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La mano del padre Nil temblaba ligeramente. Acababa de extraer de la cubierta del libro de Andrei una fotocopia. La acercó a la lámpara y reconoció inmediatamente la elegante escritura del copto antiguo.

Un manuscrito copto.

La foto, perfectamente legible, mostraba un fragmento de pergamino en buen estado. Muy a menudo Nil había examinado los tesoros que Andrei sacaba de su mueble para hacérselos admirar. Así se había familiarizado con la grafía de los grandes manuscritos de Nag Hamadi, cotejados por primera vez por el egiptólogo Jean Doresse después de su descubrimiento, en 1945, en la orilla izquierda del Nilo Medio. Habituado a los manuscritos hebreos o griegos, Nil sabía que las caligrafías evolucionan con el tiempo, con tendencia a simplificarse.

La escritura de aquel pergamino era del mismo tipo que la de los célebres apócrifos, como el Evangelio de Tomás de finales del siglo II, que había atraído la atención del mundo entero. Pero, con toda seguridad, era posterior.

Seguramente aquel fragmento, de muy pequeño tamaño, había sido juzgado poco interesante u oscuro por Doresse, que se había desprendido de él. Y había acabado por aterrizar en Roma, como tantos otros, para ser exhumado un día por un empleado de la Biblioteca Vaticana y enviado a la abadía.

Andrei, reconocido experto en la materia, recibía a menudo documentos de este tipo con el fin de que los analizara.

Nil sabía que los apócrifos de Nag Hamadi databan de los siglos II y III, y que a partir del siglo IV ya no se había escrito nada en copto. Aquel fragmento tardío era, pues, de finales del siglo III.

Un manuscrito copto del siglo III.

¿Sería el manuscrito que había colocado a Andrei en una situación tan incómoda que no se atrevía a enviar a Roma su informe final? Pero, en ese caso, ¿por qué se había preocupado de ocultar aquella fotocopia, en lugar de archivarla en su mueble como las otras?

Andrei ya no estaba allí para responder a aquellas preguntas. Nil hundió la frente entre las palmas de las manos y cerró los ojos.

Le pareció que volvía a ver la primera línea de la nota descubierta en la mano de su amigo: «Manuscrito copto (Apoc)». Espontáneamente había traducido «Apoc» por «Apocalipsis»: era la abreviatura tradicional de las ediciones de la Biblia. Nil quiso verificarlo y abrió la última traducción de la Biblia ecuménica, que Andrei utilizaba. En aquella versión reciente, que servía ahora de referencia, la abreviatura del libro del Apocalipsis no era «Apoc» sino «Ap».

Si Andrei, meticuloso y siempre al corriente de todo, hubiera querido hacer alusión al libro del Apocalipsis, hubiera escrito «Ap», y no «(Apoc)». ¿En qué debía de pensar, pues?

Y de pronto Nil comprendió: ¡«(Apoc)» no quería decir «apocalipsis», sino «apócrifo»!

Lo que Andrei había querido decir era: «Debo hablar con Nil de un manuscrito copto que he ocultado justo antes de partir en mi edición de los apócrifos». La que él había cogido aquella mañana en su despacho y que ahora tenía entre las manos. Un manuscrito cuyo contenido era tan importante que Andrei había querido hablarle de él inmediatamente después de su viaje al Vaticano.

«¡Es el manuscrito copto enviado por Roma!».

Nil sostenía entre sus dedos el texto que había motivado la convocatoria del bibliotecario de la abadía de Saint-Martin.

Volvió a coger la hoja y la examinó de cerca. El fragmento era muy pequeño. Nil no era un especialista en copto antiguo, pero lo leía sin dificultad, y la escritura era tan nítida que no tendría problemas para descifrarlo.

¿Podría traducirlo? Sin duda no con una traducción elegante. Pero sí podía realizar una transliteración, una traducción palabra por palabra, aproximativa. Encontrar cada uno de los términos en un diccionario y luego juntarlos. De ahí se desprendería el sentido.

Se levantó. Tras un momento de duda, colocó la preciosa hoja en lo alto de la tabla que sirve a los monjes de armario ropero y salió al pasillo. No entrarían en su celda durante los pocos minutos de ausencia que necesitaba.

Rápidamente se dirigió hacia la única biblioteca a la que tenía acceso: ciencias bíblicas.

En el primer cubículo, el de los libros de uso corriente, encontró el diccionario etimológico copto-inglés de Cerny. Lo cogió, colocó en su lugar un fantasma con su nombre y volvió a su celda con el corazón palpitante. El precioso papel estaba en el lugar donde lo había dejado.

Sonó la primera llamada a vísperas: colocó el diccionario sobre la mesa, se guardó la fotocopia en el bolsillo interior del hábito y bajó a la iglesia.

Se anunciaba para él una nueva noche en vela.