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Egipto, del siglo II al siglo VII

Forzados a abandonar Pella por la guerra, los nazareos fueron bien acogidos por los árabes del oasis de Bakka, donde se establecieron. Pero la segunda generación soportaba mal la austeridad del desierto de Arabia, y algunos decidieron proseguir hasta Egipto. Allí se asentaron al norte de Luxor, en un pueblo del yébel al-Tarif llamado Nag Hamadi. En aquel lugar formaron una comunidad cohesionada por el recuerdo del decimotercer apóstol y sus enseñanzas. Y por su epístola, de la que cada familia poseía una copia.

Allí tropezaron muy pronto con los misioneros cristianos venidos de Alejandría, cuya Iglesia se encontraba en plena expansión. El cristianismo se extendía por el Imperio con el ímpetu de un fuego en el bosque: los nazareos, que rechazaban la divinidad de Jesús, deberían someterse o desaparecer.

¿Transformar a Jesús en Cristo-Dios? ¿Ser infieles a la epístola? Nunca. Los nazareos fueron perseguidos, así, por los cristianos. De Alejandría llegaban órdenes escritas en copto: había que destruir aquella epístola, en Egipto y en todo el Imperio. Siempre que una familia nazarea era expulsada al desierto, donde le esperaba la muerte, su casa era registrada, y la epístola del decimotercer apóstol destruida. La carta hablaba de una tumba que contenía los huesos de Jesús, en algún lugar del desierto de Idumea: la tumba de Jesús debía permanecer vacía para que Cristo viviera.

Un solo ejemplar escapó, sin embargo, a los cazadores y llegó a la Biblioteca de Alejandría, donde quedó sepultado entre los quinientos mil volúmenes de esa octava maravilla del mundo.

Un poco después del año 200, un joven alejandrino llamado Orígenes empezó a frecuentar asiduamente la biblioteca. Investigador infatigable, Orígenes estaba apasionado por la persona de Jesús. Su memoria era prodigiosa.

Convertido en enseñante, Orígenes fue perseguido por su obispo, Demetrio. Eran celos, pues su carisma atraía a la élite de Alejandría. Pero también desconfianza, porque Orígenes no dudaba en utilizar en sus lecciones textos prohibidos por la Iglesia. Finalmente, Demetrio le expulsó de Egipto y Orígenes se refugió en Cesarea de Palestina. Pero se llevó consigo su memoria. En cuanto a la epístola del decimotercer apóstol, permaneció sepultada en la inmensa biblioteca, ignorada por todos: pocos investigadores poseen el genio de un Orígenes.

Cuando en 691 Alejandría cayó en manos de los musulmanes, el general al-Amru ordenó que fueran quemados uno a uno todos los libros: «Si son conformes al Corán —proclamó—, son inútiles. Si no son conformes al Corán, son peligrosos». Durante seis meses, la memoria de la Antigüedad alimentó las calderas de los baños públicos.

Al quemar la Biblioteca de Alejandría, los musulmanes acababan de lograr lo que los cristianos no habían podido llevar a término: no quedaba ya, en ningún sitio, un solo ejemplar de la epístola.

Salvo el original, que seguía hundido en una jarra protegida por la arena, a la izquierda de la entrada de una de las grutas que dominaban las ruinas de Qumran.