salvoconducto.
—¿Y tú lo hiciste?
—Desde luego: Yadin empezó a utilizarme diariamente, yo escuchaba todo lo que se decía a su alrededor. Una noche habló de un extraño descubrimiento: al perseguir una cabra por los acantilados que dominan el mar Muerto, un beduino había tropezado con una gruta. En el interior había encontrado unas jarras que contenían paquetes pringosos, que vendió por cinco pounds a un cordelero cristiano de Belén. Este acabó por confiarlas al metropolitano Samuel, superior del monasterio de San Marcos, en la parte de Jerusalén que acababa de convertirse en árabe.
Nil aguzó el oído: había oído hablar de la odisea rocambolesca de los manuscritos del mar Muerto. Su desconfianza se desvaneció de golpe: se encontraba ante un testigo directo, una ocasión totalmente inesperada para él.
Mientras degustaba sus penne, Lev lanzaba de vez en cuando una mirada a Nil, cuyo súbito interés parecía divertirle. Prosiguió:
—El metropolitano Samuel pidió a Yadin que identificara aquellos manuscritos. Había que atravesar la ciudad, ir a San Marcos, cada calle era una emboscada. Yadin me tendió un uniforme y una cartera de escolar y me mostró la dirección del monasterio. Yo me deslicé por entre las barricadas inglesas, los carros árabes, los pelotones de la Haganá: ¡todos cesaban de disparar un instante para dejar pasar a ese chiquillo que iba a la escuela! En mi cartera, traje dos rollos del monasterio, y Yadin comprendió inmediatamente de qué se trataba: eran los manuscritos más antiguos nunca descubiertos en tierra de Israel, un tesoro que pertenecía por derecho al nuevo Estado judío.
—¿Qué hizo con ellos?
—No podía guardarlos, hubiera sido un robo. De modo que los devolvió al metropolitano y le hizo saber que estaba dispuesto a comprar todos los manuscritos que los beduinos encontraran en las grutas de Qumran. A pesar de la guerra, el rumor se extendió: los estadounidenses de la American Oriental School y los dominicos franceses de la Escuela Bíblica de Jerusalén hicieron subir los precios. Yadin pasaba sin transición del mando de las operaciones militares a los tratos secretos con comerciantes de antigüedades de Belén y Jerusalén. Los estadounidenses arramblaban con todo…
—Lo sé —le interrumpió Nil—: he podido ver en mi monasterio las fotocopias de la Huntington Library.
—Ah, ¿pudo recibir un ejemplar? Poca gente ha tenido esta suerte, espero que un día sean publicadas. En la época de que le hablo, yo fui el actor involuntario de un incidente que seguramente le interesará…
Lev apartó el plato y se sirvió un vaso de vino. Nil se fijó entonces en que su rostro se petrificaba: ¡como en el tren, como en la interpretación de Rachmaninov!
Tras un momento de silencio, Lev se rehízo y continuó:
—Un día, el metropolitano Samuel hizo saber a Yadin que tenía en su posesión dos documentos excepcionalmente bien conservados. El beduino los había encontrado en su segunda visita a la gruta, en la tercera jarra entrando a la izquierda, al lado del esqueleto de lo que debió de ser un templario, ya que todavía se encontraba envuelto en la túnica blanca con la cruz roja. De nuevo atravesé la ciudad y llevé a Yadin el contenido de la jarra: un gran rollo envuelto en una tela aceitosa y un pequeño pergamino, una única hoja atada simplemente con un cordón de lino. En la habitación que le servía de cuartel general, bajo las bombas, Yadin abrió el rollo cubierto de caracteres hebraicos: era el Manual de disciplina de los esenios. Luego desenrolló la hoja, que estaba escrita en griego, y tradujo la primera línea en voz alta ante mí. Yo era un niño, pero aún lo recuerdo: «Yo, el discípulo bienamado, el decimotercer apóstol, a todas las Iglesias…».
Nil palideció y sujetó con fuerza los cubiertos para contenerse:
—¿Está seguro? ¿Escuchó realmente «el discípulo bienamado, el decimotercer apóstol»?
—Sin duda alguna. Yadin parecía turbado. Me dijo que sólo le interesaban los manuscritos en hebreo, porque eran el patrimonio de Israel; aquella carta escrita en el mismo griego que el de los Evangelios concernía a los cristianos, había que devolverla al metropolitano. Guardó el Manual de disciplina, deslizó a cambio en mi cartera un fajo de dólares y adjuntó el pequeño pergamino griego. Luego me volvió a enviar a San Marcos, en medio de las bombas.
