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Nil atravesó la plaza de San Pedro y levantó maquinalmente los ojos: la ventana del Papa estaba iluminada. Al día siguiente hablaría con Breczinsky, le indicaría la localización de la caja de coñac marcada con la señal M M M y le encargaría que transmitiera oralmente un mensaje al anciano pontífice. Dobló hacia la vía Aurelia.

Cuando llegó al rellano del tercer piso, se detuvo: a través de la puerta oyó a Leeland, que tocaba la segunda Gymnopédie de Erik Satie. La aérea melodía transmitía una melancolía infinita, un desespero teñido de un toque de humor y de irrisión. «Rembert… ¿Te permitirá tu humor sobreponerte a tu propia desesperación?». Golpeó discretamente a la puerta.

—Entra, te esperaba con impaciencia.

Nil se sentó junto al piano.

—Remby, ¿por qué has salido de la reserva antes de mi vuelta?

—Breczinsky vino a avisarme a las seis: me dijo que había que cerrar. Parecía muy preocupado. Pero no tiene importancia; dime, ¿has descubierto algo?

Nil no compartía la indiferencia de Leeland; la ausencia de Breczinsky le inquietaba. «¿Por qué no estaba en su despacho, como convinimos, cuando volví?». Apartó la pregunta de su mente.

—Sí, he encontrado lo que Andrei y yo buscábamos desde hacía tanto tiempo: un ejemplar intacto de la epístola del decimotercer apóstol; el original, de hecho.

—¡Magnífico! Pero esta carta… ¿es realmente tan terrible?

—Es corta, y me la sé de memoria. Orígenes no mentía, la epístola aporta la prueba indiscutible de que Jesús no resucitó, como enseña la Iglesia, y por tanto, de que no es Dios: la tumba vacía de Jerusalén sobre la que se edificó el Santo Sepulcro sólo es un cebo. La verdadera tumba, la que contiene los restos de Jesús, se encuentra en algún lugar del desierto.

Leeland estaba estupefacto.

—¡En el desierto! Pero ¿dónde exactamente?

—El decimotercer apóstol no indica con precisión el lugar, para preservar el cadáver de Jesús de la codicia humana: habla sólo del desierto de Idumea, una vasta zona al sur de Israel cuya delimitación ha variado en el curso de los tiempos. Pero la arqueología ha hecho progresos considerables: si se ponen los medios necesarios, se encontrará. Un esqueleto colocado en una necrópolis esenia abandonada, situada en esta zona, que lleve señales de la crucifixión y datado con el carbono 14 a mediados del siglo I, provocaría un terremoto en Occidente.

—¿Publicarás los resultados de tu investigación y darás a conocer al mundo esta epístola? ¿Te unirás a las excavaciones arqueológicas? Nil, ¿quieres que se encuentre esa tumba?

Nil calló un instante. En su cabeza flotaba todavía la melodía de Satie.

—Seguiré al decimotercer apóstol hasta el final. Si su testimonio hubiera sido retenido por la historia, nunca hubiera habido Iglesia católica. Porque lo sabían, los Doce se negaron a incluirlo en su grupo. Recuerda la inscripción de Germigny: sólo debe haber doce testimonios de Jesús, por toda la eternidad, alpha et omega. ¿Hay que poner en cuestión, veinte siglos más tarde, el edificio que construyeron sobre una tumba vacía? La sepultura del apóstol Pedro señala hoy el centro de la cristiandad. Una tumba llena, la del primero entre los Doce, sustituyó a la tumba vacía. Luego la Iglesia creó los sacramentos para que todos los creyentes del planeta pudieran entrar físicamente en contacto con Dios. Si se les arrebata esto, ¿qué les quedará? Jesús pide que se le imite cotidianamente, y el único método que propone es la oración. Pero las multitudes, y una civilización completa, sólo se dejan arrastrar por medios concretos, tangibles. El autor de la epístola tenía razón: volver a colocar los huesos de Jesús en el Santo Sepulcro sería transformar esta tumba en único objeto de adoración para las multitudes crédulas. Significaría apartar para siempre a los humildes y los pequeños del acceso al Dios invisible con los medios que les han sido propios desde siempre: los sacramentos.

—¿Qué harás entonces?

