38

El anciano con alba blanca cogió el vaso que le tendía el rector, se lo acercó a los labios y bebió de un trago el líquido incoloro. Hizo una mueca y volvió a sentarse en su silla.

Todo acabó enseguida. Ante los once apóstoles, con los brazos aún extendidos en cruz, lanzó un hipido y se dobló en dos con un gemido. Su rostro se puso violáceo, se contrajo en un horrible rictus y el hombre se desplomó. Los espasmos duraron un minuto más o menos; luego se quedó definitivamente rígido. De su boca abierta como para aspirar, caía una baba viscosa que le resbalaba por el mentón. Los ojos, desmesuradamente dilatados, estaban fijos en el crucifijo que tenía encima.

Lentamente los apóstoles bajaron los brazos y volvieron a sentarse. Ante ellos, en el suelo, la forma blanca yacía inmóvil.

El hermano más alejado del rector en el lado derecho se levantó. Llevaba un paño en la mano.

—¡Aún no! Nuestro hermano debe pasar la llama a aquel que le suceda. Abra la puerta, por favor.

Con el paño todavía en la mano, el hermano fue a abrir la puerta blindada del fondo.

En la penumbra, una forma blanca, de pie, parecía esperar.

—¡Adelante, hermano!

El recién llegado iba revestido con la misma alba que los asistentes, con la capucha cubriéndole la cabeza y el velo blanco sujeto a ambos lados del rostro. Dio tres pasos adelante y se detuvo, horrorizado.

«Antonio —pensó el rector—, ¡un joven tan encantador! Lo lamento por él, pero debe recibir la llama: es la regla de la sucesión apostólica».

Los ojos del nuevo hermano seguían dilatados ante el espectáculo del anciano convulsionado por una muerte brutal. Eran unos ojos muy curiosos: el iris era casi perfectamente negro, y las pupilas dilatadas por la repulsión le daban una mirada extraña, que acentuaba una frente mate y pálida.

El rector le indicó con un gesto que se acercara.

—Hermano, le corresponde ahora cubrir personalmente el rostro de este apóstol cuya sucesión asume hoy. Mire bien su cara: es la de un hombre entregado por completo a su misión. Cuando dejó de estar en disposición de cumplirla, voluntariamente puso fin a su tarea. Reciba de él la llama para servir como él sirvió y morir como él murió, en la alegría de su Maestro.

El recién llegado se volvió hacia el que le había abierto la puerta y ahora le tendía el paño. Lo cogió, se arrodilló junto al muerto y contempló largamente su rostro violáceo. Luego limpió de espuma la boca y el mentón y, prosternándose, besó largamente los labios azulados del muerto.

Volvió a levantarse, cubrió con el paño el rostro, que se hinchaba poco a poco, y finalmente se volvió hacia los hermanos inmóviles.

—Bien —dijo el rector con voz cálida—. Acaba de pasar la última prueba, que le convierte en el duodécimo de los apóstoles que rodeaban a Nuestro Señor en la habitación alta de Jerusalén.

Antonio había tenido que huir de su Andalucía natal: el Opus Dei no acepta fácilmente que sus miembros lo abandonen, y le había parecido prudente alejarse un poco. En Viena, los colaboradores del cardenal Catzinger se habían fijado en aquel joven taciturno de mirada muy sombría. Después de varios años de observación, su expediente había sido entregado al prefecto de la Congregación, que lo dejó sin comentarios sobre el escritorio de Calfo.

Se necesitaron aún dos años más de investigación minuciosa conducida por la Sociedad San Pío V. Dos años de seguimientos, de escuchas telefónicas, de vigilancia de su familia y de los amigos que se habían quedado en Andalucía… Cuando Calfo le dio cita en su piso de Castel Sant’Angelo para una serie de entrevistas, el rector de la Sociedad conocía, sin duda, mejor a Antonio de lo que el andaluz se conocía a sí mismo. En Viena, ciudad voluptuosa, lo habían tentado de todos los modos posibles, y se había comportado bien. El placer y el dinero no le interesaban, sino sólo el poder y la defensa de la Iglesia católica.

El rector le hizo una señal con la mano. «Andaluz, de sangre mora. Criticaba los métodos del Opus Dei. Melancolía árabe, nihilismo vienés, desencanto meridional: ¡excelente fichaje!».

—Ocupe su lugar entre los Doce, hermano.

Frente a la pared desnuda sobre la que destacaba la imagen sangrienta del crucificado, los Doce estaban reunidos de nuevo al completo en torno a su Maestro.

—Ya conoce nuestra misión. Contribuirá a ella desde ahora vigilando de cerca a un monje francés que ha llegado hoy a San Girolamo. Acabo de enterarme de que un agente extranjero ha estado a punto de interrumpir un proceso de importancia capital concerniente a este monje en el expreso de Roma. Un incidente lamentable, no había recibido ninguna orden en este sentido, yo no lo controlo de forma directa.

El rector suspiró. No había visto jamás a ese hombre, pero disponía de un expediente completo sobre él: «Imprevisible. Necesidad compulsiva de evadirse en la acción. Cuando no es el desafío musical, es la excitación del peligro. El Mosad le ha retirado su autorización para matar».

—Éstas son sus primeras instrucciones. —Tendió un sobre al nuevo hermano—. Las siguientes le llegarán en su momento. ¡Y recuerde a quién sirve!

Con la mano derecha señaló al crucifijo, que resaltaba sobre el panel de caoba. El jaspe verde de su anillo lanzó un destello.

«¡Señor! Tal vez nunca, desde los templarios, te has encontrado en semejante peligro. ¡Pero cuando tus Doce posean la misma arma que ellos, la utilizarán para protegerte!».