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VOLVIÓ en sí al sentir el agua
que los Destructores le habían arrojado a la cara. Ya no estaba en
la celda: yacía en el suelo de alguna sala de comunicaciones,
rodeado de consolas; Daiquist, con gesto amenazador, se paró a
horcajadas delante de él, mirándole. Cana estaba hacia un lado; su
poderoso intelecto se esforzaba en entender las implicaciones de la
situación. Bron se esforzó en ponerse de pie; se sentía confundido
por la abierta acusación en los ojos de Cana.
—¡Espacio! —dijo Daiquist—. Admiro su
temperamento, pero éste es el último truco que cometerá. Y pensar
que le sacamos de Onaris... —la voz le fallaba, como si una mirada
de Bron fuera más de lo que pudiera resistir.
—No le entiendo...
Bron, desesperado, trató de mantener su
cobertura, pero supo instintivamente que su causa estaba perdida.
Pero... ¿cómo? Las sospechas de Daiquist se habían convertido en
una certeza, pero el factor responsable del repentino cambio de
estatus de Bron no era aparente.
—¿Qué demonios va mal,
Jaycee? —subvocalizó.
—Ananías te ha vendido, Bron.
Su voz era floja y abatida. La frase
continuó, pero Bron no escuchaba sus palabras: intentaba entender
el extraño matiz de ellas. De repente, supo lo que estaba
equivocado: la voz de Jaycee era emitida por los altavoces de los
Destructores.
La sonrisa de Daiquist era una mezcla de
triunfo y malicia.
—Bueno... ahora, Sincretista, ¿todavía no
entiende lo que estoy diciendo? Usted y esa puta del Comando. Hemos
aprendido mucho sobre usted en esta última media hora. De modo que
ella quiere que sufra... Bueno, eso me agrada. Va a sufrir lo que
nunca nadie ha sufrido antes. Cuando haya acabado con usted, dudo
si el Comando Estelar tendrá bastante estómago como para enviarnos
otro espía.
—Si pudo oírnos —dijo Bron—, sabrá que yo
trataba de atraer vuestra atención. Sólo tenéis horas para huir
antes del destello del Sol. Esas bombas que envié al primer
planeta...
—Juzgando por lo profundo de su impostura,
sospecho que es otro de sus trucos. Sería muy conveniente para el
Comando que abandonásemos nuestra posición defensiva y
disemináramos nuestras naves frente a la Flota Estelar.
—No es un truco —dijo Bron—. No tenía ni
idea de que podían captar nuestro transmisor de unión.
—No lo necesitan, Bron —dijo Jaycee por los
altoparlantes—. Ananías se fue al espacio en una nave radio de
Inteligencia. Parece que intercepta nuestro transmisor de unión y
lo transmite a través de Antares por FTL, usando el canal de
emergencia de los Destructores.
Cana dirigió una rápida mirada al técnico de
radio en una de las consolas.
—¿Es eso verdad?
—¿Transmisiones FTL en nuestras bandas de
emergencia? ¡Oh, seguro!
—Puede ser una trampa —dijo Daiquist—. Le
voy a despedazar. Le haré suplicar que le permita hablar.
Cana alzó sus manos.
—No, Martin. Si es una trampa, al menos la
Flota Estelar no nos cogerá desprevenidos. Podemos abandonar este
sistema en formación de batalla, y encontrarlos luego en igualdad
de términos. Pero mi instinto me dice que... no hay tal
trampa.
—¿Cómo llega a esa conclusión?
—Porque las leyes del Caos predijeron la
destrucción del Tantallus. Ya escuchó
usted lo que el Sincretista dijo, respecto de adónde dirigió las
bombas Némesis. Ahora dígame, ¿qué ha hecho con el Tantallus?
—Está abandonado en una órbita alrededor del
primer planeta.
—¿Puede pensar en alguna catástrofe peor que
la que se ha descrito, para destruirle?
—No... —la cara de Daiquist reflejó la
medida de su agonizante indecisión—. Pero creo que mejor le
llevo...
—¡No lo entiende! —Cana se volvió hacia él
con toda la fuerza de su personalidad, la misma que mantuvo de
rodillas a toda una federación de planetas—. Martin, si el
Sincretista tiene razón, estaremos muertos antes de que obtenga sus
respuestas.
—Entonces, déjeme matarlo. No me gusta ir a
la batalla teniendo una unión directa con Inteligencia en nuestro
medio. Sin hacer caso de lo que las leyes digan, ya hemos perdido
muchas oportunidades.
—No, Martin. No puedo permitirlo, y conoce
las razones —Cana se volvió a Bron—. Tengo mis mayores reservas
sobre usted, comando o Sincretista, quienquiera que sea. La única
razón de que siga vivo es porque de cualquier forma que calculemos
las leyes del Caos, siempre le encontramos como el foco causal de
las ondas más agresivas. Aparentemente, usted es el catalista que
iniciará el más violento de los cataclismos entrópicos que el
Universo haya conocido. Así que contésteme esto, Bron Haltera o
quienquiera que sea: ¿cómo va a intentar coger el Cosmos y
retorcerlo por la cola?
