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El policía pontificio sentado ante la primera puerta blindada les había dejado pasar sin controlar la acreditación de Nil: visitantes habituales… Breczinsky los condujo ante su mesa, donde les esperaban los manuscritos de la víspera.

Nil había avisado a Leeland de que no irían al Vaticano hasta el inicio de la tarde: tenía necesidad de reflexionar. La confianza que le otorgaba el polaco, primero le había sorprendido, y luego asustado. «Este hombre, ¿ha hablado porque está desesperadamente solo, o bien porque me manipula?». El tranquilo profesor de las orillas del Loira nunca había afrontado una situación parecida. Había decidido seguir el rastro del decimotercer apóstol, y como él, ahora se encontraba en el centro de unos conflictos de intereses que le desbordaban.

Breczinsky había dicho que quería ayudarle, pero ¿qué podía hacer? El Vaticano era inmenso; cada uno de sus museos y bibliotecas debía de poseer uno o varios anexos donde dormían miles de objetos de valor. En algún lugar allí dentro se encontraba posiblemente una caja de coñac Napoleón que contenía manuscritos esenios desparejados, y una hoja, una pequeña hoja de pergamino atada con un hilo de lino. La descripción de Lev Barjona había permanecido grabada en la mente de Nil; pero ¿no habrían vaciado la caja? ¿No habría sido repartido al azar su contenido por algún empleado con prisas?

Hacia la mitad de la tarde, se sacó los guantes.

—No me hagas preguntas: tengo que volver a ver a Breczinsky.

Leeland asintió en silencio y dirigió a Nil una sonrisa de ánimo antes de inclinarse de nuevo sobre el manuscrito medieval que estaban examinando.

Con el corazón palpitante, el francés golpeó a la puerta del despacho.

El rostro de Breczinsky reflejaba una gran tensión; tras las gafas redondas, sus ojos estaban rodeados de cercos oscuros. Después de invitar a Nil a sentarse, el bibliotecario le dijo:

—Padre, he estado rezando toda la noche para que Dios me iluminara, y he tomado una decisión. Lo que hice por Andrei lo haré también por usted. Sepa solamente que violo de nuevo las consignas más sagradas que me fueron transmitidas cuando ocupé este puesto. Me resuelvo a hacerlo porque usted me ha asegurado que no trabajaba contra el Papa sino que, al contrario, su intención es comunicarle todo lo que descubra. ¿Lo jura así ante Dios?

—Sólo soy un monje, padre Breczinsky, pero siempre he tratado de serlo hasta el final. Si lo que descubro representa un peligro para la Iglesia, el Papa será el único informado.

—Bien… Le creo, como creí a Andrei. La gestión de los tesoros aquí conservados es sólo una de mis tareas, la única visible y la menos importante. En la prolongación de la reserva hay un local que no verá figurar en ningún plano de este conjunto de edificaciones, un lugar que no encontrará mencionado en ninguna parte, ya que no existe oficialmente. San Pío V quiso que se habilitara este espacio en 1570, cuando estaban concluyendo los trabajos de construcción de la basílica de San Pedro.

—¿Los archivos secretos del Vaticano?

Breczinsky sonrió.

—Los archivos secretos son perfectamente oficiales; se encuentran dos pisos por encima de nuestras cabezas y su contenido se pone a disposición de los investigadores según reglas públicas. No, este local es conocido sólo por unas pocas personas y, como no existe, no tiene nombre. Podría decirse, tal vez, que es el fondo secreto del Vaticano; la mayoría de los estados del planeta poseen algo similar. No tiene un bibliotecario titulado (ya que no existe, se lo repito) y su contenido no tiene signaturas ni catálogo. Es una especie de infierno donde se entierran en el olvido documentos delicados porque no se desea que un día lleguen a conocimiento de los historiadores o los periodistas. En el curso de los siglos se ha acumulado en él gran cantidad de cosas de todo tipo, por iniciativa de un papa o de un cardenal prefecto del dicasterio. Cuando alguien decide enviar un documento al fondo secreto, ya no sale de allí, ni siquiera después de la muerte del que tomó la decisión; nunca será archivado ni exhumado.

—Padre Breczinsky… ¿por qué me revela usted la existencia de ese fondo secreto?

—Porque es uno de los dos lugares del Vaticano donde puede hallarse lo que busca. El otro son los archivos secretos que se hacen públicos año tras año, cincuenta años después de los hechos a que hacen referencia. Salvo decisión contraria, pero por lo general esta se justifica oficialmente. Me dice que una caja que contenía manuscritos del mar Muerto llegó al Vaticano en 1948, con ocasión de la primera guerra árabe-israelí: si hubiera estado clasificada en los archivos secretos, ya habría salido de ellos. Y si un elemento de ese lote hubiera sido juzgado demasiado delicado para ser puesto en conocimiento del público, yo lo habría sabido necesariamente. Ocurre a veces, y entonces recibo un expediente o un paquete que hay que poner al abrigo de curiosidades malsanas en el fondo secreto. Sólo yo estoy habilitado para hacerlo; pero desde hace cinco años no he recibido nada nuevo, ni de los archivos secretos ni de ninguna otra parte.

