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Desierto de Idumea, año 70
—¿Has dormido, abbu?
—Desde que llegué a este desierto, en espera de tu retorno, velo por la vida que tiembla en mí. Ahora que he vuelto a verte, puedo partir para otro sueño… ¿Y tú?
El brazo izquierdo de Iojanan colgaba, inerte, y profundas cicatrices surcaban su torso desnudo. El hombre miró con inquietud al anciano, con el rostro marcado por la enfermedad. Sin responderle, se sentó con dificultad junto a él.
—Después de haber rematado a Adón, los legionarios me alcanzaron en el oasis de Ein Feshka y me abandonaron sobre el terreno dándome por muerto. Esenios fugitivos que habían conseguido escapar de la toma de Qumran y la matanza que siguió me cargaron sobre sus hombros: yo estaba inconsciente, pero vivo. Durante meses me cuidaron en la comunidad del desierto de Judea donde habían encontrado refugio. En cuanto pude andar, les supliqué que me acompañaran aquí para verte. No imaginas lo que ha sido mi viaje a través de este desierto.
El decimotercer apóstol, tendido sobre una simple estera ante la boca de una gruta, recorrió con la mirada el profundo desfiladero que se abría ante ellos, excavado por la erosión en las rocas rojas y ocres. Muy lejos se distinguía la cadena montañosa que culmina en el Oreb, donde Dios había dado en otro tiempo su Ley a Moisés.
—Los esenios… Sin ellos Jesús no hubiera vivido en el desierto los cuarenta días de soledad que le transformaron. Sin ellos yo no le hubiera encontrado junto al Bautista, y él no hubiera conocido a Nicodemo, a Lázaro, a mis amigos de Jerusalén. En una de las jarras de sus grutas en Qumran has depositado mi epístola… ¡les debemos tanto!
—Más de lo que crees. En el desierto de Judea siguen copiando los manuscritos más diversos. Antes de que les dejara, me entregaron esto. —Dejó al borde de la estera un fajo de pergaminos—. Es tu Evangelio, padre, tal como circula ahora en todo el Imperio romano. Te lo he traído para que lo leas.
El anciano levantó una mano: parecía economizar fuerzas en cada gesto.
—La lectura me agota ahora. ¡Léemelo tú!
—Su texto es mucho más largo de lo que era tu relato. Ya no corrigen, inventan. Tal como me lo describiste, Jesús se expresaba como judío, para judíos…
Un poco de color volvió a las mejillas del decimotercer apóstol, que cerró los ojos como si reviviera escenas profundamente grabadas en su memoria.
—Escuchar a Jesús era oír el rumor del viento en las colinas de Galilea, era ver las espigas inclinadas antes de la siega, las nubes que recorren el cielo sobre nuestra tierra de Israel… Cuando Jesús hablaba, Iojanan, era el flautista en la plaza del mercado, el aparcero contratando a sus obreros, los invitados a la entrada del banquete de bodas, la novia arreglada para su prometido… Era todo Israel en su carne, sus alegrías y sus penas, la rubia dulzura de las noches a la orilla del lago. Era una música salida de nuestra tierra que nos elevaba hacia su Dios y nuestro Dios. Escuchar a Jesús era recibir, como un agua pura, la ternura de los profetas envuelta en el canto misterioso de los salmos. ¡Oh, sí! ¡Él era un judío que hablaba a judíos!
—Ahora atribuyen a este Jesús que tú conociste largos discursos al estilo de los filósofos gnósticos. Y hacen de él el Logos, el Verbo eterno. Dicen que «todo fue por él, y sin él nada hubiera sido».
—¡Detente!
De sus ojos cerrados cayeron dos lágrimas que descendieron lentamente por las mejillas hundidas, comidas por la barba.
—¡El Logos! ¡El divino anónimo de los filósofos del mercado, que pretenden haber leído a Platón y arengan a multitudes ociosas para metérselas en el bolsillo junto con algunas monedas de plata! Ya los griegos habían transformado en dios al herrero Vulcano, en diosa a la prostituta Venus, en dios también a un marido celoso, y en dios de nuevo a un barquero. ¡Oh, qué fácil es, un dios con rostro de hombre, y cómo gusta al público! Al divinizar a Jesús nos devuelven a las tinieblas del paganismo, de donde Moisés nos había hecho salir.
Ahora lloraba quedamente. Tras un momento de silencio, Iojanan continuó:
—Algunos de tus discípulos se han unido a la Iglesia nueva, pero otros han permanecido fieles a Jesús el nazareno. A esos les expulsan de las asambleas cristianas, les persiguen, y algunos incluso han sido asesinados.
—Jesús nos había prevenido: «Os expulsarán de las asambleas, os entregarán al tormento y os matarán…». ¿Tienes noticias de los nazareos que tuve que abandonar para refugiarme aquí?
—Sí, he podido informarme a través de los caravaneros. Después de abandonar Pella contigo, continuaron su éxodo hasta un oasis de la península árabe, que se llama, creo, Bakka (una etapa en la ruta comercial del Yemen). Los beduinos que lo habitan adoran piedras sagradas, pero se reconocen hijos de Abraham como nosotros. ¡Una simiente nazarena está plantada ahora en tierra de Arabia!
—Está bien, allá estarán seguros. ¿Y Jerusalén?
—Sitiada por Tito, el hijo del emperador Vespasiano. Todavía resiste, pero quién sabe por cuánto tiempo…
—Tu sitio está allí, hijo: mi camino acaba en este lugar. Vuelve a Jerusalén, ve a defender nuestra casa del barrio oeste. Tienes una copia de mi epístola, hazla circular. ¿Te escucharán tal vez? En todo caso, no podrán transformarla, como han hecho con mi Evangelio.
El anciano murió dos días más tarde. Por última vez esperó al alba. Cuando las llamas del sol le envolvieron, pronunció el nombre de Jesús y dejó de respirar.
En el fondo de un valle del desierto de Idumea, un sarcófago de piedras secas, simplemente depositadas sobre la arena, señalaba ahora la tumba de quien fue el discípulo bienamado de Jesús el nazareno, el decimotercer apóstol que fue su íntimo amigo y su mejor testigo. Con él desaparecía para siempre la memoria de una tumba similar, situada en algún lugar de ese desierto. Una tumba que contiene, todavía hoy, los restos de un justo, injustamente crucificado por la ambición de los hombres.
Iojanan pasó toda la noche sentado a la entrada del valle. Cuando en el cielo translúcido ya sólo vio brillar la estrella del alba, se levantó y partió hacia el norte acompañado por dos esenios.