Nil estaba petrificado. «¡Ha tenido en sus manos la epístola del decimotercer apóstol, el único ejemplar que escapó a la Iglesia, tal vez incluso el original!».
Sin cambiar de expresión, Lev continuó:
—Había llegado a un centenar de metros del monasterio, cuando un obús cayó en la calle. Salí proyectado por los aires y perdí el conocimiento. Cuando volví a abrir los ojos, un monje estaba inclinado sobre mí. Me encontraba en el interior del monasterio, con la piel del cráneo rasgada de arriba abajo —se tocó la cicatriz con una mueca— y mi cartera de escolar había desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí. Yo había estado veinticuatro horas en coma, entre la vida y la muerte. Cuando el metropolitano vino a verme al día siguiente, me dijo que uno de sus monjes me había recogido en la calle y le había entregado la cartera. Al abrirla, había comprendido: Yadin le pagaba en metálico el manuscrito de Qumran, pero no quería la carta en griego. Acababa de vender la carta a un religioso dominico, con un lote desparejado de manuscritos hebreos que los beduinos le habían traído. Añadió, riendo incluso, que lo había metido todo, la carta y los manuscritos, en una caja vacía de coñac Napoleón, al que era muy aficionado. Y que el dominico parecía ignorar totalmente el valor de lo que acababa de adquirir.
En la mente de Nil se amontonaban las preguntas.
—¿Cree que el metropolitano leyó la carta antes de revenderla a ese dominico?
—No tengo ni idea, pero me sorprendería. El metropolitano Samuel no tenía nada de erudito. No olvide que estábamos en guerra: necesitaba dinero para alimentar a sus monjes y cuidar a los heridos que traían por decenas al monasterio. ¡No era momento de hacer un análisis de textos! Seguro que no se enteró del contenido de la carta.
—¿Y… el dominico?
Lev se volvió hacia él: sabía que aquel relato interesaría extraordinariamente al pequeño monje francés. «¿Y por qué cree, padre, que le he invitado a cenar esta noche? ¿Para degustar pasta con salsa picante?».
—Ya le he dicho que estos recuerdos permanecieron grabados en mi memoria. Mucho más tarde, antes de morir, Yadin me volvió a hablar de la carta y me pidió que tratara de encontrar su pista. Hice una pequeña investigación gracias al Mosad, ya que me había convertido en… digamos que en un colaborador ocasional. ¡Según dicen, es el mejor servicio de información del mundo después del Vaticano!
Lev parecía encantado y había recuperado su expresión jovial: de su rostro había desaparecido todo rastro de tensión.
—El dominico era, de hecho, un hermano converso[23], buen hombre y un poco obtuso. Justo antes de la declaración de independencia de Israel, la situación se volvió tan tensa en Jerusalén que muchos religiosos fueron repatriados a Europa. Parece que el dominico metió en su equipaje la caja de coñac Napoleón, cuyo valor desconocía por completo, y cargó con ella hasta Roma, donde terminó su vida en la Curia generalicia de los dominicos, en el Aventino. Averiguamos que la caja ya no estaba allí; a su muerte, en su celda sólo se encontró un rosario de madera de olivo.
—¿Y… dónde puede encontrarse?
—Una Curia generalicia es una administración que no carga con documentos inútiles para ella. Probablemente remitió el material disperso que provenía de Jerusalén al Vaticano, donde sin duda se unió a todas las antiguallas con las que no se sabe qué hacer, o que no se quieren explotar. Debe de estar enterrado en algún sitio, en un rincón de una de las bibliotecas o en un reducto cualquiera de la Ciudad Santa: si la hubieran abierto, habría acabado por saberse.
—¿Y eso por qué, Lev?
Conquistado por la actitud relajada del israelí, Nil lo había llamado por su nombre de pila. Lev se dio cuenta del detalle y le sirvió otro vaso de vino.
—Porque Ygael Yadin sí había leído la carta antes de devolvérsela al metropolitano. Y lo que me dijo sobre ella en su lecho de muerte me induce a pensar que contenía un secreto aterrador, de esos que ninguna Iglesia, ningún Estado, aunque sea tan impenetrable y monárquico como el Vaticano, puede evitar por mucho tiempo que se filtren. Si alguien ha visto esta carta, padre Nil, o en este momento está muerto o el Vaticano y la Iglesia católica hubieran implosionado, y eso hubiera hecho más ruido que la guerra árabe-israelí de 1947, más que las Cruzadas, más que ningún otro acontecimiento de la historia de Occidente.
Nil se frotó nerviosamente la cara.
«O en este momento está muerto…».
¡Andrei!