86
Leeland caminaba con paso inseguro sobre los adoquines desiguales de la vía Salaria Antica. «A Nil le gustaba tanto hacer este trayecto para venir a casa… ¡Ya pienso en él en pasado!».
Había conseguido retener al padre Jean en la biblioteca un buen rato, pero había rechazado su invitación a compartir la comida con la comunidad:
—El padre Nil y yo tenemos una cita en el Vaticano al inicio de la tarde. Seguramente se habrá ido sin esperarme, volverá… tarde esta noche.
Nil no volvería: en ese momento debía de estar en el andén de la Stazione Termini a punto de subir a un tren para Arezzo. O ya había salido.
Invadido por la angustia, Leeland se sentía muy ligero: de hecho estaba vacío, hasta en la menor de sus fibras musculares, hasta el extremo de sus dedos. Life is over. El breve paso de Nil por Roma acababa de imponerle la evidencia que se había negado a admitir desde su exilio al Vaticano, la verdad que se ocultaba a sí mismo: su vida ya no tenía ningún sentido, el gusto por vivir le había abandonado.
Sin saber cómo, se encontró ante la puerta de su estudio. Empujó la puerta con mano temblorosa, la cerró y se sentó pesadamente junto al piano. ¿Podría tocar música aún? Pero… ¿para quién?
En el piso inferior, Muktar había vuelto a ocupar su puesto de escucha y había conectado los magnetofones. Aquel día el americano había vuelto más tarde que de costumbre, y solo: eso significaba que había dejado a Nil en el Vaticano; el francés debía de estar hablando con Breczinsky. Se instaló confortablemente, con los auriculares en los oídos. Nil volvería al acabar la tarde y hablaría con Leeland. Caída la noche, volvería a San Girolamo como de costumbre. A pie, por las calles oscuras y desiertas. Su amigo le acompañaría un rato.
El americano primero. Luego el otro.
Pero Nil no volvía. Sentado aún junto al piano, Leeland observaba cómo las sombras invadían su estudio. No encendió la luz: luchaba con todas sus fuerzas contra su miedo, luchaba contra sí mismo. Sólo quedaba una cosa por hacer, Lev le había proporcionado la solución sin saberlo. Pero ¿tendría la determinación, el valor necesario para salir?
Una hora más tarde la noche había caído sobre Roma. Las cintas magnéticas giraban en el vacío: ¿qué hacía el francés? De pronto Muktar oyó arriba unos ruidos indistintos y la puerta del estudio que se abría y luego se cerraba. Se sacó los auriculares y fue a la ventana: Leeland, solo, salía del edificio y cruzaba la calle. ¿Se habrían citado en el trayecto a San Girolamo? En ese caso sería aún más sencillo.
Muktar se deslizó fuera del edificio. Iba armado: un puñal y un cabo de acero. Siempre había preferido el arma blanca o el estrangulamiento. El contacto físico con el infiel da a la muerte su verdadero valor. El Mosad prefería utilizar a sus tiradores de élite, pero el Dios de los judíos es sólo una abstracción lejana; para un musulmán, Dios se alcanza en la realidad del cuerpo a cuerpo. El Profeta nunca había utilizado la flecha sino su sable. Si era posible, estrangularía al americano. Sentiría cómo su corazón se paraba bajo sus manos, ese corazón dispuesto a proporcionar a los de su nación un arma decisiva contra los musulmanes.
Siguió a Leeland, que dio la vuelta a la plaza de San Pedro sin pasar bajo la columnata y cogió por el Borgo Santo Spirito. Iba hacia el Castel Sant’Angelo. Los romanos se habían refugiado en sus casas, al abrigo del frío. Si aquellos dos habían concertado una cita al pie del castillo, era porque sabían que no habría un alma. Tanto mejor.
Ahora Leeland caminaba despacio y se sentía en paz. En la penumbra del estudio había tomado la decisión, mientras se repetía las palabras empleadas por Lev: «Un asesino, un profesional. Vete, ocúltate en un monasterio…». No se iría, no se ocultaría. Al contrario, caminaría hacia su destino, como en aquel momento, visible desde todas partes. A un cristiano le estaba prohibido el suicidio, y él nunca pondría fin por sí mismo a aquella vida sin vida en que se había convertido su existencia. Pero si otro se encargaba de hacerlo, estaría bien. Alcanzó la orilla izquierda del Tíber, pasó ante el Castel Sant’Angelo y continuó por el Lungotevere. Algunos coches aislados pasaban por aquella calle que domina el Tíber y luego giraban a la izquierda hacia la piazza Cavour. No se veía un solo transeúnte, la humedad ascendía del río y el frío era cortante.
Al llegar al puente de Humberto I, volvió la cabeza. Bajo la luz de las farolas distinguió a un paseante que caminaba, como él, siguiendo el parapeto. Redujo el paso y tuvo la impresión de que el hombre hacía lo mismo. Sin duda era él. No correr, no esconderse, no huir.
Life is over. ¡El hermano Anselmo, sus ilusiones perdidas!
La reforma de la Iglesia, el matrimonio de los sacerdotes, el fin para tantos hombres generosos de un largo calvario, esa castidad impuesta por una Iglesia inconmovible ante el amor humano… Vio una escalera de piedra que descendía hacia la orilla del Tíber: sin dudar, fue hacia ella.
El muelle, mal iluminado, todavía estaba pavimentado a la antigua. Avanzó, contemplando el agua negra: la rápida corriente, que se comprimía en aquel lugar, tropezaba con las rocas diseminadas en el lecho del río. Agrupaciones de cañas y una maleza tupida cubrían la pendiente abrupta que descendía hacia el agua. Roma nunca había abandonado por completo su aspecto de ciudad de provincia.
A su espalda escuchó los pasos del hombre, que bajaban por la escalera y luego resonaban sobre las losas del muelle y se acercaban. Aunque tuviera la edad requerida, su calidad de monje le había permitido en otro tiempo escapar a la guerra del Vietnam. Leeland se había preguntado a menudo si allí hubiera dado prueba de valor físico. Ante la sombra del enemigo decidido a matarle, ¿cómo hubiera reaccionado su cuerpo? Sonrió: aquella orilla sería su Vietnam, y su corazón no latía más deprisa de lo habitual.
Un asesino, un profesional. ¿Qué sentiría? ¿Sufriría?
Los dos hombres, el uno tras del otro, se acercaban a los arcos del puente Cavour. Justo después, un muro alto cortaba el muelle, poniendo fin a un paseo muy apreciado por los romanos cuando el tiempo era bueno. Allí no había escalera a lo largo del muro: para subir a la vía rápida que corría a lo largo del Tíber debía volver atrás; y enfrentarse al hombre que le seguía.
Leeland respiró hondo y cerró los ojos un instante. Se sentía muy tranquilo, pero no vería el rostro del hombre. Que la muerte viniera de espaldas, como una ladrona.
Sin volver la cabeza, penetró resueltamente bajo el arco oscuro del puente.
A su espalda, oyó los pasos de un hombre que corría, como para coger impulso. Un paso ligero que apenas rozaba el empedrado.