24

 

VOLVIÓ en sí al sentir el agua que los Destructores le habían arrojado a la cara. Ya no estaba en la celda: yacía en el suelo de alguna sala de comunicaciones, rodeado de consolas; Daiquist, con gesto amenazador, se paró a horcajadas delante de él, mirándole. Cana estaba hacia un lado; su poderoso intelecto se esforzaba en entender las implicaciones de la situación. Bron se esforzó en ponerse de pie; se sentía confundido por la abierta acusación en los ojos de Cana.
—¡Espacio! —dijo Daiquist—. Admiro su temperamento, pero éste es el último truco que cometerá. Y pensar que le sacamos de Onaris... —la voz le fallaba, como si una mirada de Bron fuera más de lo que pudiera resistir.
—No le entiendo...
Bron, desesperado, trató de mantener su cobertura, pero supo instintivamente que su causa estaba perdida. Pero... ¿cómo? Las sospechas de Daiquist se habían convertido en una certeza, pero el factor responsable del repentino cambio de estatus de Bron no era aparente.
—¿Qué demonios va mal, Jaycee? —subvocalizó.
—Ananías te ha vendido, Bron.
Su voz era floja y abatida. La frase continuó, pero Bron no escuchaba sus palabras: intentaba entender el extraño matiz de ellas. De repente, supo lo que estaba equivocado: la voz de Jaycee era emitida por los altavoces de los Destructores.
La sonrisa de Daiquist era una mezcla de triunfo y malicia.
—Bueno... ahora, Sincretista, ¿todavía no entiende lo que estoy diciendo? Usted y esa puta del Comando. Hemos aprendido mucho sobre usted en esta última media hora. De modo que ella quiere que sufra... Bueno, eso me agrada. Va a sufrir lo que nunca nadie ha sufrido antes. Cuando haya acabado con usted, dudo si el Comando Estelar tendrá bastante estómago como para enviarnos otro espía.
—Si pudo oírnos —dijo Bron—, sabrá que yo trataba de atraer vuestra atención. Sólo tenéis horas para huir antes del destello del Sol. Esas bombas que envié al primer planeta...
—Juzgando por lo profundo de su impostura, sospecho que es otro de sus trucos. Sería muy conveniente para el Comando que abandonásemos nuestra posición defensiva y disemináramos nuestras naves frente a la Flota Estelar.
—No es un truco —dijo Bron—. No tenía ni idea de que podían captar nuestro transmisor de unión.
—No lo necesitan, Bron —dijo Jaycee por los altoparlantes—. Ananías se fue al espacio en una nave radio de Inteligencia. Parece que intercepta nuestro transmisor de unión y lo transmite a través de Antares por FTL, usando el canal de emergencia de los Destructores.
Cana dirigió una rápida mirada al técnico de radio en una de las consolas.
—¿Es eso verdad?
—¿Transmisiones FTL en nuestras bandas de emergencia? ¡Oh, seguro!
—Puede ser una trampa —dijo Daiquist—. Le voy a despedazar. Le haré suplicar que le permita hablar.
Cana alzó sus manos.
—No, Martin. Si es una trampa, al menos la Flota Estelar no nos cogerá desprevenidos. Podemos abandonar este sistema en formación de batalla, y encontrarlos luego en igualdad de términos. Pero mi instinto me dice que... no hay tal trampa.
—¿Cómo llega a esa conclusión?
—Porque las leyes del Caos predijeron la destrucción del Tantallus. Ya escuchó usted lo que el Sincretista dijo, respecto de adónde dirigió las bombas Némesis. Ahora dígame, ¿qué ha hecho con el Tantallus?
—Está abandonado en una órbita alrededor del primer planeta.
—¿Puede pensar en alguna catástrofe peor que la que se ha descrito, para destruirle?
—No... —la cara de Daiquist reflejó la medida de su agonizante indecisión—. Pero creo que mejor le llevo...
—¡No lo entiende! —Cana se volvió hacia él con toda la fuerza de su personalidad, la misma que mantuvo de rodillas a toda una federación de planetas—. Martin, si el Sincretista tiene razón, estaremos muertos antes de que obtenga sus respuestas.
—Entonces, déjeme matarlo. No me gusta ir a la batalla teniendo una unión directa con Inteligencia en nuestro medio. Sin hacer caso de lo que las leyes digan, ya hemos perdido muchas oportunidades.
—No, Martin. No puedo permitirlo, y conoce las razones —Cana se volvió a Bron—. Tengo mis mayores reservas sobre usted, comando o Sincretista, quienquiera que sea. La única razón de que siga vivo es porque de cualquier forma que calculemos las leyes del Caos, siempre le encontramos como el foco causal de las ondas más agresivas. Aparentemente, usted es el catalista que iniciará el más violento de los cataclismos entrópicos que el Universo haya conocido. Así que contésteme esto, Bron Haltera o quienquiera que sea: ¿cómo va a intentar coger el Cosmos y retorcerlo por la cola?
