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Muktar se había concedido una mañana de asueto: por primera vez no tenía que estar en su puesto desde el alba, con los auriculares pegados a las orejas, espiando todo lo que se decía en el estudio de arriba.
Por eso no vio cómo Leeland abandonaba precipitadamente el edificio de la vía Aurelia, dudaba un instante y luego se dirigía hacia la parada de los autobuses que iban a la vía Salaria. El estadounidense esperó, muy nervioso, la llegada del primer vehículo y se precipitó al interior.
Nil volvió a dejar la hoja sobre la mesa: confiando en su memoria, acababa de poner por escrito la carta del decimotercer apóstol, que había memorizado sin esfuerzo. Con el Papa, sería el único en saber que una tumba que contenía los restos de Jesús se encontraba en algún lugar del desierto, entre Jerusalén y el mar Rojo. Abrió su bolsa y deslizó la hoja en el interior.
Su maleta estaría hecha enseguida, y llevaría la bolsa en la mano. Cogería el tren nocturno para París, que nunca iba lleno en aquella época del año. Abandonar el monasterio fantasma de San Girolamo representaba un alivio para él: una vez en Saint-Martin, ocultaría los papeles más comprometedores y se establecería en el desierto. Como el decimotercer apóstol en otro tiempo.
Le quedaba lo esencial: la persona de Jesús, sus gestos y sus palabras. En un desierto no tenía necesidad de ningún otro alimento para sobrevivir.
Se quedó muy sorprendido al oír que alguien llamaba a la puerta de su celda. Era el padre Jean; tampoco a él lo echaría en falta. Al inagotable charlatán le brillaban los ojos.
—Padre, monseñor Leeland acaba de llegar y desea verle.
Nil se levantó para recibir a su amigo. El estudiante jovial se había convertido en un hombre acosado, que entró bruscamente y se dejó caer en la silla que Nil le tendía.
—¿Qué ocurre, Remby?
—Mi estudio de la vía Aurelia está sometido a escucha desde tu llegada, Catzinger y sus hombres están al corriente de todo lo que nos hemos dicho. Y también otros aún más peligrosos. Por razones diferentes, quieren deshacerse de nosotros.
Nil se dejó caer también en un sillón, conmocionado.
—¿Estoy soñando, o te ha dado un ataque de paranoia?
—Acabo de recibir la visita de Lev Barjona, que me ha puesto al corriente en pocas palabras pero de forma muy clara. Me ha dicho que lo hacía por amistad, y no lo dudo. Todo esto nos supera, Nil. Tu vida está en peligro, y la mía también.
Nil hundió el rostro entre las manos. Cuando lo levantó, clavó en Leeland dos ojos en los que temblaban las lágrimas.
—Lo sabía, Remby, lo he sabido desde el principio, desde que Andrei me puso en guardia. Fue en el monasterio, en la aparente paz inmutable de un convento protegido por su silencio. Lo supe cuando me enteré de su muerte, cuando fui a reconocer su cuerpo dislocado sobre el balasto del expreso de Roma. Lo supe cuando la historia me alcanzó, en su horrible realidad, con Breczinsky y ciertas confidencias que me hizo. Nunca tuve miedo de lo que descubría. Dices que mi vida está amenazada, pero yo soy el último de una lista muy larga que empieza en el momento en que el decimotercer apóstol rechazó la manipulación de la verdad.
—¡La verdad! Sólo hay una verdad, la que los hombres necesitan para establecer y conservar su poder. La verdad de un amor muy puro entre Anselmo y yo no es la suya. La verdad que tú has descubierto en los textos no es verdadera, ya que contradice su verdad.
—Jesús decía: «La verdad os hará libres». Yo soy libre, Remby.
—Sólo lo eres si desapareces y tu verdad desaparece contigo. Los filósofos que tanto amas enseñan que la verdad es una categoría del ser, que subsiste en sí misma como la bondad y la belleza del ser. Pues bien, es falso, y yo he venido a decírtelo. El amor que nos unía, a Anselmo y a mí, era bueno y hermoso: no era conforme a la verdad de la Iglesia, y por tanto no era verdadero. Tu descubrimiento del rostro de Jesús contradice la verdad de la cristiandad: así pues, estás equivocado en todo; la Iglesia no tolera una verdad diferente a la suya. Los judíos y los musulmanes tampoco.
—¿Qué pueden ellos contra mí? ¿Qué pueden contra un hombre libre?
—Pueden matarte. Debes ocultarte, abandonar Roma inmediatamente.
Se produjo un silencio, turbado sólo por el piar de los pájaros entre las cañas del claustro. Nil se levantó y fue a la ventana.
—Si lo que dices es cierto, ya no puedo volver a mi monasterio, donde el desierto estaría poblado de hienas. ¿Ocultarme? ¿Dónde voy a hacerlo?
—Lo he pensado mientras venía. ¿Recuerdas al padre Calati?
—¿El superior de los camaldulenses? Desde luego, lo tuvimos juntos de profesor en Roma. Un hombre maravilloso.
—Ve a Camaldoli y pide que te reciba. Tienen ermitas diseminadas por los Abruzos, allí encontrarás el desierto que ansia tu corazón. Hazlo rápido. Enseguida.
—Tienes razón, los camaldulenses siempre han sido muy hospitalarios. Pero ¿y tú?
Leeland cerró los ojos un instante.
—No te preocupes por mí. Mi vida acabó el día en que comprendí que el amor predicado por la Iglesia podía ser sólo una ideología como otra. Tus descubrimientos, a los que me encontré asociado sin haberlo buscado, no han hecho más que confirmar esta sensación: la Iglesia ya no es mi madre, abandonó al niño que yo era porque amé de un modo distinto que ella. Me quedaré en Roma, el desierto de los Abruzos no está hecho para mí. Desde mi salida forzada de Estados Unidos, mi desierto es interior.
Se dirigió hacia la puerta.
—Tu maleta pronto estará hecha. Bajaré a pedir al padre Jean que me enseñe la biblioteca para alejarlo de la portería. Mientras tanto, sal discretamente del monasterio, coge un autobús a la Stazione Termini y salta al primer tren para Arezzo. Confío en Calati, él te llevará a un lugar seguro. Ocúltate en una ermita de los camaldulenses y escríbeme dentro de dos o tres semanas: te diré si puedes volver a Roma.
—¿Y tú qué harás?
—Yo ya estoy muerto, Nil, ya no pueden nada contra mí. No te preocupes: tienes unos minutos para abandonar San Girolamo sin que te vean. Hasta pronto, amigo. La verdad ha hecho de nosotros hombres libres, tenías razón.
El padre Jean se sorprendió del súbito interés que Rembert Leeland parecía tener por la biblioteca, que tenía fama de ser un revoltijo caótico. Mientras el estadounidense le ponía en evidencia con preguntas que demostraban su total incompetencia en materia de ciencias históricas, Nil, con la maleta en la mano derecha, subía al autobús que pasa por la vía Salaria Nuova y lleva a la estación central de Roma.
Su mano izquierda no soltaba una bolsa que parecía constituir su más preciado tesoro.