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A Nil le gustaba pasear y soñar en la plaza de San Pedro por la mañana temprano, cuando los turistas aún no habían llegado. El monje se apartó de la sombra del obelisco para aprovechar el sol ya tibio. «Dicen que es el obelisco que adornaba el centro del circo de Nerón. En Roma el tiempo no existe».

Su mano izquierda no soltaba la bolsa en que había colocado, al salir de San Girolamo, las más preciadas de sus notas, extraídas de los papeles que había dejado sobre el estante. Allí podían registrar su habitación con la misma facilidad que en la abadía, y sabía que debía desconfiar de todos. «¡Pero no de Remby, eso nunca!». En el momento de salir, había deslizado en el fondo de aquella bolsa el carrete que contenía el negativo de la foto tomada en Germigny. Una de las cuatro pistas dejadas por Andrei, que todavía no sabía cómo explotar.

Al llegar a su despacho, mientras Nil todavía soñaba, al pie del obelisco, sobre los imperios que consolida el tiempo, Leeland encontró una nota que le convocaba inmediatamente a una entrevista con un minutante de la Congregación. Un tal monseñor Calfo, con quien se había cruzado a veces en un pasillo sin saber exactamente qué lugar ocupaba en el organigrama del Vaticano.

Dos pisos y un dédalo de corredores más abajo, se sorprendió al encontrar al prelado instalado en un despacho casi lujoso, cuya única ventana daba directamente a la plaza de San Pedro. Era un hombre pequeño, rechoncho, con un aire a la vez meloso y seguro de sí mismo. «Un habitante de la galaxia vaticana», pensó el estadounidense.

Calfo no le pidió que se sentara.

—Monseñor, el cardenal me ha pedido que le mantenga al corriente de las conversaciones que entable con el padre Nil, que ha venido a colaborar con usted. Su eminencia, lo contrario sería sorprendente, se interesa de cerca por los estudios de nuestros especialistas.

Sobre su escritorio, bien a la vista, se encontraba la nota remitida la víspera por Leeland a Catzinger: en ella resumía su primera conversación con Nil, pero no decía palabra sobre las confidencias de su amigo en relación con sus investigaciones en el Evangelio de san Juan.

—Su eminencia me ha facilitado su primer informe: esta nota muestra que entre usted y el francés existe una relación de confianza amistosa. ¡Pero es insuficiente, monseñor, completamente insuficiente! ¡No puedo creer que no le haya dicho nada más sobre la naturaleza de los trabajos que desarrolla con talento desde hace tanto tiempo!

—No creí que los pormenores de una conversación en la que se tocaron mil temas pudiera interesar hasta ese punto al cardenal.

—Todos los pormenores, monseñor. Debe ser más preciso y menos reservado en su rendición de cuentas. Esto hará ganar al cardenal un tiempo precioso, ya que quiere seguir cada uno de los avances de la ciencia; es su deber como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esperamos su colaboración, monseñor, y usted sabe por qué… ¿no es cierto?

Un sentimiento que Leeland no pudo controlar, un acceso de odio sordo, le invadió. Apretó los labios y no respondió nada.

—¿Ve este anillo episcopal? —Calfo alargó la mano—. Es una admirable obra maestra, tallada en la época en que aún se conocía el lenguaje de las piedras. La amatista, que eligen la mayoría de los prelados católicos, es espejo de humildad y nos recuerda la ingenuidad de san Mateo. Pero esto es un jaspe, que es reflejo de la fe, asociada a san Pedro. A cada instante, esta piedra me sitúa frente al combate de mi vida: la fe católica. Y precisamente esta fe, monseñor, se ve afectada por los trabajos del padre Nil. No debe ocultar nada de lo que le diga, como ha hecho.

Calfo le despidió en silencio y luego se sentó ante su escritorio. Abrió el cajón y sacó un fajo de hojas arrancadas de un bloc de notas: la transcripción estenográfica de la conversación de la víspera. «Aún soy el único en saber que Leeland no sigue el juego. Antonio ha realizado un buen trabajo».

Mientras volvía a su despacho a través de los pasillos, Leeland trató de reprimir su cólera. Aquel minutante sabía que había ocultado una parte de su conversación con Nil. ¿Cómo lo sabía?

«¡Nos han escuchado! Me han sometido a escucha, aquí, en el Vaticano».

De nuevo, en su interior, el odio. Le han hecho sufrir demasiado, han destruido su vida.

Nil se excusó por su retraso al entrar en el minúsculo despacho de Leeland:

—Perdóname, he estado paseando por la plaza…

Se sentó, dejó su bolsa contra la pata de la silla y sonrió.

—He guardado aquí dentro mis notas más preciadas. Tengo que enseñarte mis conclusiones; son provisionales, pero empezarás a comprender…

Leeland le interrumpió con un gesto, garrapateó unas palabras en un pedazo de papel y se lo tendió, llevándose el índice a los labios. Sorprendido, el francés cogió el papel y le echó un vistazo: «Nos escuchan. No digas nada, ya te explicaré. No aquí».

Nil levantó los ojos hacia Leeland, estupefacto. En tono ligero, su amigo comentó rápidamente:

—Y dime, ¿estás bien instalado en San Girolamo? Aquí hemos tenido un buen siroco, ¿no te ha hecho sufrir demasiado?

—Emmm… sí, me ha dolido la cabeza toda la noche. Pero ¿qué…?

—Es inútil que hoy volvamos a la reserva del Vaticano. Quiero mostrarte lo que tengo en mi ordenador, verás el trabajo que ya he hecho. Está todo en casa. ¿Quieres acompañarme ahora? Está a diez minutos de aquí, en la vía Aurelia.

Leeland dirigió al atónito Nil una señal imperiosa con la cabeza y se levantó sin esperar su respuesta.

En el momento en que abandonaban el pasillo para entrar en la escalera, Leeland dejó que Nil pasara delante y se volvió. Del despacho contiguo al suyo vio salir a un minutante que no conocía. El hombre cerró tranquilamente la puerta con llave y caminó en su dirección. Iba vestido con un elegante clergyman, y en la oscuridad del pasillo Leeland sólo distinguió su mirada negra, a la vez melancólica e inquietante.

Rápidamente se unió a Nil, que le esperaba, aún estupefacto, en los primeros peldaños.

—Bajemos. Deprisa.