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Evangelios de Mateo y Juan

El sol naciente del sábado de Pascua rozaba las tejas del impluvium[6]. Sentado sobre el borde de la pila central, agotado por dos jornadas que habían contemplado el fin de tantas esperanzas, el judeo suspiró: tenía que subir. Los once se habían escondido en la sala alta como un rebaño asustado. Jesús entregado a Pilatos, crucificado el día anterior al mediodía…; más que un fracaso, era un desastre abominable.

Se decidió por fin. Subió lentamente los peldaños de la escalera que conducía al primer piso y empujó la puerta que Judas había franqueado ante sus ojos el jueves por la noche. Un simple cabo de vela iluminaba la vasta sala. Distinguió sombras sentadas al azar sobre el suelo. Nadie hablaba. Todo lo que quedaba del Israel de los tiempos nuevos eran aquellos galileos aterrorizados que se ocultaban.

Una sombra se destacó de la pared y fue hacia él.

—Dime, ¿qué ha ocurrido?

Pedro le miraba con arrogancia.

«Nunca aceptará el fracaso, nunca aceptará que está en deuda conmigo por haberse refugiado así en mi casa, como nunca aceptó las relaciones privilegiadas que mantenía con Jesús».

—Pilatos autorizó que se bajara el cuerpo de Jesús de la cruz ayer por la noche. Como era demasiado tarde para practicar los cuidados rituales, lo han depositado provisionalmente en una tumba cercana que por lo visto pertenece a José de Arimatea, un simpatizante.

—¿Quién ha transportado el cuerpo?

—Nicodemo a la cabeza y José a los pies. Y algunas mujeres que desempeñaban el papel de plañideras, las habituales que conocemos bien, María de Magdala y sus amigas.

Pedro se mordió el labio inferior y golpeó con el puño su palma izquierda.

—¡Qué vergüenza, qué… qué degradante! ¡Son los miembros de la familia los que rinden siempre el último homenaje a un muerto! Ni María ni su hermano Santiago estaban allí…, ¡sólo simpatizantes! El maestro ha muerto realmente como un perro.

El judeo le miró con ironía.

—¿Es culpa de María, su madre, de Santiago y de sus otros tres hermanos, de sus hermanas, que los preparativos de vuestra insurrección se hayan desarrollado en el mayor secreto? ¿Es culpa suya que en el plazo de unas horas todo haya cambiado de forma trágica e inesperada? ¿Es culpa suya que Caifás haya mentido, que Jesús fuera conducido ante Pilatos ayer por la mañana? ¿Que fuera crucificado acto seguido sin proceso? ¿De quién es la culpa?, dime.

Pedro bajó la cabeza. Sabía que era él quien se había echado atrás con sus antiguos amigos zelotes, él quien había convencido a Judas para que desempeñara aquel sucio papel, él quien, en último término, era responsable de todo. Lo sabía, pero no podía reconocerlo. Al menos ante aquel hombre, aquel usurpador, que continuaba en tono enérgico:

—¿Dónde estabas tú cuando tendieron a Jesús sobre el madero, cuando le hundieron los clavos en las muñecas? Ayer al mediodía yo estaba allí, oculto entre la multitud. Oí el ruido horrible de los martillazos, vi la sangre y el agua que corrían por su torso cuando el legionario lo remató de una lanzada. Soy el único aquí que puede dar testimonio de que Jesús el nazareno murió como un hombre, sin una queja, sin un reproche hacia nosotros, que le habíamos hecho caer en esa trampa. ¿Dónde estabais todos vosotros?

Pedro no respondió. La traición de Caifás, Jesús entregado a los romanos: aquellos acontecimientos inesperados habían reducido a la nada los preparativos de la insurrección. Él, como los otros, en el momento en que el maestro agonizaba, se encontraba escondido en algún lugar de la ciudad baja. Lo más lejos posible de los legionarios romanos, lo más lejos posible de la puerta oeste de Jerusalén y de sus cruces. Sí, aquel hombre era el único que había estado presente, el único que había visto; sólo él podría dar testimonio en adelante de la muerte de Jesús, de su valor y su dignidad. ¡A partir de ese momento aquel impostor iba a jactarse de ello, a sacar partido de su posición a cada instante!

Tenía que recuperar la iniciativa. El jefe, allí, era él. Atrajo a su interlocutor hacia una ventana.

—Ven, tenemos que hablar.

Pedro contempló la noche un instante. Todo estaba oscuro en Jerusalén, también el cielo. Se volvió y rompió el pesado silencio.

—Dos problemas urgentes. Primero, el cadáver de Jesús: ninguno de nosotros aceptará que lo arrojen a la fosa común, como hacen con todos los condenados a muerte. Sería un insulto a su memoria.

El judeo echó una ojeada a las formas indistintas postradas a lo largo de las paredes de la sala alta. Evidentemente ninguno de aquellos hombres podía ofrecer al torturado una sepultura decente. Y José de Arimatea no aceptaría que el cuerpo de Jesús permaneciera mucho tiempo en su panteón familiar. Había que encontrar otra salida.

—Tal vez haya una solución… Los esenios siempre han considerado a Jesús como uno de los suyos, aunque él nunca aceptara ser miembro de su secta. Yo formé parte durante mucho tiempo de su comunidad laica: les conozco bien. Sin duda aceptarán depositar el cadáver en una de sus necrópolis del desierto.

—¿Puedes ponerte en contacto con ellos enseguida?

—Eliezer vive muy cerca de aquí, ya me ocuparé. ¿Y el segundo problema?

Pedro clavó la mirada en los ojos de su interlocutor; la luna surgió en ese instante de una nube y acentuó la rudeza de sus rasgos. Fue el anciano zelote quien respondió con voz dura:

—El otro problema es Judas. Y de ese me encargo yo.

—¿Judas?

—¿Sabes que esta mañana ha organizado un escándalo en el Templo? ¿Sabes que ha acusado al gran sacerdote de felonía y que ha tomado a Dios por testigo entre Caifás y él ante la multitud? Según las supersticiones judías, uno de los dos debe morir ahora a manos de Dios. Caifás lo sabe y ordenará que le arresten: entonces hablará. Tú y yo, yo sobre todo, seremos desenmascarados. Para los sacerdotes esto no tiene importancia. Pero piensa en los simpatizantes: si se enteran de que Jesús fue capturado por culpa nuestra, aunque nuestra única intención fuera garantizar su seguridad, no habrá ningún futuro. ¿Comprendes?

El judeo contempló al galileo, estupefacto: «¿Qué futuro, miserable superviviente de una aventura abortada? ¿Qué porvenir te queda sino el de volver a tus redes de pesca, que nunca hubieras debido abandonar?».

No respondió nada. Pedro bajó la cabeza y su rostro entró en la sombra.

—Este hombre ha perdido la cabeza, se ha vuelto peligroso. Hay que hacer algo para apartar este peligro. No pienses más en ello: yo me encargo de Judas.

Y su mano izquierda acarició instintivamente el muslo izquierdo, contra el que rozaba la sica.