Hubo un repentino estruendo de una de las consolas de monitores, y un operador gritó con sorpresa.
—El Tantallus, señor. Ha cesado de transmitir. Creo que ha quedado destruido.
Cana miró a Daiquist:
—¿Puede todavía dudar de las leyes, Martin? Es la explosión de la bomba en el primer planeta. Pasarán horas antes de que los fragmentos alcancen la superficie del Sol, pero al destello le llevará minutos alcanzarnos. Ordene la evacuación de emergencia.
—Todavía pienso que es un truco.
—Truco o no, ¿puede aún dudar de la habilidad del Sincretista para influenciar eventos a escala cosmológica?
Daiquist se estaba enfadando.
—Vea, Cana, ¿que es lo que me impide dispararle allí donde está? Y si yo le disparo, ¿qué pasa con las leyes?
—Un interesante pensamiento, Martin. Ya que su efectividad está incluida en las leyes, le prevengo que no lo toque, o tendremos conocimientos de primera mano sobre una resurrección. Cualquiera de los dos efectos ofende mi dignidad materialista, así que le prohibo tratar de hacerlo. Lo llevaré conmigo a la nave capitana, mientras organiza la evacuación. Tenemos un sistema que perder y una flota que salvar, así que no tiene sentido discutir.
Daiquist se volvió de mala gana al operador de radio en la consola.
—Ordene alarma general. Todo el personal deberá volver a las naves, y ordene a toda la plantilla de tierra que se reagrupe para una evacuación de emergencia. Todas las naves deben estar dispuestas para la batalla a 14 diámetros del sistema. Esto es una emergencia primaria, y no habrá repetición de estas instrucciones.
Daiquist se movió a través de la habitación, gritando órdenes con detalle. Cana miró a Bron con enfado.
—Bueno, Sincretista, elija: ¿le llevo esposado, o tengo su palabra de que no intentará más engaños? En cualquier caso, debo conocer su rango en el Comando.
—No le puedo decir nada. En primer lugar, estoy en servicio activo bajo control del Comando Central. Por lo tanto, no puedo hacer declaraciones personales. En segundo lugar, he olvidado mi rango y otros muchos detalles de mi vida personal.
—Entonces quizá su guía sería tan amable de facilitarnos la información.
—Él es el comandante Bron, del Buró de Inteligencia del Comando Central —dijo Jaycee.
Los ojos de Cana se abrieron apreciablemente, y se sonrió como si recordara algo.
—Ah, sí. Debí haberlo adivinado. Dígame, comandante ¿me oye ella a través de usted?
—No sólo le oye, sino que también puede verle.
—¡Extraordinario! —los ojos de Cana instintivamente revisaron la cabeza de Bron, pero no podía ver nada de los tubos enterrados en su cerebro—. He subestimado al Comando tanto en tecnología como en la clase de hombres que produce. Sin embargo, tendré que seguir pensando en usted como en Haltera el Sincretista, porque ése es indudablemente el rol catalítico que usted tiene que jugar. ¿Nos vamos?
Escoltados sólo por los ayudantes de Cana, pasaron por una puerta y de repente estaban al aire libre; la luz era gris pálida, como si estuviera amaneciendo. Mirando a su alrededor, Bron vio una parcela de terreno con vegetación de tipo desértico. El aire era húmedo y frío, y había una sensación de desamparo y soledad que parecía hacer inhabitable aquella tierra. Por detrás quedaban los edificios, y se veía la mano del hombre en algunas partes.
Se quedó perplejo al ver lo estéril del sitio, pero se dio cuenta de la altura del lugar al mirar al sol gris-pálido. Entonces supo que esa parodia de invierno era todo el mediodía que este marchito lugar iba a tener. Nadie construiría una base mundial en un lugar tan inhóspito, y donde la ecología estaba hambrienta de la esencial energía por fotosíntesis. Mientras más pensaba en ello, más obvia se volvía la situación. Las naves esclavistas de los Destructores no habían ido directamente hacia la base mundial, después de todo. Primero tenían necesidad de volcar sus cargas de hombres en el mundo que habían elegido para cultivar. Esto era simplemente un campo de trabajo para los miles de esclavos que habían sido sacados de sus tierras y traídos a éstas, áridas y estériles. Allí gastarían sus vidas, bajo un sol escaso y extraño.
Los hombres eran más baratos que las máquinas para una colonización ideal. Se obtenían más fácilmente, y eran más versátiles. Tenían el don de multiplicarse y, aunque menos eficientes, podían hacer cualquier trabajo que una máquina hiciera. Importaba poco cuántos de ellos morían en los campos, ya que un grupo particular podía ser usado para multiplicarse y crear más ganado. Así, en el sentido económico más amplio, el hombre había triunfado sobre la automatización. Las máquinas cuestan dinero y atención calificada; los esclavos cuestan sólo el transporte y el coste de los látigos para llevarlos a los campos de trabajo.