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Nil había pedido a Leeland que fuera sin él a la reserva vaticana.

—Quiero trabajar en una frase que he descubierto en la agenda dejada por Andrei en San Girolamo. Tengo que utilizar internet, tal vez necesite horas. Si el padre Breczinsky te pregunta, encuentra una excusa para mi ausencia.

Sólo delante del ordenador, Nil se sintió desanimado, perdido en medio de una red de pistas que partían en todas direcciones. Los textos fotocopiados por la Huntington Library no hacían más que confirmar lo que había presentido desde que estudiaba los manuscritos del mar Muerto. ¿El manuscrito copto? Su primera frase le había permitido comprender el código introducido en el símbolo de Nicea. Quedaba la segunda frase, y la misteriosa carta del apóstol. Había decidido concentrarse en aquel último indicio, cuyo rastro había vuelto a encontrar en la agenda de Andrei. Todas aquellas pistas debían de cruzarse forzosamente en algún sitio. Era el último mensaje de su amigo: relacionar.

Rembert Leeland… ¿qué se había hecho del estudiante afable y confiado de antaño, del joven risueño que interpretaba su vida como su música, con felicidad? ¿Por qué aquel breve acceso de desesperación? Nil había percibido en él una falla tan profunda que ni siquiera había podido abrirse a un viejo amigo como él.

En cuanto a Breczinsky, parecía totalmente solo en el subterráneo glacial y desierto de la Biblioteca Vaticana. ¿Por qué le había hecho aquellas confidencias? ¿Qué había pasado entre él y Andrei?

Decidió concentrarse en la carta del apóstol. Tenía que encontrar un libro, en algún lugar del mundo, a partir de su signatura Dewey.

Se conectó a internet, abrió el Google y tecleó «bibliotecas universitarias».

Apareció una página con once sitios. En la parte baja de la pantalla, Google le indicaba que se habían seleccionado doce páginas parecidas. Aproximadamente ciento treinta sitios que consultar.

Con un suspiro, hizo clic en el primero.

Cuando volvió al estudio, poco antes del mediodía, Leeland se sintió contrariado al no ver más que una breve nota colocada ante el ordenador: Nil había vuelto urgentemente a San Girolamo. Volvería a la vía Aurelia aquella noche.

¿Habría encontrado algo? El estadounidense nunca había sido un hombre de erudición bíblica; pero los trabajos de Nil empezaban a interesarle en el más alto grado. Si al tratar de descubrir lo que había provocado la muerte de Andrei, Nil quería vengar la memoria de su amigo, él, por su parte, soñaba ahora con vengar su propia vida arruinada.

Porque Leeland sentía que los que habían destruido su existencia eran también los que habían provocado el accidente mortal del bibliotecario de la abadía de Saint-Martin.

El sol poniente daba un color rojo oscuro a la nube de polución suspendida sobre Roma. Leeland había vuelto a salir hacia el Vaticano. En el apartamento de abajo, el palestino oyó de pronto que alguien entraba y luego se instalaba ante el ordenador: tenía que ser Nil. Las cintas magnéticas sólo registraban los sonidos del teclado.

Bruscamente, el paisaje sonoro se animó: Leeland acababa de llegar.

Iban a hablar.