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—Esta mañana hay una ceremonia de beatificación: no podremos pasar por la plaza de San Pedro, demos la vuelta.

Concentrados en sus pensamientos, los dos hombres se desviaron por el Borgo Santo Spirito y volvieron hacia la Ciudad del Vaticano por el Castel Sant’Angelo, que había sido mausoleo del emperador Adriano antes de convertirse en fortaleza y prisión papal. A Nil le costaba soportar esos pesados silencios que se establecían entre ellos desde su llegada a Roma.

Por fin Leeland tomó la palabra:

—No te entiendo: no has salido de tu monasterio desde hace años, y aquí vives como un recluso. ¡Amabas tanto Roma cuando éramos estudiantes…! Aprovecha un poco, ve a visitar algunos museos, vuelve a ver a las personas que conociste entonces… ¡Te comportas como si hubieras trasplantado tu convento al centro de la ciudad!

Nil levantó la cabeza hacia su compañero.

—Al entrar en el monasterio, elegí la soledad en el seno de una comunidad universal, la Iglesia católica. ¡Mira esa multitud que parece tan feliz por una nueva beatificación! Durante mucho tiempo creí que eran mi familia, que reemplazaba a la que me había rechazado. Ahora sé que mi investigación sobre la identidad de Jesús me excluye de esta familia de adopción. ¡No se ponen impunemente en cuestión los fundamentos de una religión sobre la que se apoya toda una civilización! Imagino que el decimotercer apóstol, cuando se opuso a los Doce, debió de vivir una soledad semejante. Sólo tengo un amigo, ese Jesús cuyo misterio trato de esclarecer.

Y añadió con un hilo de voz:

—Y tú, naturalmente.

Ahora caminaban a lo largo de las altas murallas de la Ciudad del Vaticano. El estadounidense hundió la mano en uno de sus bolsillos y sacó dos pequeñas tarjetas de color rosa.

—Tengo una sorpresa para ti. He recibido dos invitaciones para un concierto de Lev Barjona en la Academia de Santa Cecilia de Roma; es justo antes de Navidad. No te doy elección, vendrás conmigo.

—¿Quién es Lev Barjona?

—Un pianista israelí célebre que conocí allí cuando él era discípulo de Arthur Rubinstein: trabamos amistad a los pies del maestro. Un hombre sorprendente que ha tenido una vida fuera de lo común. Añade amablemente a su invitación una pequeña nota personal, precisando que la segunda entrada es para ti. Tocará el Tercer Concierto de Rachmaninov; Lev es en la actualidad el mejor intérprete de este compositor.

Entraban en la Ciudad del Vaticano.

—Estaré encantado —dijo Nil—, me gusta Rachmaninov, y no he asistido a un concierto desde hace mucho tiempo; me refrescará las ideas.

De pronto se detuvo en seco y frunció el ceño.

—Pero… ¿cómo se entiende que tu amigo te haya enviado una segunda entrada para mí?

Leeland puso cara de sorpresa al oírle, y se disponía a responder cuando tuvieron que apartarse: una lujosa limusina oficial pasaba justo ante ellos. En el interior distinguieron el manto púrpura de un cardenal. El coche disminuyó la velocidad para cruzar el portal del Belvedere, y Nil sujetó bruscamente del brazo al americano.

—¡Rembert, mira la matrícula de este coche!

—¿Qué ocurre? S. C. V., «Sacra Civitas Vaticani», es una placa del Vaticano. Aquí se ven pasar todos los días.

Nil se quedó petrificado en medio del patio del Belvedere.

—¡S. C. V.! ¡Son las tres letras que Andrei anotó en su agenda justo antes de la palabra «templarios»! Hacía días que me rompía la cabeza pensando qué podían significar: como iban seguidas de una signatura Dewey incompleta, estaba convencido de que designaban una biblioteca en algún lugar del mundo. ¡Rembert, creo que acabo de comprenderlo! S. C. V. seguido de cuatro cifras, es el emplazamiento de una serie de obras en una de las bibliotecas de la Sacra Civitas Vaticani, el Vaticano. Debería haber pensado en ello: Andrei era un hurón incorregible. En la biblioteca de San Girolamo encontró un texto raro de Orígenes, pero la segunda obra que anotó en su cuadernillo debe buscarse precisamente aquí.

Nil levantó la cabeza hacia el imponente edificio.

—Aquí dentro, oculto en algún sitio, se encuentra un libro que tal vez me permitirá saber un poco más sobre la epístola del decimotercer apóstol. Pero hay algo que no comprendo, Rembert: ¿qué tienen que ver los templarios con esta historia?

Leeland ya no le escuchaba. ¿Por qué Lev Barjona le había enviado dos invitaciones?

Maquinalmente marcó el código de entrada de la reserva del Vaticano.

Al oír el sonido del timbre, Breczinsky cogió nerviosamente del codo a su interlocutor.

—Seguro que son ellos, no espero a nadie más esta mañana. Si sale por delante, le verán. La reserva posee una escalera que conduce directamente a la Biblioteca Vaticana; le acompañaré hasta ella; apresúrese, llegarán enseguida.

Antonio, vestido con una severa sotana, lanzó una mirada al polaco. El rostro macilento del bibliotecario revelaba una profunda agitación. Había sido fácil: al cabo de unos instantes de entrevista en su despacho, Breczinsky había parecido fundirse ante él. El cardenal conocía bien el alma humana: bastaba con saber encontrar la herida secreta, y presionar sobre ella.