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Aquella noche, ya muy tarde, el despacho de Catzinger era el único que seguía iluminado en el edificio de la Congregación. El cardenal hizo entrar a Calfo y se dirigió a él en tono imperioso:

—Monseñor —el cardenal sostenía en la mano una simple hoja de papel—, esta tarde he recibido el segundo informe de Leeland. Este hombre se burla de nosotros. Según él, hoy sólo han hablado de canto gregoriano. ¿Y usted me dice que han permanecido encerrados en su piso de la vía Aurelia toda la mañana?

—Hasta las catorce, eminencia, hora en la cual el francés abandonó el lugar para volver a San Girolamo, donde se encerró en su habitación. Mis informaciones son absolutamente fiables.

—No quiero conocer la fuente. Arrégleselas para saber lo que dicen en el piso de Leeland: debemos estar informados de lo que ese francés se trae entre manos. ¿Me he explicado bien?

Al día siguiente, muy de mañana, un turista parecía interesarse por los capiteles esculpidos del Teatro di Marcello, que delimita el emplazamiento del mercado de los bueyes de la antigua Roma, el Foro Boario. No lejos de allí, el templo de la Fortuna Virile levanta sus rígidas columnas coronadas por un glande corintio, que recuerdan al visitante advertido el culto a que estaba destinado. Justo al lado se encuentra un pequeño templo redondo consagrado a las vestales, que ofrecían su castidad perpetua a las divinidades de la ciudad y mantenían el fuego sagrado. Al pasar ante aquellos dos edificios contiguos, el turista había esbozado una sonrisa satisfecha: «La fortuna viril y la castidad perpetua. El Eros divinizado junto a la divina pureza: los romanos ya lo habían comprendido. Nuestros místicos no han hecho más que desarrollarlo».

Su pantalón de ciudad no conseguía disimular unas elocuentes posaderas, y si mantenía la mano derecha hundida en el bolsillo de su chaqueta de ante, era para ocultar el hermosísimo jaspe que adornaba su anular. Jamás se separaba de aquella valiosa joya.

Un hombre que llevaba bien visible en la mano una gran guía turística de Roma se acercó a él.

—¡Salam aleikum, monseñor!

Wa aleikum salam, Muktar. Aquí está lo convenido por el transporte de la losa de Germigny. Buen trabajo.

De su bolsillo sacó un sobre, que inmediatamente cambió de manos. Muktar al-Quraysh palpó rápidamente el sobre, sin abrirlo, y ofreció a cambio una sonrisa a su interlocutor.

—He ido a inspeccionar el edificio de la vía Aurelia: no hay ningún piso por alquilar. Pero en la segunda planta se vende un estudio justo debajo del apartamento del americano.

—¿Cuánto?

Calfo hizo una mueca al escuchar la cifra: pronto, tal vez, la Sociedad San Pío V no tendría necesidad de contar. Abrió su chaqueta y sacó del bolsillo interior otro sobre, más grande y más grueso.

—Lo visitas enseguida, cierras la compra inmediatamente y pides la llave. Esta tarde retendrán a Leeland en la Congregación; tendrás tres horas para hacer lo necesario.

—¡Monseñor! En una hora los micrófonos estarán instalados.

—¿Tu enemigo preferido ha vuelto a Israel?

—Inmediatamente después de nuestro pequeño viaje. Prepara una gira internacional que empieza con una serie de conciertos aquí, en Roma, con ocasión de la Navidad.

—Perfecto, maravillosa cobertura, tal vez tengas que volver a recurrir a él.

Muktar le dirigió una mirada jocosa.

—¿Y Sonia? ¿Está contento de ella?

Calfo reprimió su irritación y replicó secamente:

—Estoy muy satisfecho, gracias. No perdamos tiempo, mah salam.

Los dos hombres se despidieron con una inclinación de cabeza. Muktar cruzó el Tíber por el puente de la Isola, mientras que Calfo cortó por la piazza Navona.

«El cristianismo no podía nacer sino en Roma —pensó mientras contemplaba al pasar las creaciones de Bernini y de Brunelleschi, opuestas en un dramático cara a cara—. El desierto conduce a lo inexpresable; pero para expresarse en la encarnación, Dios necesita los estremecimientos de la carne».