—Pero… ¿tiene usted conocimiento de lo que se debe clasificar definitivamente en ese fondo secreto? ¿No se ha sentido tentado alguna vez de echar un vistazo a lo que sus predecesores acumularon en él desde finales del siglo XVI?

Breczinsky respondió casi con alegría.

—El papa Wojtyla me hizo jurar que nunca trataría de conocer el contenido de lo que recibía o de lo que se encuentra en ese local. En quince años sólo he tenido que acceder a él tres veces, para realizar un nuevo depósito. He sido fiel a mi juramento, pero no he podido evitar ver una serie de estanterías etiquetadas como «Manuscritos del mar Muerto». Ignoro lo que contiene esa zona del local. Cuando hablé de ello con el padre Andrei, a quien hice las mismas confidencias, me suplicó que le permitiera echar una ojeada. ¿A quién podía pedir autorización? Sólo al Papa, pero a él precisamente queríamos proteger Andrei y yo sin que lo supiera. Acepté, y le concedí una hora en el interior.

Nil murmuró:

—Y justo al día siguiente abandonó Roma precipitadamente, ¿no?

—Sí. Cogió el expreso de Roma del día siguiente sin decirme nada antes. ¿Había descubierto algo? ¿Había hablado con alguien? Lo ignoro.

—Pero esa noche cayó del expreso de Roma, y no fue un accidente.

Breczinsky se pasó las manos por el rostro.

—No fue un accidente. Yo sólo puedo decirle, padre, que, al proseguir los trabajos de su compañero, se ha colocado en la misma situación peligrosa en que él se encontró. Su investigación le ha conducido, como a él, hasta el umbral de ese local sin existencia. Estoy dispuesto a dejarle entrar también; confío en usted igual que confié en él. Catzinger y muchos otros, me temo, están tras la misma pista: si consigue su propósito antes que ellos, correrá el mismo peligro que Andrei. Aún está a tiempo de abandonar, padre Nil, y de volver a inclinarse en la habitación vecina sobre un inofensivo manuscrito medieval. ¿Qué decide?

Nil cerró los ojos. Le pareció estar viendo al decimotercer apóstol, sentado a la derecha de Jesús en la sala alta, escuchándole con veneración. Y luego convertido en guardián de un pesado secreto, luchando solo contra el odio de Pedro y de los Doce, que querían seguir siendo doce y poseer solos el monopolio de la información que debían transmitir. Los Doce, que le condenaban al exilio y al silencio, para que la Iglesia que iban a edificar sobre la memoria falsificada de Jesús durara eternamente, alpha et omega.

El secreto había atravesado los siglos antes de llegar hasta él. Tendido junto a la mesa de la última cena, apoyado sobre un codo, el discípulo bienamado de Jesús le pedía hoy que tomara el relevo.

Nil se levantó.

—Vamos, padre.

Salieron del despacho. Leeland, inclinado sobre la mesa, no levantó siquiera la cabeza al oírles pasar por detrás. Recorrieron el rosario de salas de la reserva. Breczinsky abrió una puertecita y, con un gesto, indicó a Nil que le siguiera.

El pasillo descendía en suave pendiente. Nil trató de orientarse. Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Breczinsky susurró:

—Nos encontramos bajo el transepto derecho de la basílica de San Pedro. El local fue excavado en los cimientos, a unos cuarenta metros de la tumba del apóstol descubierta en las excavaciones ordenadas por Pío XII bajo el altar mayor.

El pasillo formaba un codo y conducía a una puerta blindada. El polaco se desabrochó el alzacuello y sacó una llavecita que llevaba colgada directamente sobre la piel. En el momento de abrir, consultó su reloj.

—Son las diecisiete horas y la reserva cierra a las dieciocho; tiene una hora. Todas nuestras puertas se pueden abrir sin llave desde el interior, y esta también: bastará que la empuje al salir y se volverá a cerrar automáticamente. Apague la electricidad antes de marcharse y venga a buscarme a mi despacho.

La puerta blindada se abrió silenciosamente; Breczinsky deslizó la mano contra la pared interior y accionó un interruptor.

—Vaya con cuidado para no estropear nada. ¡Buena suerte!

Nil entró; la puerta se cerró tras él con un chasquido sordo.