Hubo un repentino estruendo de una de las
consolas de monitores, y un operador gritó con sorpresa.
—El Tantallus,
señor. Ha cesado de transmitir. Creo que ha quedado
destruido.
Cana miró a Daiquist:
—¿Puede todavía dudar de las leyes, Martin?
Es la explosión de la bomba en el primer planeta. Pasarán horas
antes de que los fragmentos alcancen la superficie del Sol, pero al
destello le llevará minutos alcanzarnos. Ordene la evacuación de
emergencia.
—Todavía pienso que es un truco.
—Truco o no, ¿puede aún dudar de la
habilidad del Sincretista para influenciar eventos a escala
cosmológica?
Daiquist se estaba enfadando.
—Vea, Cana, ¿que es lo que me impide
dispararle allí donde está? Y si yo le disparo, ¿qué pasa con las
leyes?
—Un interesante pensamiento, Martin. Ya que
su efectividad está incluida en las leyes, le prevengo que no lo
toque, o tendremos conocimientos de primera mano sobre una
resurrección. Cualquiera de los dos efectos ofende mi dignidad
materialista, así que le prohibo tratar de hacerlo. Lo llevaré
conmigo a la nave capitana, mientras organiza la evacuación.
Tenemos un sistema que perder y una flota que salvar, así que no
tiene sentido discutir.
Daiquist se volvió de mala gana al operador
de radio en la consola.
—Ordene alarma general. Todo el personal
deberá volver a las naves, y ordene a toda la plantilla de tierra
que se reagrupe para una evacuación de emergencia. Todas las naves
deben estar dispuestas para la batalla a 14 diámetros del sistema.
Esto es una emergencia primaria, y no habrá repetición de estas
instrucciones.
Daiquist se movió a través de la habitación,
gritando órdenes con detalle. Cana miró a Bron con enfado.
—Bueno, Sincretista, elija: ¿le llevo
esposado, o tengo su palabra de que no intentará más engaños? En
cualquier caso, debo conocer su rango en el Comando.
—No le puedo decir nada. En primer lugar,
estoy en servicio activo bajo control del Comando Central. Por lo
tanto, no puedo hacer declaraciones personales. En segundo lugar,
he olvidado mi rango y otros muchos detalles de mi vida
personal.
—Entonces quizá su guía sería tan amable de
facilitarnos la información.
—Él es el comandante Bron, del Buró de
Inteligencia del Comando Central —dijo Jaycee.
Los ojos de Cana se abrieron
apreciablemente, y se sonrió como si recordara algo.
—Ah, sí. Debí haberlo adivinado. Dígame,
comandante ¿me oye ella a través de usted?
—No sólo le oye, sino que también puede
verle.
—¡Extraordinario! —los ojos de Cana
instintivamente revisaron la cabeza de Bron, pero no podía ver nada
de los tubos enterrados en su cerebro—. He subestimado al Comando
tanto en tecnología como en la clase de hombres que produce. Sin
embargo, tendré que seguir pensando en usted como en Haltera el
Sincretista, porque ése es indudablemente el rol catalítico que
usted tiene que jugar. ¿Nos vamos?
Escoltados sólo por los ayudantes de Cana,
pasaron por una puerta y de repente estaban al aire libre; la luz
era gris pálida, como si estuviera amaneciendo. Mirando a su
alrededor, Bron vio una parcela de terreno con vegetación de tipo
desértico. El aire era húmedo y frío, y había una sensación de
desamparo y soledad que parecía hacer inhabitable aquella tierra.
Por detrás quedaban los edificios, y se veía la mano del hombre en
algunas partes.
Se quedó perplejo al ver lo estéril del
sitio, pero se dio cuenta de la altura del lugar al mirar al sol
gris-pálido. Entonces supo que esa parodia de invierno era todo el
mediodía que este marchito lugar iba a tener. Nadie construiría una
base mundial en un lugar tan inhóspito, y donde la ecología estaba
hambrienta de la esencial energía por fotosíntesis. Mientras más
pensaba en ello, más obvia se volvía la situación. Las naves
esclavistas de los Destructores no habían ido directamente hacia la
base mundial, después de todo. Primero tenían necesidad de volcar
sus cargas de hombres en el mundo que habían elegido para cultivar.
Esto era simplemente un campo de trabajo para los miles de esclavos
que habían sido sacados de sus tierras y traídos a éstas, áridas y
estériles. Allí gastarían sus vidas, bajo un sol escaso y
extraño.
Los hombres eran más baratos que las
máquinas para una colonización ideal. Se obtenían más fácilmente, y
eran más versátiles. Tenían el don de multiplicarse y, aunque menos
eficientes, podían hacer cualquier trabajo que una máquina hiciera.
Importaba poco cuántos de ellos morían en los campos, ya que un
grupo particular podía ser usado para multiplicarse y crear más
ganado. Así, en el sentido económico más amplio, el hombre había
triunfado sobre la automatización. Las máquinas cuestan dinero y
atención calificada; los esclavos cuestan sólo el transporte y el
coste de los látigos para llevarlos a los campos de trabajo.