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El universo estable y apacible del padre Nil, brutalmente arrancado de sus estudios y de la paciente reconstrucción del pasado, se desplomaba: por segunda vez habían registrado su celda. Y habían vuelto a desaparecer papeles de su mesa.
Las notas sustraídas aquella mañana daban cuenta del estado de sus investigaciones sobre los inicios de la Iglesia. Nil era consciente de que se estaba aventurando en una dirección prohibida, desde siempre, a los católicos. Y ahora alguien, en el monasterio, sabía lo que buscaba, lo que ya había encontrado. Alguien que le espiaba, que se introducía en su celda durante sus ausencias y que no dudaba en robar. El peligro difuso que detectaba a su alrededor se hacía cada vez más presente, y no sabía de dónde venía ni por qué.
¿Era posible que el estudio pudiera convertirse en algo peligroso?
Con la mente en otra parte, volvió maquinalmente las páginas de la última obra publicada por su amigo. A cada instante medía el vacío creado por su desaparición: ya nadie estaría allí para escucharle, para guiarle… Entregado a sí mismo en la inmensa soledad de un monasterio, una sensación desconocida le invadía: el miedo.
El último pensamiento de Andrei había sido para él; su amigo le había transmitido un mensaje: había que sobreponerse a ese miedo y continuar la investigación a partir de una simple nota. Su primera línea hablaba de un manuscrito del Apocalipsis copto. Sin duda se encontraba entre todos los que su amigo guardaba en el mueble de su despacho. Pero seguro que el misterioso visitante de la biblioteca norte, que había estado a punto de sorprenderle aquella mañana, había descubierto el hueco que había dejado en el estante el préstamo del M M M. Aquel libro sólo podía haber sido cogido por un monje que no tuviera acceso a la biblioteca: en otro caso hubiera dejado en su lugar un fantasma con su firma, como exigía la norma.
Pronto descubrirían el llavero olvidado en el pantalón de Andrei y atarían cabos: inmediatamente colocarían una cerradura en el despacho, y Nil perdería cualquier esperanza de poder entrar en él para encontrar el misterioso manuscrito.
Desanimado, cerró el libro, y deslizó maquinalmente el índice entre la cubierta y la página de guarda.
Se sobresaltó. Acababa de notar un bulto en la cara interna de la cubierta.
¿Un defecto de fabricación?
Acercó el libro a la lámpara y lo abrió bajo la luz: no era un fallo de encuadernación. El reborde de la cubierta había sido despegado y vuelto a pegar. En el interior podía palparse un objeto fino rectangular.
Con infinitas precauciones cortó en toda su anchura el papel de guarda que recubría el cartón, lo separó e inclinó el libro para que penetrara la luz brillante de la lámpara: en el interior había un documento, doblado en cuatro.
Justo antes de su partida, Andrei había deslizado en su última obra maestra un papel que se había tomado el trabajo de esconder con mucho cuidado.
Nil cogió unas pinzas de depilar, y empezó a extraer con suma precaución el papel de su escondite.