—Informar al Santo Padre de la existencia de la epístola, hacerle saber dónde se encuentra. El Papa será el depositario de un secreto más, eso es todo. De vuelta en mi monasterio, enterraré los resultados de mis investigaciones en el silencio del convento. Salvo uno, que quiero publicar sin tardar: el papel desempeñado por los nazareos en el nacimiento del Corán.

En el piso inferior, Muktar había grabado escrupulosamente las dos Gymnopédies de Satie y luego, después de la llegada de Nil, el principio de la conversación. Al llegar a ese punto, el árabe apretó con fuerza los auriculares contra sus oídos.

—¿La epístola del decimotercer apóstol te ha enseñado algo nuevo sobre el Corán?

—Él dirige su carta a las Iglesias, pero de hecho está destinada a sus discípulos, los nazareos. Al final, les conjura a permanecer fieles a su testimonio y a sus enseñanzas sobre Jesús en cualquier lugar adonde les conduzca su exilio. Confirma, pues, lo que yo sospechaba: después de haberse refugiado un tiempo en Pella, los nazareos tuvieron que seguir camino, sin duda huyendo de la invasión de los romanos del 70. Nadie sabe qué fue de ellos, pero nadie parece haberse fijado en que, en el Corán, Mahoma habla a menudo de los naçâra, un término que siempre ha sido traducido por «cristianos». ¡De hecho, naçâra es la traducción árabe de «nazareos»!

—¿Y tu conclusión?

—Mahoma debió de conocer a los nazareos en La Meca, donde habían encontrado refugio después de Pella. Seducido por sus enseñanzas, él mismo estuvo a punto de convertirse en uno de los suyos. Luego huyó a Medina, donde se convirtió en jefe militar: la política y la violencia ocuparon entonces el primer lugar, pero él quedó marcado para siempre por el Jesús de los nazareos, el del decimotercer apóstol. Si Mahoma no hubiera sido devorado por su deseo de conquista, el islam nunca hubiera nacido, los musulmanes serían los últimos nazareos, ¡y la cruz del profeta Jesús ondearía en el estandarte del islam!

Leeland parecía compartir el entusiasmo de su amigo.

—¡Puedo garantizarte que, en todo caso, en Estados Unidos los universitarios se apasionarán por tus trabajos! Te ayudaré a darlos a conocer allí.

—¡Imagínate, Remby! Que los musulmanes admitan al fin que su texto sagrado lleva la marca de un íntimo de Jesús, excluido él mismo de la Iglesia por haber negado su divinidad, ¡igual que ellos! Sería la nueva base de un acercamiento posible entre musulmanes, cristianos y judíos. ¡Y sin duda el fin del Yihad contra Occidente!

El rostro de Muktar se había contraído bruscamente. Dominado por el odio, el árabe ya sólo escuchaba distraídamente la conversación: Nil le preguntaba ahora a Leeland cuáles eran sus proyectos, cómo lo haría para ocultar todo eso a Catzinger. ¿Sería capaz de resistir a la presión, de no decirle nada? ¿Qué pasaría si el cardenal ejecutaba su amenaza y hacía pública su relación privilegiada con Anselmo?

Parloteaban como mujeres: todo aquello ya no interesaba al palestino, que se sacó los auriculares. El Corán no se toca. Que eruditos cristianos desvelaran los secretos enterrados en sus Evangelios era su problema. Pero el Corán nunca se vería sometido a los métodos de su exégesis impía; la Universidad al-Azhar se reafirmaba en ese rechazo. No se diseca la palabra de Alá transmitida por su Profeta, bendito sea su nombre.

¡Mahoma, un discípulo oculto del judío Jesús! El francés aplicaría al texto sagrado sus métodos de infiel, publicaría los resultados con ayuda del americano. En manos de Estados Unidos, lacayo de Israel, sus trabajos se convertirían en un arma terrible contra el islam.

Frunciendo el entrecejo, rebobinó las cintas y recordó una frase que citaba con frecuencia a sus estudiantes: «Por lo tanto, no los toméis por aliados vuestros mientras no abandonen el ámbito del mal… y si se vuelven hostiles, cogedlos y matadlos allí donde los encontréis[26]».

Muktar se sintió aliviado: el Profeta, bendito sea su nombre, había decidido.